2. Repentinas emociones
A Esther le brillaban los ojos.
-Este doctor, Don Galo, es un genio, ¿verdad Mathias? Con sinceridad le hemos planteado el mal, me ha hecho reír con ganas y me ha dado este jarabe, del que ya he tomado una cucharadita y estoy mucho mejor, más tranquila.
Sus dos hijos, que esperaban en la puerta de la consulta, sonrieron complacidos. Ciertamente parecía como si los nervios de muchos meses hubiesen sido guardados tras la mampara del consultorio. Alrededor no se oía nada y el sosiego entró en la familia Eskenasy. Tomaron la escalera que comunicaba directamente con la senda que conducía hasta la galería del manantial. En este trayecto se cruzaron con numerosas personas, que circulaban veloces, como dispuestas a resolver asuntos trascendentales. Demostraban cierto desapego unos por otros. Era como si mantuvieran afanada la atención en otras cosas.
Esther recibió un baño de asiento semicupial, y una joven enfermera le administró un masaje de fricción en seco que dejó en ella la relajante sensación de haberse desbordado una presa en su interior, cuyas aguas parecían fluir a través de su cuerpo, limpiándole los más inescrutables rincones, hasta desembocar en el cerebro, al que irrigaban y extraían de él los sapos neuróticos. Salió de la galería afianzada y vigorosa, con un apetito que requería el inmediato desquite.
Corría un aire limpio y cálido, con penetrante olor a pino. Por los alrededores sonaba un monocorde canto de cigarras, sobre el que platicó Mathias:
-Bien dicen los españoles que a mediodía canta la chicharra y lo único que se puede hacer es dormir la siesta.
-¿Siesta? –preguntó Clarisse.
-Así se llama en España al tiempo destinado para dormir o descansar después de la comida del mediodía –le aclaró su padre.
-Con este calor es que el cuerpo no pide otra cosa –justificó Samuel.
Desde la ventana de la cafetería pudo divisar posteriormente, hacia las cuatro de la tarde, varias lánguidas y entumecidas siluetas que se dirigían al río Júcar. Picado por la curiosidad, fijó la vista para indagar quienes podían ser esas personas que truncaban el letargo de la siesta. Constató que eran centroeuropeos y su fantasía se caldeó tratando de adivinar el cautivante frenesí que debía transitar aquellos cuerpos para someterse a las bocanadas de canícula que recorrían las inmediaciones. Y despejó la más liviana quimera puritana. Sin disimulo, miró a sus allegados y les dijo guasón:
-Voy a entregarme a la purificación corporal de la siesta. Si no me tumbo en una cama no cobro ánimos ni para respirar. Y al atardecer quiero ir a El Parral, a descubrir algún paisaje que llevar a mis telas.
-Te has pasado con la comida, Samuel –le dijo su padre afablemente.
-No he venido aquí a reacostumbrar mi estómago a recibir alimentos, con sopitas, ensaladas y recetas ligeras. Estoy fuerte y desechar la magnífica carta que nos sirven sería reprobable.
-¡Quién pudiera, hijo! Después de dos semanas y media de dieta de agua esos caldos me parecerán manjares superlativos, delicias gastronómicas –afirmó Esther.
El delicioso florilegio de textos escogidos por su encanto y profundidad no impidió traerse a los Baños de Valdeganga sus aperos de pintura, con el atinado designio de practicar ésta durante las vacaciones. Su padre, al proponer a la familia el viaje a España, aseveró que las bellas y majestuosas panorámicas de estos sosegados lugares ganarían los afanes de Samuel. Y no erró. Muy vivaz, desde un principio enfrascó sus pinceles para dar forma a los paisajes alabanciosos del territorio anfitrión. Un día y otro, bajo un hechizo casi cultual, transitó los mejores itinerarios que le marcó Luciano sobre un sencillo mapa.
En la primera ruta tuvo que ponerse en camino por la estrecha y pedregosa vereda que le aconsejaron siguiese si quería pintar el recodo del Prao Lavaero, fin de la vega que marcaba por occidente las lindes del municipio de El Parral. Fue tardeando hasta lo indecible al batir el campo, con su trípode en un hombro y el maletín de pintura al óleo en el otro. “Es lo más bonito y tranquilo de estas tierras”, le dijo media hora antes Quintín, el recadero. Conforme guiaba los pasos e iban quedando atrás los rumores apagados del balneario, el céfiro que tocaba su rostro se compenetraba mejor con las fantasías del artista que llevaba dentro.
El ruido de varios esparavanes aliabiertos esfumó al rato el distendido cavilar del joven hebreo, por cuya mente bullía, en paralelo con la admiración del paraje, el mar de consideraciones sobre las que su padre no se cansaba de sermonear en los últimos tiempos: los seres humanos nos autoconstruimos continuamente mediante lo que decimos y lo que hacemos según las situaciones en que nos encontramos. Así que hay una multiplicidad de posibles construcciones, de acuerdo con los contextos cambiantes que habitamos. “Verdaderamente no tenemos esencia fija”, especuló Samuel, para quien el cálido rutilar de esas tierras castellanas, en aquel instante, era sin duda un compuesto estable, incompatible con los fragmentos de los discursos hitlerianos repasados la noche anterior en los Baños.
Como le había anticipado Quintín, nada más cruzar un ajado breñal arribó al mitológico prado. En éste, ubicado a poco más de dos kilómetros de la villa de El Parral, tomaban cuerpo bastantes amartelamientos de la zona y, desde hacía siglos, las juveniles y lozanas seducciones ascendían hacia la cumbre del escrupuloso noviazgo. A la derecha de la reconfortable campiña, el manantial del Achuchón –topónimo indicativo de por sí- encerraba las promesas de las mujeres y un pilón guardaba el de los hombres, entre sabinas rojas, guillomos y una almanjara de chopos.
Colocó el lienzo sobre el caballete y se puso una visera algo casquivana. Contemplativo y soñador, dio varias vueltas hasta dar con la orientación que juzgaba más enmarcada, situándose acto seguido bajo la umbría de un talludo pino, sin que fuera necesario abrir la sombrilla que se llevó para guarecerse del sol. Lo demás fue un rito apolíneo, que se quebró un rato más adelante con la bullanga de dos lechuguinos y sus parejas, venidos desde el pueblo. Entraron por el sinuoso y angosto callejón que Samuel acababa de dibujar y a los pocos minutos tenía a los cuatro curioseando a un par de metros.
-¿Qué tal? ¿Os gusta? –preguntó el artista, con una entonación germánica que hizo dudar a los desconocidos.
Murmuraron las trivialidades habituales mientras Samuel, levantando la vista, buscó comprensión y ánimos. Se dio cuenta de que estaba mirando a una de las chicas, todavía en agraz, que le encandiló con una ráfaga de sus ojos verdes, enlagunando su cerebro.
Teresa de Lucas miró nuevamente aquel principiante cuadro, en el que el dibujo exhibía un suave placer de hacer trazos. Era como si el artista estuviera dibujando para apropiarse del lugar donde se hallaban.
-¡Qué bien dibujas! –exclamó Teresa con un tono convencido.
-Es la mejor manera que tengo para relacionarme más intensamente con lo que me rodea –respondió Samuel.
Teresa era la hija mayor del profesor Juan de Lucas. Estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de Valencia y contemplaba el arte desde una tentativa ilusionista de retratar las cosas:
-Tengo pasión por la pintura y me gusta el arte para relajarme.
-Entonces las telas escandalosas no te van… -prosiguió Samuel, con picardía.
-No, no. ¿Lo dices por el tema de moda en estos días? –Sin dar tiempo a responder, fijó su posición-: Los cuadros como El origen de mundo, de Courbet, no me van nada.
-Veo que estás al día de lo que ocurre en el mercado del arte –indicó Samuel-. Ese cuadro está generando mucha literatura desde que el coleccionista François de Hatvany se lo ha llevado a Budapest. Pero, ¿acaso ése no es un vientre feliz, un desnudo liberado de retórica?
La respuesta quedó en el aire. Ni a Román Colero, el acompañante de Teresa, ni a la otra pareja, Saturnino Bueno y Milagros Arribas, les interesaba el modelado de las formas ni mucho menos las tendencias en el arte. A los dos muchachos el criterio estético les traía al pairo. Y no digamos a Milagros, la heredera más rica de El Parral, de cortos estudios y entregada sólo a las diversiones populares, que lanzó una piedra al manantial para desenredar la madeja del aburrimiento en el que la había postrado aquella conversación.
Samuel se puso en pie. Se volvió para estrechar la mano de sus coetáneos, que guardaron silencio, sin dejar de observarle, como si en su rostro, sus gestos o su ropa pudiesen ver signos inusitados y obscuros.
-Por favor –les instó Samuel, desprendiéndose de una gargantilla en la que colgaba la estrella de David-, el ojo es instrumento del corazón. Lo único que pido es que me aceptéis como soy mientras esté aquí.
Saturnino apretó la mano de Samuel y le dijo que no marcarían sus relaciones la religión, pues entre ellos se iban a entender tan bien como la franqueza y la nobleza confluyeran en sus vidas. El generoso ofrecimiento de aquel parreño recordó al artista un sabio dicho de otro judío, el barcelonés Jafudà Bonsenyor: “Siéntate en lugar donde te den la mano y no te sientes en lugar de donde te echen a puntapiés”. Fue un breve fulgor de esperanza, que le impulsaron a una dedicatoria:
-Este cuadro se llamará El manantial del caballero.
Salieron del paraje adueñados de sensaciones placenteras y joviales. Con el cerebro lleno de ideas renovadas, la alacridad determinó que Samuel acompañara a los recién conocidos hasta El Parral, a invitación de Teresa. Las dudas sobre el regreso a los Baños fueron diluidas por la joven:
-Te bajas con mi padre, en su coche.
En la entrada de la población unos perros acudieron ladrando, pero al llegar junto a Milagros olisquearon su falda y se tranquilizaron. A la llamada de su amo, volvieron los gozques a la era donde se trillaban unas mieses segadas aquella misma mañana.
Mientras observaba el regreso de los canes, con el sol diluyéndose entre los bardales y atraído por el vivo laborar de las gentes, Samuel sintió como si un mágico le hubiese preparado un filtro de amor. Todo ese escenario, primoroso y aislado del mundo externo, latía con la incontenible fragancia de aquellos campos, guarecida por un aura que acariciaba su rostro, como si de este modo afianzara la conservación del sortilegio. Posó los ojos en el bieldo atenazado por una hermosa mujer, vestida según los usos del lugar.
Instantáneamente guardó Samuel en su memoria la imagen, para aplicar la técnica de la pintura impresionista al aire libre. Aquí estuvo el origen de un cuadro que iba a denotar el descubrimiento del color de la vida por El artista y, a un tiempo, determinó su biografía más adelante.
Retrató en su magín una panorámica evocadora. A modo de un flujo continuo, entre las eras de El Parral, su personalísimo estilo haría emerger el paisaje con arrolladora fuerza, dedicando especial atención a una figura femenina que, en lo sucesivo, sería vista como un cántico lleno de poesía a la humilde vulgaridad de la vida diaria en el ambiente rústico español de los años treinta. De hecho, al terminar las vacaciones tendría muy avanzado el lienzo que canalizó la inspiración recibida en su conciencia.
-¿Te gusta lo que ves? –preguntó Teresa.
-No lo dudes. Tengo ya en la testa la que será mi segunda tela pintada aquí, Anamorfosis.
-Cuéntanos… -requirió Román.
-Bajo el dominio de suaves cerros coronados de carrascas, la efigie de esa aventadora, con alegría y potencia, va a servirme para pintar la serenidad de este tranquilo mar de espigas que se pierde allá lejos, remotamente, salpicado con las notas verdes de las viñas y de los olivares.
-¡Madre mía, qué labia! –exclamó irónica y burlona Milagros.
Calculador, la miró Samuel con cierto disimulo y captó unos ademanes que, paulatinamente, se le harían comunes a una mayoría de los cuatrocientos habitantes de esta pequeña villa. Vio unos portes orgullosos, vanidosos y presumidos. De estos trazos escapaba Teresa, porque sus padres habían cuidado mucho en evitárselos.
Conforme se adentraban en el pueblo, todas las miradas iban convergiendo en el forastero, que se fue abriendo camino con el fingimiento de una desinhibida curiosidad por cuanto se le presentaba.
-¿Dónde me lleváis? –preguntó al fin Samuel.
-Vamos al salón de Vítor. ¿Verdad? –dijo Saturnino.
Asintieron los demás, mientras explicaban al foráneo el buen ambiente que siempre se respiraba en ese establecimiento, gobernado por un hombre de alma cálida y poca estatura, cuya impaciente complacencia por la riqueza sólo era igualada en el pueblo por Pedro El sastre. Entre los dos se repartían inteligentemente el comercio de la vecindad, si bien Pedro extendía mucho más su ámbito, que alcanzaba a todos los municipios de la comarca, desde donde venían al local de La Novedad para nutrirse de ropa.
El negocio de Vítor estaba cimentado en la venta de ultramarinos, haciendo la casona a un tiempo de mesón, que tenía anexo un gran salón de dos pisos. El de abajo era enorme y bien ventilado, con numerosas ventanas que daban a la plaza mayor; prácticamente sólo era abierto la tarde de los domingos para celebrar una animadísima sesión de baile, concurrida por casi todos los vecinos, sin distinción de edad. El piso de arriba tenía en el pueblo la prerrogativa de añejo casino, en el que fermentaban las intrigas, los bulos, las decisiones públicas y los tejemanejes de mayor alcance para los parreños, casi siempre producidos por los aires respirados en las partidas de truque que jugaban todas las tardes del año Don José El maestro, Rufino El juez, Matías Cientierras y Don Cosme El médico. Solo imponderables de cierta envergadura podían excusar su falta de asistencia y la sustitución por Antonio Colmenas, Bonifacio El auxiliar o Salvador Cantachorras, espectadores intermitentes y avezados tertulianos, dispuestos alrededor de la mesa que les era reservada a los prebostes, aislada en una esquina. Enfrente, separado por unos cuantos metros, muy a menudo se sentaba César Vela. Próximo siempre a las tesis de Javier Belinchón, Lamparilla, como se le apodaba, iba poco a poco haciéndose partidario de la República. La consideraba como la mejor forma de gobierno y apoyaba sus tesis, pero sin militancia partidista alguna. Lector empedernido y crítico muy estudioso y sagaz, palpaba al minuto las contiendas de sus convecinos. Este ex seminarista, secularizado en perspicaz perito mercantil y práctico gestor administrativo, coligaba las acogotadas voces discrepantes en el pueblo contra el caciqueo de los cuatro mandamases. Mantenía con éstos una relación sutil e irónica, nunca agresiva o vehemente, pues bien sabía que el prestigio y todo el peso de su fuerza moral no alcanzaba a darle la victoria en la lucha contra el mando de los acomodados, la rutina histórica y el atraso proverbial de los labriegos.
-¡Demos gracias a Dios por esta distinguida clientela que nos envía! –prorrumpió Vítor en persona, cuando entraron los jóvenes.
Los cuartos se transparentaban apiñados en la cartera que emergía del bolsillo de la discreta camisa del mercader y Román Colero no pudo por menos que gastarle una broma:
-Vas a tener que contratar un chambelán sólo para protegerte el dinero.
-¡Hala, venga! Déjate de exageraciones ridículas –subió Vítor la voz para que le oyeran.
Otra cualidad prominente en Vítor era la clarividencia. Sus respuestas desorientaban porque eran representativas de lo inusitado. Dominaba la fantasía doméstica lo suficiente como para acotar retintín y cordialidad. Tal vez por esto se llevaba magníficamente con César Vela y no podía ser tildado de intolerante ni de fanático. Le despojaba de la fatalidad su vitalismo envidiable, que a sus casi cincuenta años conservaba inmune y era capaz de traspasar a cuantos le oyeran.
-¿Nos pones unas cervecillas? –inquirió Saturnino.
-¿A los cinco?
-No, a nosotras ponnos dos gaseosas –terció Teresa.
-Pues subid arriba. Enseguida voy. Ahí encontraréis a Lamparilla, que esta tarde ha tenido una ligera enganchada con tu padre, Milagros.
Ascendió las escaleras la joven con cara de susto. Conocía las refriegas de su progenitor, el hacendado Matías Cientierras, con todo aquel que osara discutirle el control del poder municipal. Si se le contradecía, cortaba rápido: “En El Parral soy yo quien pone y quita al alcalde”. Bajo el influjo de Fanjul, el político derechista conquense más carismático, Cientierras vigilaba en su pueblo el ejercicio electoral, siempre decantado a favor de los “agrarios” fanjulistas. Las consignas del órgano de prensa afín a ese partido, El Defensor de Cuenca, constituían la única doctrina de este cacique, defensor a ultranza del ideario de religión, orden, trabajo y propiedad. Esa tarde amenazó a César al criticar éste en voz alta la carta publicada en ese medio, en la que Fanjul animaba a las masas a que se organizasen para salvar a España y servir como “fuerzas de choque”. Lamparilla valoró algo ácido que hubiera utilizado un lenguaje ciertamente belicoso, que denotaba el escaso talante democrático del líder agrario. Y esto desempolvó la caja de los truenos. “A ti, so listo, te voy a ahorcar. ¡Liberal de mierda!”, gritó el terrateniente al perito, que estuvo muy templado y le respondió que él no era ningún radical: “Allá cada cual con sus ideas”, cerró expedito la pelotera. Sin embargo, simultáneamente recordó en el silencio de su cacumen un refrán elocuente y que ni pintado: “Las ofensas del necio se pagan con el desprecio”.
En segundos le desapareció a Milagros la sacudida que llevaba encima. Miró a un lado y otro de la sala, en la que se hallaban cinco personas. Al fondo, dos ancianos fumaban y jugaban en silencio a las damas; más acá, una pareja de novios hablaba sin importarle lo que sucediera a su alrededor, y en un lado de la entrada, junto a la mesilla dónde Vítor acumulaba una montonera de periódicos y revistas, leía César Vela La Opinión, el diario republicano de la capital conquense. Sentado en un cómodo sillón, le envolvía una humareda de tabaco emanada de su pipa. El penetrante aroma acrecentaba las facciones aplacadas y distendidas del lector, que acogió a la muchacha con un cariñoso piropo:
-¡Olé, Milagros! Mujer bonita, siempre jovencita. Ven aquí, que estás en deuda conmigo, por el inflado de tu padre.
-Subía con miedo. Pensaba que habíais llegado a las manos.
-¿Cuántas veces te tengo dicho que yo no me pego por política? Ni por política, ni por religión, ni por mujeres… Por mujeres sí, miento, porque por la mía fijo que lo hago. No aguantaría llevar cuernos.
Nacido con el siglo, los treinta y cinco años de Lamparilla motivaban su efervescencia sexual, satisfecha plenamente por Ana María, su esposa, varios años más joven que él. Era la mujer que siempre tuvo por arquetipo. Alegre, afectuosa, sensible, con una cultura alta para lo que se estilaba en sus congéneres, la había conocido en Madrid, durante el tiempo en que ella estudiaba Magisterio. En un rapto de alegría le dijo: “Tú te vienes a El Parral, mi pueblo, porque serás la madre ideal para nuestros hijos”. Y en su iglesia se casaron, hacía cinco años. Durante este tiempo Perla, como se apodó a Ana siguiendo la inveterada costumbre de estos andurriales de aplicar un apelativo a cada hijo de vecino, fue ganándose la confianza y el respeto de los más cercanos por su campechanía y benevolencia.
A los pocos minutos dispuso Vítor una mesa para que se pudieran sentar los cinco amigos con César. Presentado a Samuel, aprovechó la tesitura para exteriorizar el núcleo central de sus ideas:
-La educación es la labor principal de la República. Y mientras no se monte bien, no iremos a ninguna parte. Sucederá lo que hoy me ha ocurrido con tu padre, Milagros. Menos mal que conmigo no puede. Yo no estoy por la hoz ni el martillo. En 1931 España se dividió en dos bloques antagónicos. Ahora parece que sólo hay una España oscura frente a una democracia moderna. La verdad es que me produce desasosiego ver a media España, millones de españoles, dispuesta a luchar contra la otra media España, millones de españoles. No hay programa. Ni se plantea una reforma agraria seria ni se aborda el tema religioso. Cada bando es fiel a sus padres y a sus abuelos, a su respectivo concepto de orden. Y de ahí no los muevas.
Sin pensarlo, Teresa, en la misma línea, afirmó:
-Mi padre habla muy mal de la gestión las derechas desde que se hicieron con el poder al final de la revolución de octubre de 1934.
Tampoco vaciló Milagros, que mantenía una visión antagónica:
-Ha sido un vuelco espectacular, lleno de aciertos administrativos. O, al menos, así sostiene mi hermano Juan.
-¡Juan, Juan…! No me gusta que ande asomándose por los balcones de la Falange –recriminó César.
Samuel se apercibió del sentimiento de afecto que demostraba aquel hombre por los hijos de Matías. Andando el tiempo comprobaría que César, pese a las diferencias con el autócrata, nunca podría apartar de sí el agradecimiento por haber ayudado a su pobre madre viuda a pagarle los estudios iniciales. En momentos duros para esta mujer, la colocó de sirvienta en su casa, en la que Lamparilla comió muchos días y ganó sus primeros cuartos dando clases de repaso a Juan. Por este motivo, mantenía con éste una relación de amparo, en la línea que el maestro guarda siempre con sus discípulos. Ese mismo verano la había recriminado varias veces: “Te equivocas, Juan. ¿Dónde va un despejado alumno de tercero de Derecho con los fascistas esos de la Falange?”. Primero contra Azaña, alegó el estudiante, que consideraba al hábil jurista y parlamentario “cómplice y autor de la rebelión catalana del 6 de octubre anterior”.
-Llevan mis oídos casi dos horas recibiendo los embates de la peligrosa conflictividad sociológica en la que se desenvuelve España –habló Samuel en un tono que demostraba preocupación.
-Tú lo has dicho –rubricó César-, los movimientos sociales de estos años son en este país de crisis y conflictividad. En la Segunda República cuanto se mueve tiene una base política y pasional, con el fin de derrumbar la anacrónica y opresiva estructura social española.
Dicho esto, agotó Lamparilla el vaso de whisky, farfulló una cuantas sentencias en un idioma mix de su propio fruto, y cuando le pareció que el talento empezaba a menguar por efecto del alcohol, incorporó su robusto cuerpo y se despidió de los jóvenes:
-¡Mecagüen…! Qué malo es el alcohol. En cuanto te pasas, vas al corral…, al mingitorio ocasional. He tenido mucho gusto, Samuel. Ya nos veremos.
-Seguro, eso espero –contestó el aludido.
El regreso a los Baños no se hizo esperar. A la media hora estaba Juan de Lucas con el coche dispuesto en la puerta del salón de Vítor para recorrer la estrecha, pedregosa y enmarañada carretera que separaba el pueblo del balneario. Le acompañaba un pastor, Adolfo Canillas, que estaba recibiendo tratamiento de Don Galo. Tan humilde en el atavío como parco en la expresión, a lo largo del viaje no abrió la boca.
Samuel se sentó en la parte delantera del espacioso vehículo y tuvo tiempo de realizar un atisbo del mundo de los ultrarreligiosos judíos, para satisfacer la curiosidad del profesor.
-Los hasidim esperan el advenimiento del mesías con la misma convicción que un madrileño puede esperar la llegada del tren. Los ultraortodoxos creen que cualquier modificación en sus vidas, por insignificante que sea, retrasará la llegada del redentor. Por ello se empeñan en preservar un retablo decimonónico que incluye, como signo más visible, la vestimenta que utilizaban los polacos de la antigüedad: gorros de piel, gabanes negros y calcetines hasta las rodillas. Son muy estrictos en lo que refiere a la pureza de los alimentos. No se fían de ningún producto que no lleve la etiqueta del Supremo Consejo Rabínico. Al brillar las primeras estrellas comienzan los ritos que inauguran el Shabat. La esposa enciende unos cirios mientras el marido parte una trenza de pan con las manos y distribuye los mendrugos entre su casi siempre numerosa prole. A partir de este momento está prohibido cualquier acto que contradiga las leyes de la naturaleza. La lista es interminable: prohibido encender la luz, hablar por teléfono, viajar en un vehículo de tracción animal o mecánica e incluso separar las latas de conservas que vienen envasadas. Un ultraortodoxo se pasa todo el santo día rezando, que es lo que hace también durante los días laborables.
-Las comunidades sefarditas sois distintas, ¿no?
Reaccionó el joven con simpatía y sonrió.
-No le quepa la menor duda.
Las cercanas luces de los Baños de Valdeganga impusieron a continuación una tasada referencia a un par de anécdotas baladíes, con alguna chispa humorística, ocurridas en el lugar desde que se abrió la temporada del balneario. Entrados en el jardín principal, un combusto espasmo del pastor cortó la conversación.
-Ya hemos llegado Adolfo, tranquilo. Vamos directos a que te vea Don Galo.
Y ya no dio más de sí esta inesperada y cautivadora jornada para El artista, que cenó inmediatamente junto a su familia y con las mismas se acostó.
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