El presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha pedido hoy a los empresarios catalanes que no tengan miedo ni se dejen "impresionar" por las voces que alertan de las consecuencias que tendría para Cataluña una eventual independencia.
Mas ha participado esta noche en la cena de Pimec Jóvenes Empresarios, a la que han asistido unas 200 personas, a quienes Mas ha querido dejar claro que "no hay razón para tener miedo" del proceso independentista que piensa liderar en la próxima legislatura si sale vencedor de los comicios del próximo 25 de noviembre, pese a las "dudas e inquietudes" que ello pueda generar, especialmente en el mundo económico.
El presidente de la Generalitat ha señalado, en ese sentido, que "normalmente estos procesos salen bien" si el país que lo impulsa cuenta con el apoyo y la implicación de la mayoría de la sociedad y se hace de una forma "serena y pacífica".
Tanto la forma de expresión como su contenido, son un capítulo más de los ámbitos de identidad catalanes que, contando con la subvención del Ministerio de Cultura –a partir de un concurso público estatal-, estipulé en la completa investigación sobre Los referentes étnicos de la sociedad española quince años atrás. Se afirmaba en esta obra que la frecuencia de mordaces intercambios acerca de la relación entre Cataluña y el resto de España es un dato que llama poderosamente la atención incluso a los mejores expertos en temas de vinculaciones consensuadas en los territorios con poblaciones mixtas. Aludía con fundado sentido el historiador Gabriel Jackson a la larga lista de agravios utilizados para alimentar esta polémica: los términos nacionalidad, autonomía y autodeterminación; el uso del idioma catalán en instituciones públicas; los métodos de recaudación de impuestos y de reparto de beneficios; el protocolo para las visitas de personalidades extranjeras y en importantes acontecimientos culturales o deportivos; las insinuaciones (a veces, como destacó Jackson, bastante imaginativas, pero en las que, no obstante, se cree con firmeza) relativas a los motivos a los que obedecen los ministros del Gobierno español y los consejeros de la Generalitat, etcétera.
Las indagaciones practicadas verifican que, con la excepción de algunos momentos de fantasía revolucionaria generalizada (1916-1919) y de los padecimientos de la guerra civil (1936-1939), los líderes políticos y la opinión pública catalana han sido mayoritariamente más partidarios de la autonomía que de la independencia. Así, hasta el desarrollo de los quehaceres del denominado tripartit (Gobierno tripartito catalán, compuesto por el PSC, ERC e ICV con el confesado propósito de promover el cambio político en Catalunya) en dos mandatos, presididos por los socialistas Pasqual Maragall y José Montilla, y desarrollados entre diciembre de 2003 y diciembre de 2010. La positiva impresión inicial que el tripartito generó entre los ciudadanos de Catalunya, fue empeorando con el transcurso del tiempo, hasta adquirir, al término del segundo mandato, un tinte ostensiblemente negativo. Los enfrentamientos internos, las contradicciones e incoherencias que trascendían a la opinión pública, las llamativas meteduras de pata, los escándalos públicos, los negativos mensajes emitidos a los agentes económicos, las frustraciones acumuladas y los desaciertos en la gestión, hicieron que, poco a poco, el desencanto fuera apoderándose de los catalanes y que la valoración social del Gobierno fuera perdiendo enteros a pasos agigantados.
El legado del tripartito catalán tras su salida del poder no podía se más nefasto, pero Artur Mas ha conseguido la proeza de empeorarlo en tan sólo un año y medio. Desde que tomó posesión a finales de diciembre de 2010, el gobierno presidido por Mas no sólo no ha sido incapaz de reducir el endeudamiento monstruoso que acumulaba su región, sino que lo ha aumentado en nada menos que en 8.000 millones de euros pasando de los 34.000 millones que dejó en herencia el inefable Montilla a los 42.000 de la actualidad. Además de ser responsable de la tercera parte de toda la deuda autonómica, Cataluña padece en estos momentos un nivel de endeudamiento público que se sitúa en el 21% de su PIB, de nuevo el más alto de todas las regiones españolas y, por ejemplo, dos veces y media mayor que el de la Comunidad de Madrid, que con un 8,7% está cinco puntos por debajo de la media española a pesar de su importancia económica en el contexto nacional.
El colosal incremento de la deuda se debió, en buena parte, al modelo de financiación institucional vigente en Catalunya, que detrae anualmente un porcentaje del PIB que nunca regresa a la comunidad, en forma de inversiones. Pero los catalanes más críticos con la gestión del tripartito acostumbran a señalar, también, otras causas adicionales. Recuerdan además que, aun cuando la presión fiscal subió, la recaudación bajó. Y como no se pudo o no se quiso contener el gasto público -antes al contrario, las formaciones del tripartito se enfrentaron, desde el principio, en una loca carrera demagógica, en la que intentaban demostrar cuál de ellas era más progresista y más creativa a la hora diseñar iniciativas públicas originales y socialmente avanzadas- el déficit se hizo estructural y las finanzas públicas se tornaron rigurosamente incontrolables.
Bajo estas sombras se llega al 11 de septiembre de 2012, momento en el que Mas y su Gobierno, junto al nacionalismo catalán agrupado entre sus reiterados mitos y acallado de responsabilidades próximas, pretende, como ha hecho a menudo durante la historia de los dos últimos siglos, que el resto de España corra con los gastos de su penosa gestión, a cuyo fin recurren al catálogo habitual de victimismo y gestos desdeñosos al que sus dirigentes nos tienen ya demasiado acostumbrados.
Pero lo de Artur Mas llamando a la rebelión del resto de comunidades autónomas contra las medidas de ajuste de Rajoy, haciéndolas cómplices de sus desvaríos, es un despropósito político excesivo y peligroso, a pesar de su conocida dimensión eminentemente torrencial. Artur Mas no puede dar lecciones a nadie, tampoco en materia económica. Ni siquiera el resto de las comunidades autónomas, también grandes derrochadoras de la riqueza nacional, aunque lejos de los niveles a los que el nacionalismo catalán ha llevado su capacidad de despilfarro.
El dirigente nacionalista Artur Mas, entre engaños y trasposiciones electorales, al pedir a los empresarios que no se dejen impresionar por las voces contrarias al soberanismo ha finalizado su intervención recordando que Cataluña tiene todo lo necesario para ser un Estado independiente, como es un territorio definido, una población cohesionada, una economía perfectamente homologable a las europeas y una cultura y lengua propias. "Tenemos todo lo que tiene cualquier otro para poder defenderse en este mundo", ha concluido.
Resulta cierto que en la pequeña y mediana empresa catalana hay una mayoría que cree que Cataluña debe erigirse en un Estado propio. El 66,8% es partidario de esa fórmula y el 12,1% prefiere mantener la actual de comunidad autónoma. El resto, el 21,1%, apuesta por un Estado federal. Son las principales conclusiones de una encuesta realizada por la patronal Pimec entre sus asociados, contestada por 2.224 empresas (de 19.000 asociados) entre el 23 y el 24 de octubre.
Los resultados van en la línea con el sondeo realizado por la patronal vallesana Cecot y en contra de las tesis defendidas por algunos grandes empresarios, el más contundente de los cuales ha sido el presidente del grupo Planeta, José Manuel Lara, que advirtió de que su grupo quizás tendría que deslocalizar su sede de Barcelona ante una supuesta independencia.
La necesidad de mejorar el sistema de financiación obtiene resultados más contundentes (un 97,5%), así como la recaudación de los impuestos que se pagan en Cataluña (92,2%). Y un 81,5% cree que una Cataluña independiente sería "económicamente viable".
En esta tesitura, resulta difícil discutir a Ignacio Sotelo cuando señaló que España lleva siglos arrastrando el problema catalán. Es una cuestión que existe desde la unión personal de los dos reinos. Hemos podido ver como el "problema", a modo de embrión, permanece latente largos períodos y en otros salta a la superficie con mayor o menor vigor. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, elaborado al compás del sentimiento de superioridad de pertenecer a un país que se industrializaba en una España que permanecía atrasada, llevó a los catalanes a no resignarse a la inferioridad política y a la dependencia cultural de la España castellana o castellanizada, y es formulado como el de "una nación a la búsqueda de un Estado propio".
En términos llanamente politológicos, ante esta última formulación, el discurso de Ignacio Sotelo divisa tres repuestas: la primera, negar que Cataluña sea una "nación" y aplicar este concepto sólo a la "española"; la segunda, reconocer la existencia de una "nación catalana" y, consecuentemente, aspirar a constituir un Estado propio e independiente; la tercera, admitir que Cataluña constituye una "nación", pero, en vez de concluir la independencia como única salida, subrayar las muy distintas formas de integración política practicables en sociedades plurinacionales. La unificación política de Europa es un proyecto que impulsa y ratifica esta tercera vía.
Un planteamiento adecuado de la significación del nacionalismo español, según confirman los análisis de Andrés de Blas, implica también rescatar los conceptos de España y del Estado español de la manipulación interesada que de los mismos han perpetrado el pensamiento político catalán y su historiografía. Suscribo las tesis plasmadas por este catedrático en Tradición republicana y nacionalismo español: la afirmación de la personalidad histórica y cultural, nacional en suma, de Cataluña no puede hacerse a costa de la denuncia de la artificiosidad de España. Es necesario que el nacionalismo español acepte su coexistencia con otros sentimientos de lealtad territorial; pero, como igualmente ha exhibido Juan José Solozábal, la acomodación entre los nacionalismos españoles sólo será posible si los nacionalismos periféricos aceptan la legitimidad del nacionalismo español. Andrés de Blas ha puesto en evidencia esa actitud reductora del catalanismo que parte de una insuficiente comprensión del propio sentimiento nacional, y que ignora que la generación de este tipo de lealtad puede resultar no sólo de vínculos exclusivamente territoriales, sino de procesos primordialmente políticos. Lo cual ha llevado a este movimiento a una visión esquemáticamente dualista y equivocada de nuestra reciente historia en la que una periferia dinámica se encontraría lastrada por la España interior, asistida por el disfrute en su beneficio del artefacto estatal; incurriendo, asimismo, en manipulaciones historiográficas graves como ha ocurrido con el federalismo de Pi y Margall o la distorsión del significado de Lerroux.
Diga lo que diga la Constitución vigente (artículo 2), la solución "legal" del problema no evita que una buena parte de los catalanes considere que Cataluña reúne todos los requisitos históricos, territoriales, culturales y lingüísticos para constituir una "nación". A Cataluña, con carácter previo, el artículo primero del texto constitucional -no puede negarse que se hizo para mantener la transición pacífica hacia la democracia diseñada- le impuso la soberanía (que reside en el "pueblo español", no habiendo más "nación" que la "española") y la forma política del Estado (la Monarquía parlamentaria). Pero estrictamente el concepto de "nación" se le puede aplicar a Cataluña, porque para ello, controversias doctrinales aparte, y por mucho que digan el resto de los españoles, basta sólo que los catalanes así lo quieran. Aquí está el nudo gordiano del asunto, al ignorarse la proporción exacta de catalanes que considera a Cataluña una "nación". Se han sacado conclusiones desde la vertiente de la sociología electoral y los programas de los partidos votados, pero sus datos resultan poco extrapolables para este último fin (basta sólo tener en cuenta el alto "nivel de abstención" que presentan algunos procesos electorales, entre ellos los autonómicos). Y los hechos confirman que Cataluña es una "nación" escindida, cultural, lingüística y políticamente. De un modo similar al que le sucede a España, ella también es una sociedad pluricultural y plurinacional.
Cataluña es en la actualidad uno de los mejores ejemplos europeos de sociedad pluricultural. Cuando el bilingüismo es el destino asumido de cada vez más ciudadanos europeos, si consigue, al fin, descubrirse tal como es, y no como quieren que sea sus varias orientaciones nacionalistas, podría caer en la cuenta de que, lejos ya de construcciones decimonónicas, las miras no deben ponerse en la "excepción" o en la "diferencia", y sí en el modelo pluricultural de la Europa en ciernes. Sin embargo, y esto es una reflexión que no deben pasar por alto los postores de la fórmula independentista de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), empeñado en crear su nuevo "estado nacional", las nuevas formas federalistas dentro de la Comunidad Europea son todavía diseños futuros que, vuelve a repetirse, podrían desvanecerse. Esta es una solución al "problema catalán" que está todavía en el alero, y, por ende, lo mantiene subsistente.
El resto de España debe tener presente que en Cataluña está abierto un debate permanente: la polémica sobre si un catalán lo es por nacimiento o debe ejercer. Hay un profundo ensimismamiento catalán que no es, aunque muchos lo crean, un fenómeno derivado del carisma de Jordi Pujol y Artur Mas, su lugarteniente, antes bien, la tendencia política que ambos lideran hunde sus raíces en la historia. Y, paralelamente, este envanecimiento es el que deben corregir los catalanes de hoy, si quieren ser admitidos sin reticencias por los otros españoles. Al fin de cuentas, la coyuntura histórica es en el presente antónima de la transcurrida en los siglos XVIII y XIX, e igualmente de la vivida durante el franquismo. Así pues, el discurso político catalán está necesariamente obligado a archivar esa cansina afirmación de "la ofensiva anticatalana generada en Madrid". Ésta no es más que una manifestación de lo que algunos han denominado "síndrome de Galinsoga", un conjunto de síntomas que afectan a una parte del nacionalismo catalán y a algunas de sus terminales informativas.
Ahora se traduce en la resistencia a admitir cualquier crítica que afecte a los gobernantes de Cataluña, en la identificación espuria de unas personas concretas como encarnación de Cataluña, en la satanización de cualquier voz discrepante (¡qué horror!, puedo decir con fundamento, al haberla padecido en propia persona), que será tachada sistemáticamente de "mesetaria" y "jacobina", y en la exigencia de una especie de estado de gracia mediático para los gobernantes catalanes. En cualquier estudio sociológico esto es imposible, porque la crítica forma parte intrínseca de su condición científica. En la hora actual ese síndrome es un arcaísmo, una hinchazón mental de un nacionalismo uniformista al que le cuesta entender algo tan sencillo como que Mas no es Cataluña, su política no goza de intangibilidad y su partido no es el Estado, y por descontado no es el Estado catalán. Cuando se critica a Artur Mas no se está haciendo anticatalanismo. ¿Quién es él para convertirse en la encarnación de todo un pueblo, de todo un territorio, de toda una lengua y de toda una cultura? No hablo ya de toda una sociedad, la catalana, porque ésta supera en su expresión la lógica nacionalista y se manifiesta en un pluralismo, tan diversificado, que encorsetarlo con los razonamientos de esta ideología sería reducirlo a una mínima expresión. Mal estará Cataluña cuando una sola persona y un solo partido tengan la patente de la catalanidad.
Juan Andrés Buedo
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Publicado por: Finding | 16/12/2012 en 07:14 p.m.