Rodríguez Zapatero, el gobernante más gazmoño, hipócrita y timorato de España desde Fernando VII, y, por supuesto, el presidente más inconsistente de toda la Historia de la Democracia de este país, ha humillado hasta extremos insoportables a los españoles, al haber cedido al chantaje del asesino De Juana. Ha perdido cualquier ápice de dignidad política, si es que alguna vez la tuvo. Esta es la patética imagen de alguien que nunca más podrá mirar a la cara a ningún español de bien.
La decisión del ministro del Interior, ese lúgubre Pérez Rubalcaba que asumió personalmente la responsabilidad de la decisión, jamás podrá hacernos olvidar a los ciudadanos honorables de este país la indecencia con la que ha obrado el Gobierno español (mal)comandado por ese estrecho presidente, al que ahora ya no le sirve como apócope diminuto de su escueta personalidad ni la mínima denominación de “zp”.
El Estado español se ha subordinado, con la excarcelación de ese homicida y ejecutor convencido de las vilezas terroristas, a los propósitos de un mendaz asesino, que, cumplido su objetivo, decidió ayer mismo abandonar la huelga de hambre que utilizó como instrumento de presión.
Esa injusta medida jamás podrá ser vista con el cinismo patrañero e ilusionista con el que esa pandilla de perversos y degradados políticos quieren presentarla: asentándola en unos utópicos principios humanitarios, expresivos de la legalidad vigente. ¡Jamás! ¡Esto es falso! Una mentira al pueblo que, espero, éste sepa juzgar como merece la injusticia cometida.
Ya puede ir plegando velas Zapatero. La iniquidad de éste y su fulero ministro demuestran que todo ha sido una pantomima burlesca del asesino y de su gente (¡y que encima ZP vaya hablando bien de Otegi!, ¡qué vergüenza!), montada para doblegar al Estado. Así lo demuestra la decisión del etarra de volver a comer nada más llegar al País Vasco, hecho éste que debería llevar al Ministerio de Interior a revocar la concesión del segundo grado. Los argumentos que ahora mismo avalan la petición de anular el acto de Rubalcaba se fundamentan en que ha desaparecido la causa que ponía en riesgo la vida del preso. Además, aun cuando lo mantuviera en dicho grado, reingresarlo a prisión, porque el segundo grado se corresponde con el régimen penitenciario ordinario, no con un cumplimiento de la condena en la casa del preso.
Siempre quedará escrito para la historia que el gobierno que ha mandado a casa a este asesino sin cumplir condena, y sin que se den ninguno de los supuestos del código penal para conceder el segundo grado penitenciario, es un gobierno que ha mentido, y, por si esto fuera poco –que no lo es, ya que, antes bien, es algo gravísimo-, sus rectores no han tenido la decencia de usar su prerrogativa de indulto para, al menos, asumir todo el costo -y las supuestas ventajas- de su acto «humanitario». De haber echado mano de esa facultad, por lo menos, no hubieran contaminado a otras instituciones del Estado, ni habrían sembrado la confusión en la hastiada ciudadanía.
Ciertamente, si De Juana regresa a su domicilio, y no a la cárcel, después de haber estado en ella solo dieciocho años por matar terroristamente a veinticinco personas, y este gobierno le permite que se pasee por las calles, sin restringir sus andares al patio de la prisión, la ofensa a las víctimas del terrorismo habrá alcanzado una cota insospechada. La puñalada de, por, para y entre la justicia provocará, a causa de esta pusilánime osadía, una crispación social de consecuencias cuyo pronóstico es sumamente grave, que, ni aún en el supuesto de que culminara con la disolución –más que improbable- de ETA por medio de la negociación del gobierno zapateril con esta organización terrorista, quedará cortada en la moral de este Estado, cuyo prontuario de la izquierda más servil e infame ha valido para convertir a De Juana en ese héroe de la “izquierda abertzale” casposa y desprovista de las condiciones humanas más primarias, pues, en defensa de sus inarticulados principios, son capaces de atentar contra el precepto civil más respetable: el derecho a la vida de las personas.
Juan Andrés Buedo
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