No sirvieron de nada los múltiples consejos que me dieron las personas más allegadas. Regina era una parte esencial de mi ser y, aun a riesgo de poner en peligro la recuperación a la que estaba sometido, decidí acudir a su entierro en Setcases, su lugar de nacimiento, uno de los más pintorescos del Pirineo.
Ramón Bochaca y Kati, que viajaban a mi lado, además de Raquel, en el primer coche que seguía al portador del féretro de la tita, habían cuidado todos los detalles derivados de este tipo de ceremonias. En el sanatorio, antes de la partida, tuve que saludar a un gentío plural y multifacético, entre el que eché a faltar a mi hermana Montse y a los suyos. "¿Será posible?", reflexioné. "Están avisados", comentó Ramón a una de mis indagaciones. Por no faltar, no lo habían hecho ni Eloísa, la esposa de Lluís Cava, ni tampoco los padres de Ramón.
Aquella larga caravana fue ascendiendo, en medio de mi incredulidad, hacia la Vall de Camprodon. Ninguno de los acompañantes de mi automóvil efectuaba manifestación alguna. Conocían de sobra el fuerte dolor que me embargaba. De la difunta no esperaba ya nada y, pasado Ripoll, me dispuse a aceptar que se produjeran ciertos cambios, derivados de su recién terminada existencia. ¡Qué dura experiencia! Estaba poniéndome, en cierto modo, en presencia de la muerte. Sin embargo, esta traza no era suficientemente directa y escabrosa, pues la muerte aparecía como velada por los esfuerzos realizados por los sobrevivientes, que componían el conjunto de la caravana, con el fin de mantener una parte del mundo de Regina y con objeto de sostener ésta en la memoria. Todo ello a pesar de saber que también en el recuerdo iría a producirse, en el curso del tiempo, el movimiento conductor de la congoja a la resignación, y del recuerdo vívido a la omisión, cuando no al puro olvido.
Atravesamos Camprodon y, sin detenernos, tomamos la carretera paralela al río Ter. Varios kilómetros más adelante, en el núcleo de Llanars, puse la mirada en la iglesia románica de Sant Esteve, cuyas dos únicas visitas que a ella tenía realizadas lo fueron junto a Regina. Abandonamos varios kilómetros después la solana, entrando en un valle cada vez más cerrado, y tras cruzar una zona de bosques de pinos, hayas y robles, apareció por fin Setcases, a los pies del Pic de l'Infern y del Puig del Gegant. El pueblo mostraba unas sólidas casas de piedra perfectamente restauradas, que rodeaban la iglesia de Sant Miquel, con un bello altar barroco, en el cual se iban a realizar los oficios religiosos.
En la entrada del templo se congregaban, esperando nuestra llegada, muchas personas. Una parte de mi tensión se deshizo el bajar del automóvil y ver, por fin, a Montse, su marido y a sus dos hijos, que aguardaban la presencia de la caja mortuoria. No me afectó que ninguno de ellos hiciera ademán de saludarme. Me bastaba su mera asistencia a las honras fúnebres.
Quebró la monotonía de la misa, oficiada por el cura de la localidad y mosén Guasch, el confesor de Regina, la lectura por éste de varios párrafos del libro IV de las Confesiones de San Agustín. El sacerdote puntualizó su mensaje: "Sólo cuando Dios se haga presente, y el corazón humano se haga límpido ante él, podrá el morir de un ser próximo adquirir su verdadero sentido allende la pena y la congoja, que son en el fondo expresión del egoísmo. Entonces, además, los hombres podrán ser amados no sólo particularmente, sino también, y sobre todo, humanamente... Esta es la gran enseñanza que San Agustín nos ofrece de la muerte ajena. Así, el morir humano es algo absolutamente personal, y algo enteramente universal. Palabra de Dios..."
Intenté eclipsar mi anonadamiento una vez que el cadáver de Regina fue depositado en su tumba. A la salida del cementerio, mientras los familiares y allegados recibíamos el pésame postrero, tuve el impulso de huir hacia el circo de origen glaciar sobre el que se asentaba la estación de esquí Vallter-2000. Un indefinido hilo de misantropía me atraía en aquella dirección. Tal era el enorme y sobrecogedor vacío que había causado en mí su muerte. Ese filamento lo cortó de plano Teresa Vimbodí, que no debió observar un aspecto exterior de mi cuerpo tranquilizador y nos acució para el regreso a Arenys.
Mis sentimientos y mis gestos fueron los días siguientes peculiares e irreemplazables, tanto como la persona desaparecida. Cambió lentamente el tipo de dolor, los ojos acabaron perdiendo su humedad, hasta los labios dejaron de estar sellados, anhelosos de diferentes diálogos que reorientaran la separación de Regina. El abatimiento fue cediendo y una forzada firmeza empezó a consolarme, sustituyendo la persona ausente por la circunstancia que había dejado ésta.
La particular nobleza de la vida segada me proporcionó esclarecedoras lecciones. Diversos momentos del vivir se me hicieron más inteligibles, de suerte que quedaron como impregnados con la nitidez de un mediodía insospechado. Aquellos penosos días comprendí un razonamiento alternativo hecho por el filósofo José Ferrater Mora a la discutida oposición entre Sartre y Heidegger, dos modos iluminadores por igual de analizar filosóficamente la muerte. "La muerte no da todo su sentido a la vida, como podría desprenderse de Heidegger. Pero ni quita todo sentido a la vida, como sugiere Sartre. -Había explicado Ferrater, que sentenció-: La muerte misma carece de sentido y, sin embargo, otorga sentido a la vida. La muerte es, en gran medida, un 'puro hecho', enteramente contingente y totalmente fuera de mi alcance y de mi poder y, sin embargo, sin ella mi vida no podría manifestar 'contenidos'... distintos de los que constituyen el 'proceso' del vivir puro y simple". En efecto, mis pensamientos se vieron acuciados por las últimas conversaciones mantenidas con Regina alrededor de la temática de la religión. Sus lecturas unidireccionales y los comentarios permanentes en torno a esta materia, fueron siempre una parte importante de nuestras charlas.
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