Un hecho imprevisto provocó un brusco viraje en mi moral. En vísperas de cumplirse un mes del internamiento en el sanatorio, al borde del mediodía, mientras hacíamos tiempo en el jardín para disponernos a pasar al comedor, sintió de repente Regina un tremendo dolor en ambos brazos, agudo, insoportable. A este malestar se le unió una opresión en el pecho que iba en aumento.
La vi tan indispuesta que, a voces, llamé a dos celadores que controlaban el pequeño parque. Rápidamente llevaron a la tita al servicio de urgencias. Aquí la examinó diligente el médico de guardia, que a los pocos minutos conminó a los mismos cuidadores para que la trasladaran a un examen del doctor Leonardo García.
-Los síntomas son todos de un infarto de miocardio -dijo únicamente el primer médico.
El dolor no le remitía y, con su sufrimiento, mis nervios iban creciendo. Al ver mi poco temple, el doctor García afirmó que si quería permanecer en la unidad coronaria debería tranquilizarme.
-Hay una arritmia que hace latir veloz y desordenadamente su corazón -detectó con rapidez.
Cubierta por el sudor, Regina empezó a expresar también dolores en los hombros, el cuello, la mandíbula y la espalda. El doctor, tras practicarle una coronariografía, certificó de inmediato el dictamen inicial. Constató la obstrucción total de una arteria coronaria, debido a la formación de un trombo, un coágulo.
-La falta total de riego lleva a la muerte de una parte del miocardio, o sea, de la porción muscular del corazón -me explicó llanamente-. En pocos minutos las células se deterioran inexorablemente y se produce la necrosis. Debe pasar por el quirófano y ser sometida a un by-pass. No hay otra solución.
Hubo un lapso especialmente dramático al requerir mi permiso el doctor para proceder a la intervención. "¿Quién soy yo para eso?", me pregunté. El deseo de verla sana evitó hondas deliberaciones. Di mi conformidad a la operación quirúrgica, también conocida como puente o injerto aortocoronario. "Consiste en conectar una vena desde la arteria aorta hasta la arteria coronaria, para saltar la zona dañada por el estrechamiento", me aclaró Leonardo García.
-Venga tita, ten ánimo, que cuando salgas de ahí -le dije, señalando la puerta de entrada en el quirófano- ya habrá pasado todo. ¡Te necesito, sé fuerte!
-No te preocupes, Tomás. ¿Te he fallado alguna vez?
Su fortaleza era mayor que la mía y, al oírla, con el juicio esperanzado, sonreí meloso y desacobardado. Una de las enfermeras del equipo interviniente me aconsejó que fuera a comer.
-No tengo hambre -respondí secamente.
-Por su bien, entonces, salga al jardín. La operación puede ser larga. Tome esta revista y entreténgase leyéndola.
Por inercia obedecí este mandato. La fijación de ideas en la operación de Regina se diluyó al leer las propuestas del Comité Ciudadano Anti-Sida ante el catálogo de tratamientos que debía cubrir la Seguridad Social, contenidas al final de la publicación prestada. De la información se desprendía que los responsables sanitarios seguían distinguiendo entre enfermos crónicos, por un lado, y enfermos de sida, por otro. La distinta consideración planteaba medidas diferentes. Mientras que la solución para los enfermos crónicos era la creación de hospitales para éstos, residencias asistidas o centros sociosanitarios, para los "enfermos de sida o toxicómanos" el planteamiento era que se crearan "centros adecuados". Ante este último eufemismo, el comité denunciaba la creación de una red de sidatorios donde aislar y separar a estos enfermos. Por el contrario, decía esta organización no gubernamental, la solución debía ser la misma que para todos los enfermos crónicos. "La existencia actual de casas de acogida para enfermos de sida -exponía el principal comisionado- son un remedio y un parche temporal y no deben proliferar. Las creadas hasta la fecha lo han sido por dos razones fundamentales, razones de signo negativo que conviene sean corregidas en lugar de consentidas, y que son: la escasez de plazas en hospitales para crónicos y centros asistidos y la negativa de estos centros a atender a personas con sida".
Mi subsiguiente estupor no llegó a causarlo esta actitud discriminatoria. Fue mucho peor. La alarma motivada por el requerimiento de Raquel para personarme en cuidados intensivos, se tornó en un aterramiento espantoso al ver allí a Leonardo García y al anestesista. Miré mi reloj y automáticamente temí lo peor, pues no había transcurrido aún media hora desde el inicio de la operación.
-¿Qué pasa? -pregunté intranquilo.
-Regina... Ha muerto. No hemos podido hacer nada. El origen del infarto estaba en un proceso de arterioesclerosis muy fuerte. Existía un alto endurecimiento y estrechamiento de las arterias, obstruidas por la formación de diversas placas de ateroma, compuestas por acúmulos de grasas. A esta destrucción de músculo, se le ha unido, en la fase aguda, una arritmia que ha desestabilizado las pulsaciones... Lo siento.
Súbitamente me sentí aniñado. Durante este proceso regresivo me abandoné a la protección ajena. El complejo de sensaciones, percepciones, emociones y reflexiones que experimenté las primeras horas que siguieron a la muerte de Regina perseveró en la idea de lo definitivo e irrecuperable, que me cubrió con una fuerza y una violencia inusitadas. Se desvaneció en mi ánimo la posibilidad de toda futura convivencia; y, al tiempo, como consecuencia de ello, empezó a disiparse la parte de mi vida que había consistido en la mutua participación en nuestras circunstancias. Una peculiar soledad invadió mi existencia, pasando a verme como un ilícito sobreviviente de la tita. Este retraimiento incitó a sobrecogerme ante ella y, viéndola como ejemplo posible del morir ajeno, observarme en soledad ante la muerte misma. Por momentos me pareció contemplar, con un resplandor semejante a la veloz y cegadora claridad del relámpago, que la muerte no era algo que estuviese allí, como un objeto, una contingencia distante o un suceso verosímil, sino más bien como la sustancia del propio ser.
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