Transcurrida una semana del ingreso en Santa Susana, el fuerte tratamiento al que fui sometido, a simple vista, parecía que estaba dando sus frutos. Los sudores nocturnos, los vértigos y los entumecimientos eran bastante menores. Igual sucedía con la diarrea y, si bien había perdido alrededor del diez por ciento de mi peso habitual, la sensación de continua debilidad no me acompañaba todo el tiempo.
En el sanatorio existían, junto a los médicos, varios dietistas, tres fisioterapéutas y un psicólogo. En conjunto aplicaron el sistema de la terapéuta bioenergética Anne Beeken, el cual estaba acompañado de una alimentación natural y rica, de curas y masajes que revitalizaron mi cuerpo y mi espíritu simultáneamente.
Vivir con el sida, me dijo el psicólogo, Albert Roca, era una enorme lección de "aceptación de la realidad". A este hombre, profesor titular de la Universidad Autónoma de Barcelona, se le apreciaba mucho entre los seropositivos, en especial por su generosidad. Me recordó en su manera de expresarse a Kati Sans.
-El sida representa un tiempo de aprendizaje -me repitió en varias ocasiones durante la primera sesión que tuvimos, que se había demorado, a causa de las fatigosas y largas extracciones de los pulmones, al quinto día de la estancia-. Ahora debe usted preocuparse por mejorar su salud. ¿Está enojado con el sida?
-He llegado a estarlo mucho más. Creo que me estoy
habituando a soportarlo.
-Ha de ser consciente que la rabia puede ser empleada como acicate para tratar de erradicarlo con todos los medios que disponemos. Es importante Tomás que no se enoje consigo mismo. Sea sincero, ¿cree haber contribuido a coger la enfermedad?
-Sin duda. Yo soy culpable de haberla agarrado.
-Pues a pesar de esto, no tiene que complicar sus problemas, añadiendo rabia contra sí mismo. ¿Comprendido? ¿Sabe usted inglés?
Al responderle afirmativamente, puso en el cassette que tenía sobre su mesa una cinta: The healing journey[1], del doctor Emmett Miller. Mientras la escuchaba, me sentí más a cargo de mi vida y, lo que resultaba mejor, de forma muy positiva. Acabada la cinta el señor Roca preguntó:
-¿Y bien...? ¿Cuáles son los objetivos que orientan en este preciso momento su vida?
-Vivir plenamente, con amor, esperanza y determinación.
Asintió con una sonrisa dulzona, sin levantarse, dio media vuelta al sillón y estiró el brazo para coger un ejemplar de los varios libros que guardaba en el armario próximo.
-Tenga. Léase este libro, Usted puede sanar su vida. Cuando lo haya leído se pasa por aquí.
"¡Del dicho al hecho hay largo trecho!", extraje, no obstante, de la doctrina del refranero español aquella misma tarde. Así recapacité a punto de terminar el que constituía mi primer paseo por el cautivador jardín desde que vine a este centro. Cuando Regina y yo íbamos a atravesar el seto lindante con una de las salas de reposo, al pasar junto a un banco, oí como le decía a un familiar visitante un enfermo de sida que aparentaba encontrarse en las últimas:
-Me siento caminando dentro de un sarcófago.
La cara que puse debió traslucir tal desconcierto, que Paco Faries, que así se llamaba este achacoso grave, se me dirigió conminativo:
-¡Claro que sí, señorito! Todos nos tenemos que ir. Yo estoy muriendo con armonía.
Sin separar los labios, ni detener la marcha, hice un gesto de asenso con las mejillas. El miedo que me infundió este sidoso desencadenó que, llegado a la habitación, le preguntara a Raquel:
-¿Debe de ser difícil trabajar con gente como ése?
-¿Con Paco? Ahora ya no. Está de capa caída. Pero es verdad, siempre ha sido capaz de las mayores pasiones subversivas y cotidianas. Primero fueron, según dice él mismo, el jaco (heroína) y el perico (cocaína). Luego los anticuerpos. Hoy día, el sida terminal. Por Santa Susana ha sido un continuo ir y venir. Claro que está en fase terminal. La semana que viene podría "irse", como el afirma, definitivamente... En este centro tenemos acogidos de forma permanente entre cinco y diez personas como él, en la etapa postrera. Felip, el director, nos insiste mucho al personal: "Aquí debemos ver la muerte como un paso más de la vida. Hay que usar la terapia más vieja, es decir, ternura y amor". Esto sin convertir la religión en obligatoria.
-Con religión o sin ella, ha de ser desmoralizador -dije en medio de un mar de dudas-. Sobre todo para una persona joven como tú, ¿no?
-Agradable no es -respondió tristemente Raquel-. La agonía se palpa en el aire. Cuesta habituarse a este escenario de muerte. Y lo que es peor en el sida: no disponer de la píldora o la vacuna que, como en otras enfermedades, mantengan las esperanzas de vida de los pacientes.
Desde un principio me cautivó la voz, inconfundible, de esta joven. Tenía un acento peculiar, entre zumbón y errante, que nunca desentonaba. Pronunciaba las palabras de un modo especial, con reposo, como si fuera creándolas a medida que las hablaba. Desterrado de mi persona el más mínimo impulso erótico, la finura, la pulcritud y el esmero, unidos a su belleza, hicieron que Raquel, con el paso de los días, se ganara un puesto preferencial entre las mujeres de mi vida. No es que me despertara reflejos agarrotados, ni deseos aplazados, ni tampoco sabores olvidados o desconocidos. Era toda ella, el tenerla junto a mí, la que me generaba el extraño placer de paladear la vida.
Entré de lleno a criticar la hipocresía que rodeaba al sida con el único fin de alargar la conversación. Pero no logré el objetivo. Joaquín Bassols y Rafael Grau habían venido a visitarme.
-No habéis sido muy oportunos que digamos -les espeté a la primera de cambio, tras salir de la habitación la enfermera y Regina.
-¿Rezuman amargura tus palabras? -me preguntó Rafael Grau con intranquilidad.
-De ninguna manera. Sólo que estaba en la gloria escuchando a esa chica.
Joaquín se echó a reir y dijo reconfortado:
-Es un rato maja. Demasiado buena para ti en estos momentos...
-Ya veremos la semana que viene -bromeé.
Los gerentes, que fueron dos de las múltiples personas que pasaron por el sanatorio a prestarme apoyo, convirtieron de inmediato la visita en una reunión económica ordinaria. Primero uno y luego el otro, sin interrupción, me dieron cuenta de la respectiva gestión empresarial. Supervisamos con minuciosidad los aspectos más difíciles o embarazosos. Rafael me puso a la firma varias operaciones derivadas de la obra que se estaba llevando a efecto en Túnez, que, según comentó, se desarrollaba de acuerdo con lo previsto. Sin problemas con bancos, ni autoridades. Joaquín hizo lo propio respecto a su ámbito. Le firmé asimismo un cúmulo de documentos que necesitaban inexorablemente mi firma y, por último, me habló del gran acierto que se tuvo al elegir a Dimas Portinyol. "Con él no hay nada irresoluble", sentenció.
Sentí de pronto que no podía moverme sin desencadenar unos ásperos ataques de tos. Por otra parte encontraba a faltar aire si continuaba hablando. Además estaba como un poco ido a causa de la medicación.
-No puedo más... Dejadme que duerma.
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