Bajo la reluciente primavera barcelonesa celebró la Fundaciò Roméu de Armas su ceremonia de inauguración. Aquella tarde se dieron cita en el domicilio de la Plaça Glories Catalanes más de dos centenares de personas. Había desde políticos conocidos y figurones, hasta sobresalientes y majaderos empresarios, acompañados de mujeres muy bien vestidas, a varias de las cuales sólo llegaba a honrar su evanescente atavío; pasando por profesionales de todo género y carácter: periodistas, médicos, pintores, arquitectos, profesores, artistas... En definitiva, todo el conjunto de zaragata que solía acudir a actos de esa especie. Divisaba, eso sí, un baño de ostentación que me resultaba incómodo. Regina se quedó en casa, buena conocedora de este tipo de reuniones. Por eso, desde el primer momento, me cogí del brazo de Teresa Vimbodí, para contener mis nervios y no responder con acritud a decenas de preguntas, que empezaron a formularme a pesar de haber delegado en Kati y Ramón Bochaca el fausto protocolario.
Se nos unieron pronto Merche y Antoni Busquets. La diseñadora vino a convertirse en el centro de bastantes comentarios. Unas disquisiciones, críticas o glosas que me parecieron hechas en más de una ocasión por calificados papanatas culturales. Al fin de cuentas, a la directiva de la Fundación nos valía el hermoso centro logrado, en el que ella había volcado sus mejores conocimientos de la decoración. Empezando por la fachada y continuando por el gran patio central cubierto, alrededor del cual se distribuían las distintas dependencias, ambientadas bajo el signo de la luminosidad, que, según tuvo el tacto de admitir un joven director de cine, "produce los mismos efectos visuales que un gran montaje escenográfico". Los tonos blancos en las paredes y en el mármol de los suelos acentuaban ciertamente las resplandecientes salas. Obras de artistas contemporáneos y muebles de distintas épocas permitían observar un buen gusto, que ninguno de los presentes puso en duda. Abundaban las estancias multifuncionales, dominadas por una agradable mixtura de estilos. Y para colmó me dejó un despacho espectacular, en el que, como llegué decirle cuando lo vi terminado, iba a pasar muchas horas del hacer cotidiano. Incitaba a esta determinación cada una de las piezas y pinturas, al igual que los muebles, dispuestos sobre una gran alfombra china de tono azulado, que daba exhuberancia a los dos sillones y el sofá de corte clásico.
Me causó una gran satisfacción el contemplar que sólo habían faltado a mi invitación personal seis o siete personas. Entre ellas estaban mi hermana y su marido, Nuria y Pedro, así como Eloísa. Lluís Cava también acudió. Especial alegría recibí al saludar a Victoria Llopis, a la que no veía desde varios años atrás. Un caso parecido me ocurrió con Clara Colom, que se había desplazado ex profeso desde Perpiñán, donde tenía fijada su residencia por cuestiones profesionales.
La compañía de los más allegados emitió una ráfaga de aire fresco, que evadió de mi cabeza los quebrantos originados por el VIH. El desaliento lo causaban a menudo periodistas sin escrúpulos, dedicados a publicar de forma tan irresponsable como cruel noticias en torno a supuestas curas milagrosas del sida. Lluís Cava durante la última revisión, efectuada dos semanas atrás, que confirmó la estabilidad en mi cuerpo de la enfermedad, sin avance alguno, molesto con tales actuaciones me dijo: "Los falsarios que propalan esas noticias, sean médicos o simples curanderos de baja estopa, merecen tanta condena social como los periodistas que se hacen eco de ellas".
En el momento de servir el aperitivo un ridículo grupo de estos informadores, amontonados, llenos de prisa, dándose con los codos y casi metiéndome en la boca micrófonos o grabadoras, me preguntó: "¿Qué siente al padecer sida, señor Vendrell?" Estuve al borde de enviarles a la mierda. Pero como no quería polémicas, tras mirar a Teresa, me lo pensé mejor y ni llegué a aclararles que en esos instantes sólo era portador del virus: "No gran cosa -dije algo crispado-. Trato de llevar una vida de lo más normal. Hasta me encuentro mejor que antes de invadir el VIH mi existencia, porque cometo menos gamberradas..." El más tonto de aquellos alborotadores, situado debajo de una videocámara que emitía un incómodo flujo de luz desde una antorcha artificial incorporada, realizó la pregunta más desmoralizadora: "En su batalla contra el mal, ¿cómo le resulta prepararse para la muerte?" Le miré de arriba abajo, con los labios y los puños apretados, fisgué alrededor suyo y se vio librado este canijo mentecato de una réplica concluyente por estar grabando para una emisora de televisión de amplia audiencia. La prudencia, pues, me hizo darle una contestación educada y aséptica: "Por fortuna, la muerte no avanza en el presente sobre mi cuerpo. Está todo controlado... Espero y deseo que la Fundación que hoy inauguramos pueda tenerme a su servicio muchos años".
Desde atrás se escuchó una nutrida sarta de aplausos, hacia los que se giraron inmediatamente las cámaras de televisión, los fotógrafos y los periodistas. Nunca en mi vida había sentido tanta emoción. Eran Ramón Bochaca, Kati, Lluís Cava, Victoria Llopis, Rafael Grau, Joaquín Bassols, Ana Vives... Cuando Antoni Busquets y Merche levantaron mis manos en señal de victoria los aplausos se extendieron veloces por todo el centro. Curiosamente me sentía empequeñecido. No terminaba de ver en la obra un hecho memorable. Faltaba alguien: su inductora, Chuta. La figura de ésta la vi encumbrada en medio del imparable palmoteo y no pude resistir. A borbollones fueron cayendo unas cándidas lágrimas, puras y tan inocentes como las plasmadas en las imágenes de un santo.
-Es emotivo, ¿verdad Tomás? -me preguntó Teresa, mientras me daba un beso en la mejilla.
-Mayor turbación acaba de darme tu beso... -Le dije en voz baja, sin pensarlo dos veces.
Sin saber cómo ni por qué, me vino una idea, como una luz que me llamaba desde muy lejos. ¿Y si la invitase a un largo viaje? Podría servir para conocernos mejor, revelarle las secretas pasiones que despertaba en mí desde hacía meses y llegar a amarla, si esto podía ser. De paso recobraría nuevas fuerzas, ya que el ajetreo derivado del levantamiento de la Roméu, a pesar del encomiable y esforzado trabajo realizado por toda la directiva, me había dejado algo cansado.
Renuncié a proponerle un viaje que pudiera producirnos, a ella o a mí, regustos melancólicos. Decliné así ofrecerle una visita que dejé pendiente en la época del esplendor hippie y que desde entonces no había llegado a realizar. Varios compañeros de facultad barcelonesa de Económicas me tentaron en el verano de 1968 a ir con ellos a Ceylán y la India, para unirnos a continuación con los hippies americanos, franceses e ingleses de Nepal. "Para ser dichosos -me dijo uno de los correligionarios-, hay que ir a buscar la filosofía de los muertos de hambre, de los vientres hundidos, después nos drogaremos". Mi sed de hippie, sin embargo, no era tan alta en esas fechas como para declinar unas vacaciones alternativas junto a mi novia, Ana Vives. Los que partieron, marchaban hacia la ascensión de la Verdad, que no constituía entonces un tema de interés principal para mí. Aquellos compañeros, por el contrario, sí necesitaban encontrar el origen del Ser y conquistar la inteligencia natural, combatiendo la ignorancia impuesta por los condicionantes sociales del Haber.
El Noble Sendero Octuple de Buda, de vida recta, pensada rectamente, palabra recta, actuación recta, esfuerzo recto, vigilancia recta, concentración recta, me dio la idea unos instantes más tarde, cuando ya había pasado el auge de la ceremonia de estreno de la Fundación y muchos de los invitados empezaban a despedirse.
-Teresa, creo que voy a tomarme unas cortas vacaciones. ¿Te vienes a Thailandia, a Bangkok, para ser más exactos?
La fortuna se alió conmigo. Kati, que se hallaba a nuestro lado, escuchó la propuesta y animó a Teresa:
-Di que sí, mujer. A los dos os sentará muy bien. Llevas un año diciéndome que tienes ganas de conocerlo. Mejor ocasión que ahora no vas a encontrar. Bangkok, como te dije a mi vuelta de ella, es una de las ciudades más emocionantes que puedas visitar, con su mezcla fascinante de lo antiguo y lo moderno... Al mismo tiempo -comprobé que le guiñaba un ojo con picardía-, controlas debidamente a este truhán. No conviene que se nos pierda...
Sonrió sin terminar de decidirse. ¿Qué estaría barruntando? No era propiamente desconfianza lo que transmitía el semblante de Teresa, aunque sí me pareció adivinar que las conjeturas giraban alrededor de la relación entre jóvenes y adultos. Los quince años que separaban nuestro nacimiento daban la apariencia de que algo en su interior le sometía a una prueba habitual en jóvenes menos maduras. ¿Discurrían las dudas en torno al hecho de ser la compañera de un adulto? De buena gana se lo hubiese preguntado. "Soy un adulto cuarentón, que he sido joven no hace tanto tiempo", estaba por decirle. Pero no era pertinente hacerlo. Me hubiera anticipado irresponsablemente a su contestación. De cualquier modo, era lógico que obrase como lo estaba haciendo, si no estaba enamorada y quería continuar siendo joven. En todas las generaciones sus componentes tomaron conciencia de que eran jóvenes, cuando lo fueron, gracias a la distancia y a una pizca de oposición hacia las generaciones adultas. La juventud ha sido siempre una etapa transitoria, y, como tal, los miembros de esa generación joven realizaban en su momento los ritos de entrada en el mundo adulto; dejando de ser jóvenes, se hacían hombres y mujeres. Y hablando de madurez, Teresa en todos nuestros encuentros había demostrado ser más adulta que yo. "La injusta veneración de una edad es una bobada", estuve a punto de exclamar también.
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