Las sensaciones buscadas en el momento de elegir a Ibiza como lugar de retiro espiritual y de oteo de nuevos horizontes, resquebrajosos de los negros nubarrones del sida dictaminado, llegaron a través del grato y suave navegar frente a la costa de la mayor de las islas Pitiusas. La enfermedad, convertida en tiránico demonio, intangible, espantoso y habitual, no exigió el más leve sacrificio, ni dibujó livianos antifaces de temor o desesperación. Los dos días siguientes, sin pacto previo, pero como si una ofrenda a los dioses estuviera llevando alguien a cabo, ninguna persona osó a mi lado hablar de esta desgracia, ni turbar la paz arrebozada sobre el mar.
Regina aceptó sin recelos a Chuta desde el primer instante en que se la presenté. Incluso su rictus burlón habitual, del que me había cerciorado, desde unos cuantos años atrás, a la hora de introducirle a alguna joven en el trato como "amiga", no se dio en esta ocasión.
-¿Así que tú eres Chuta? ¿Y qué haces aquí?
-Trabajo, Señora Regina -este tratamiento tan cortés agradó a la tita-. Hay que ahorrar para pagar los estudios en el invierno.
-¿Y qué estudias?
-Derecho... Espero ser una buena abogada.
Impasible contemplé, pegado al volante del coche, el análisis de la chica realizado por Regina con sana curiosidad, a través de sucesivas preguntas, repletas de gestos afables y maternales. Como las respuestas fueron todas de su agrado, constaté, al apearnos en el puerto deportivo de Santa Eulària, que a Regina le había complacido la nueva compañía.
Hacia las seis de la mañana llegamos al puerto. Nos estaban esperando ya el patrón y un marinero del yate, reservado para seis personas con tripulación. Los dos eran naturales de la isla y expertos conocedores de los parajes más bellos a recorrer. El patrón, Rubén Creus, aparentaba unos cincuenta años y si algo se distinguía en él, junto a la gruesa corpulencia, era la serenidad de su rostro. A sus órdenes, como intendente, tenía a un sobrino jovencísimo, casi adolescente, Carlos. En éste resaltó rápidamente su gran agilidad, además del puntual y exacto cumplimiento de las órdenes dadas por el hermano de su madre.
Con el Mediterráneo en calma y una lejana perspectiva en la que el crepúsculo matutino se estrechaba difusamente al mar, el acompasado timonear de Rubén y los hábiles movimientos de Carlos sobre la cubierta nos pusieron rumbo al este, con el único fin de librarnos de los bajos existentes entre la isla de Santa Eulalia y tierra.
El barco Ruycre ofrecía las comodidades imprescindibles para que el viaje se hiciera atrayente. Contaba con camarotes independientes, baños, cocina, comedor-estar, televisión, vídeo, radio e incluso aire acondicionado. La parquedad de nuestro equipaje, por otra parte, tampoco necesitaba de un espacio mayor.
Fijado el itinerario, después de navegar unas tres millas, pasamos junto a un arrecife de piedra. Rubén, que desde el principio venía realizando algunos comentarios sobre anécdotas sucedidas en varios lugares que íbamos cruzando, fue rotundo:
-Merece la pena conocerlo, si son amantes de la exploración submarina.
A mi no me desagradó la idea de practicar una inmersión. Pero Regina, con bastante más juicio, se opuso:
-No lo hagas, Tomás. Todavía es muy pronto y el agua estará algo fría.
-Pues yo porque no sé submarinismo, que si no... -afirmó Carlos-. Otras veces que hemos venido hasta aquí ha salido del mar encantada mucha gente.
-Es cierto -continuó Rubén-. Las aguas son de una limpieza excepcional y a unos quince o veinte metros de profundidad pueden observarse grandes cardúmenes de espetones, sargos, mojarras y salpas, en un fondo mixto de roca y posidonia. Ya en cotas más profundas se encuentran bandas de corbas y meros.
Desde mi observatorio en la baranda de babor escudriñaba los importantes complejos turísticos levantados con posterioridad a la primera estancia en la isla, después del distante año de prácticas hippies. La cámara de vídeo no permanecía estática en mis manos. Grababa todo cuanto se ponía por delante, entre los ajetreos cómicos de Carlos y de Chuta, o la circunspección de Rubén y el recato de Regina. De pronto aumentaron las brisas de la añoranza. No pude distraer la mirada del Cabo Roig, antesala de Cala Boix. Me entraron deseos de reflexionar sobre la precipitación de los acontecimientos que clausuraron la aventura, poco duradera, de California. Y estando bajo las raras secuelas de una afección de estatismo, Regina, con la nariz arrugada y el ceño fruncido, me preguntó:
-¿En qué piensas?
-¡Bah! Solo en los lances vividos ahí enfrente siendo joven. Cuando obré cuál sucedáneo hippie.
-¡Ja,ja,ja! -se rió placenteramente Regina-. Ya me acuerdo... El desaguisado aquél que terminó con la boda de Pedro con Nuria.
No pude seguir con los pensamientos erráticos, porque Chuta se sentó a mi lado y acabó por preguntar:
-¿Fuiste hippie?
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