
XL SEMANAL
El profesor Fernando Casas ha abierto al debate público un terma polémico y muy necesitado de ser divulgado, cortando en seco la información solapada que, lamentablemente, tanto abunda en las tierras de Cuenca: la comisión de desmanes por los actores políticos en perjuicio de la ciudadanía. Un problema grave que entra de lleno en las zonas de estudio de la neuropolítica.
Todos sabemos que la democracia es un modelo de organización social en el que la sociedad elige libremente a sus gobernantes. Los individuos, aparentemente, somos libres para apoyar a quienes queramos, y con nuestro voto decidimos las líneas de actuación de nuestros dirigentes, el futuro de nuestro país y nuestro papel en el mundo. Sin embargo, los seres humanos no somos tan libres ni estamos tan preparados para elegir a nuestros gobernantes como creemos. Se ha demostrado que la mayoría de los procesos por los que apoyamos a unos candidatos y rechazamos a otros son predominantemente emocionales e inconscientes. Esto nos predispone a que seamos influenciados, empujados y manipulados para que apoyemos a partidos políticos que poco tienen que ofrecernos. Las campañas políticas no las gana el que más tiene que ofrecer al pueblo, sino el que más puede manipularle. El 28-M y su cónclave de resultados en el territorio conquense así lo constató.
La neuropolítica se encarga de estudiar cómo los seres humanos tomamos las decisiones políticas, cómo funcionan nuestros cerebros cada vez que nos enfrentamos a una campaña de estas características, pero también nos sirve a los ciudadanos para que podamos elegir de un modo más racional a nuestros líderes, para ser menos manipulables y más libres cuando queramos dar nuestro apoyo a nuestros políticos. Pero todos los descubrimientos y avances científicos también pueden ser utilizados de una forma negativa. Si la energía nuclear mal enfocada puede culminar en el desarrollo de las bombas atómicas, el avance de la neuropolítica y la neuroeconomía también pueden ayudar a los políticos a manipularnos, a favorecerlos para transmitir mensajes sin sentido y engañar a la ciudadanía en pos de sus intereses personales.
Los proyectos cívicos, como la medición del grado de cumplimiento de las promesas electorales, son el resultado de lo que podríamos llamar la buena desafección ciudadana. Me refiero a la reacción social tras la crisis que no ha desembocado en la alienación política sino, por el contrario, en una mayor exigencia a los Gobiernos y en un fortalecimiento de los mecanismos de control político. El vínculo con el sistema político se mantiene, puesto que solo estamos dispuestos a fiscalizar con mayor energía aquello que valoramos y queremos preservar. Esta reacción contrasta con el desapego que caracteriza la mala desafección política.
La mala desafección política no nace sólo del giro en las promesas electorales, sino también de una fractura más honda en la representación política: la percepción de que las promesas, en sí mismas, se han escrito sin tener en cuenta lo que quiere la ciudadanía. No se trata de un problema incumplimiento, pues en muchas ocasiones los políticos hicieron lo que decían. Se trata de que cumplieron, sí, pero con lo que otros les exigían. Los hechos denunciados por el doctor Casas respecto a -como dice- la manera singular de hacer política en lo que atañe la estación del AVE y el Hospital universitario de Cuenca, incurren en graves consecuencias políticas, deducidas de un potencial fraude de ley "cometido con absoluta impunidad y menospreciando a la ciudadanía", y, prosigue, viene a servir para que Emiliano García-Page "mantenga una agenda indecente de gobierno". Una pauta que, aupados en la panorámica de cómo diseñan el deleznable programa de gobierno García-Page y sus colaboradores, obliga a los ciudadanos a solicitar una respuesta coetánea a la pregunta concurrente: "¿alguien confía en que el cierre del tren Aranjuez-Cuenca-Valencia, que defienden la Junta, la Diputación y el Ayuntamiento en su Plan contra Cuenca, se haya realizado sin fraudes ni confabulación con quienes tienen intereses opuestos a los de la ninguneada ciudadanía?".
En la vida, como en casi todo, también en política, uno debería de ser dueño de su silencio y esclavo de sus palabras, y asumir ante la sociedad los compromisos y responsabilidades que de ellas se deriven. Decía, no sin cinismo, Enrique Tierno Galván, que las promesas electorales estaban para no cumplirse.
En la empresa privada, si uno incumple un contrato, existen vías jurídicas legales para su resolución y/o en todo caso lograr un acuerdo entre las partes mediante compensación al perjudicado en ciernes.
En política, sin embargo, aunque no hay un contrato al uso de por medio, el cúmulo continuo de promesas y/o manifestaciones de todo tipo de cara a la galería que permite, con mentiras, ganar adeptos electorales, no tiene ninguna vía que permita resarcir al “perjudicado” (en este caso el votante) que pudo llegar a creer a pies juntillas lo que el político le prometió y que pudo, y de hecho lo es, condicionar su vida.
En algún momento, el Pueblo Soberano y la Democracia que lo sustenta debería de regular, a modo de contrato electoral ante la ciudadanía, estas promesas que tan alegremente unos y otros realizan y que, tras incumplirlas, nadie asume ninguna responsabilidad ni existe tampoco ninguna vía jurídica que exija su cumplimiento.
Sí, es verdad que algunos pueden pensar que el mejor castigo es el que cada cuatro años nos da la posibilidad de poder cambiar, en las urnas, a nuestros políticos por otros, pero no nos engañemos el voto en España suele variar poco y prevalece el dogmatismo ideológico, caiga quien caga, antes de votar a otro por muy mal que consideremos que los “nuestros” lo han hecho mal y/o haya incumplido sus promesas. Esto es así.
Manuel Cruz, expresidente del Senado, hablaba en 2021 de cuando los políticos dan miedo, centrándose en una idea esencial que resguardaba en la voluntad de alcanzar algo verdaderamente revolucionario, como es el hecho de dar el brazo a la sensatez y el sentido de Estado; pero para esto es importante que la ciudadanía vuelva a la política y se muestre exigente con sus representantes.
La reiteración de los mismos argumentos, el mismo incumplimiento de las promesas electorales, las mismas presuntas regeneraciones convertidas en meros relevos personales y otros ítems análogos, han ido provocando el desinterés ciudadano hacia unos guiones perfectamente previsibles que los nuevos actores no hacen otra cosa que representar por enésima vez, apenas remasterizando las viejas versiones.
A los pelanas de la política del espectáculo hay que frenarlos, porque su ridículo exhibicionismo se queda en el escenario teatrero. Por esa debilidad infausta tratan de borrar a los ciudadanos más conscientes y mejor informados (entre los que se hallan todos los que acuden a los "plantes" en defensa del tren regional Madrid-Cuenca-Valencia), los cuales ven los peligros que trae el alejamiento de la política. De aquí que su regreso a la misma ya no es el del hijo pródigo que vuelve, arrepentido, al hogar, sino el de aquellos que retornan más sabios y con la lección aprendida: sabiendo lo que le deben exigir a sus representantes.
En la reciente historia democrática española existen incumplimientos flagrantes y esto es un lastre muy importante para la clase política y que contribuye mucho a la desafección. También porque la sensación general (y quizás esta con más razón) es que el incumplimiento de las promesas electorales apenas acarrea castigo alguno, ni en términos electorales ni en ningún otro, y que no existe posibilidad real de reclamación o queja. Otra cuestión a debatir es si son iguales todos los incumplimientos y aquí entrarían en juego cuestiones subjetivas como la ideología, las prioridades o la intensidad de nuestras preferencias. Y una tercera, que lo condiciona todo, es que quienes tienen pocas expectativas de poder gobernar pueden hacer cualquier tipo de promesa, porque les sale prácticamente gratis, mientras que quienes tienen opciones reales, suelen ser más prudentes porque saben que en algún momento tendrán que rendir cuentas. También existen diferencias entre quienes ya han gobernado y conocen las limitaciones que impone la real politik y quienes no lo han hecho y aspiran a hacerlo por primera vez, a los que les pesa la “ingenuidad” de pensar que se puede “asaltar el cielo”. Tenemos ejemplos muy claros en la política local, regional, nacional e internacional.
Existen en la práctica antecedentes sobre el derecho a exigir el cumplimiento de las “promesas electorales”, otra cosa es el resultado. En 2008 se presentó una demanda contra el PSOE por incumplimiento de su programa de 2004, aunque fue desestimada por los tribunales. La Audiencia Provincial de Madrid estableció en 2012 en un auto que no se puede demandar a los partidos políticos por el incumplimiento de su programa electoral, ya que las promesas que se hacen en campaña no constituyen un contrato que obligue a las partes. La sentencia asegura que el cumplimiento de los programas electorales escapa al control jurisdiccional y que, incluso, podría suponer un caso grave de politización de la Justicia, vulnerando el principio de separación de poderes.
En toda Europa no existe norma alguna que permita a la ciudadanía exigir a los candidatos el cumplimiento de sus promesas electorales, si bien recientemente se han planteado algunas soluciones. Por ejemplo, en el Reino Unido se han abierto variaas plataformas ‘online’ que miden el grado de cumplimiento de las promesas los programas electorales (desde el nivel local hasta el nacional) y en los Países Bajos las promesas electorales tienen que ir acompañadas de una memoria de ingresos y gastos, las cifras auditadas por un organismo similar a la AIReF española. Si no es así, los partidos no pueden publicarlos. En otras latitudes han proliferado plataformas en internet gracias a emprendedores, como Tracking politicians’ promises en EEUU o a proyectos ciudadanos, como Del Dicho al Hecho, en Chile.
En España, también se han creado recientemente algunas plataformas como Fundación Compromiso y Transparencia (hoy Haz Fundación), que analizan lo que hacen estas organizaciones (de manera voluntaria y sin ningún tipo de obligatoriedad) para rendir cuentas.
Acabo entonces con lo dicho por el sociólogo Ángel Alonso, esto es, que a la ciudadanía le queda, por fin, la oportunidad de sancionar a los candidatos y partidos a través de la no renovación de su voto, cuando estos los defraudan en el cumplimiento de sus compromisos electorales. Así que, tenemos que hacer también un poco de auto crítica y seguramente debemos ser mucho más exigentes en la elección de quienes nos representarán, porque la ciudadanía tiene su propia responsabilidad para con los políticos que mienten. No pedir cuentas, o señalar solo a los partidos a los que no votamos, nos define como sociedad. De ahí que, a veces, la clase política tiene buenas razones para no hacer caso de la voluntad popular porque nosotros mismos nos hacemos “trampas al solitario” y les pedimos que incumplan sus promesas.