(Publicado en Mercados de El Mundo-Caffe Reggio, aquí)
MERCADOS: CONTRA CORRIENTE
De acuerdo con los datos del último Global Corruption Barometer, el indicador de referencia sobre esta materia elaborado por Transparency International, España es el Estado industrializado con mayor corrupción después de Italia, Grecia y Portugal. Entre 2009 y 2011, esa siniestra variable se ha incrementado en un 73%. Los partidos políticos encabezan la lista de las instituciones corruptas seguidos, de lejos, por el Parlamento, la burocracia, la Justicia y la Iglesia. En suma, el virus de la corrupción afecta al corazón institucional del Estado, lo que constituye una pésima e inquietante noticia. Por tanto, los casos que ahora inundan los medios de comunicación no son un fenómeno episódico o aislado sino la punta de un iceberg que refleja la existencia de un problema sistémico.
La corrupción es una enfermedad, un cáncer incubado en los órganos vitales del cuerpo político cuya metástasis tiene dos efectos letales por orden de importancia: primero, su impunidad destruye la legitimidad de la democracia, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Segundo, provoca una ineficiente asignación de los recursos, daña el desarrollo del sector privado y es lesiva para el crecimiento. Si además se desata en medio de una profunda crisis y se exige a los ciudadanos grandes sacrificios para salir de ella, su inaceptabilidad adquiere niveles explosivos. En los últimos 30 años, el análisis económico y los trabajos empíricos han realizado relevantes aportaciones para explicar sus causas y sugerido remedios para combatirla.
En sentido estricto se entiende por corrupción un contrato expreso o tácito en virtud del cual alguien que ejerce tareas públicas o desempeña una actividad con incidencia sobre la asignación de recursos públicos utiliza su autoridad para obtener beneficios privados sean de naturaleza monetaria, de estatus o de poder. De este modo, el corrupto incumple su deber de ejercer su función de acuerdo con el interés general y con lo establecido por la ley. Éste es el fondo de todas las relaciones contractuales basadas en la corrupción y el elemento central para comprender su origen y su desarrollo. En términos económicos supone además una contrastación empírica de la famosa ley de Say, a saber, la oferta potencial de corrupción crea su propia demanda. Ante este panorama, la pregunta es qué hacer.
De entrada, las propuestas basadas en la necesidad de incrementar la moralidad de los políticos-burócratas o la apelación a la misma para evitar la corrupción son deseables pero insuficientes. Adolecen de una angélica ingenuidad y no conducen a ningún resultado práctico. Como enseña la Teoría de la Elección Pública, los individuos en el sector público y en el privado persiguen sus propios intereses y, en consecuencia, tenderán a maximizarlos dentro del sistema en el que despliegan su actividad. Personas honradas inmersas en un entorno institucional deficiente son capaces de cometer cualquier tropelía mientras gente con escasos escrúpulos morales se inclinará a comportarse de una manera impecable si las reglas dentro de las cuales opera les fuerzan a ello. Ésta es una expresión clara de la Fábula de las Abejas de Mandeville, según la cual los vicios privados se convierten en virtudes públicas si la ley y las instituciones crean los incentivos adecuados.
En el ámbito específico de los partidos políticos, las medidas clásicas para prevenir prácticas corruptas, léase la limitación de las donaciones dinerarias, el endurecimiento de las incompatibilidades, la creación de códigos de conducta, los controles internos, las listas abiertas, etc. son tan bienintencionadas como ineficaces. No sirven para eliminar o recortar la corrupción de modo sustancial. Además, en algunas ocasiones han contribuido a impulsarla porque han contribuido a ennegrecer actividades que a priori no tendrían por qué ser calificadas de corruptas. Si la corrupción es un ejemplo emblemático de mercado negro, iniciativas similares a las comentadas son inútiles. Los corruptos siempre tendrán potentes alicientes para eludirlas si ello les permite lograr lucrativas ganancias.
La experiencia muestra que la corrupción es proporcional a la extensión de la esfera de actuación de los poderes públicos. Cuanto más poder tiene el Estado, incluidas las Administraciones periféricas, para generar costes o beneficios privados con sus decisiones, más elevado es el riesgo de corrupción. Basta mover una línea de un Plan de Ordenación Urbana o manipular los pliegos de una concesión administrativa para proporcionar pingües ganancias a los beneficiarios y un importante lucro cesante a los perdedores. Esto fomenta el desarrollo de una industria extractiva, la de los buscadores de rentas del sector privado y del público. Por tanto, la disminución del tamaño del Estado y del intervencionismo administrativo son dos elementos básicos para combatir la corrupción.
Por otra parte, la propensión de los políticos y de los burócratas a realizar contratos corruptos aumenta cuando se reduce el riesgo de que sus autores sean perseguidos, atrapados y castigados. Por ello, un elemento disuasor básico es incrementar los costes de incurrir en ella. Los mecanismos utilizables para conseguir ese objetivo son múltiples y van desde el endurecimiento de las penas a los corruptos, incluida la cadena perpetua para quienes no devuelvan el dinero robado hasta la confiscación de sus bienes para quienes hayan incurrido en casos de corrupción. El Estado de Derecho tiene los instrumentos suficientes para batallar contra la corrupción.
Un viejo proverbio chino dice: «Los regímenes políticos, como el pescado, se pudren por la cabeza. Pues bien, uno de los factores detonantes de ese proceso de descomposición es la corrupción. Como el cáncer, si no se adoptan medidas para prevenirla o sorteadas éstas, no se la extirpa de raíz, el sistema político termina por ser destruido. La democracia es el gobierno de la opinión y no puede sostenerse si los ciudadanos la perciben como un instrumento para el enriquecimiento de los hombres públicos y de sus clientelas.
Cuando esto sucede, las bases de su legitimidad saltan en pedazos y el caldo de cultivo para las opciones antisistema crece. Para evitar esa última deriva resulta imprescindible aplicar todo el peso de la ley a los corruptos y establecer un marco institucional que, si no la elimine, al menos la convierta en una excepción en vez de la regla.
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