(60 años de Derechos Humanos)
Sesenta años han corrido desde que se proclamara la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A cuento y a cuenta de tal cumpleaños no está de menos reflexionar sobre su valor intrínseco y su inequívoco significado político desde aquel enunciado. Pero, aparte de ello, también conviene recapitular sobre esta secuencia histórica a la luz de su aplicación y eficacia por afectar a todos los ciudadanos del mundo. Y en el ámbito de la Comunidad Internacional, uniformada hoy por el pensamiento único, la nueva economía, internet, etc., ha de hacerse balance sobre la globalización de los Derechos Humanos: fundamentales por comprensión y universales por extensión. No debe olvidarse analizar el grado de cumplimiento y la virtualidad que han tenido en este más de medio siglo de vigencia, y su adecuación y validez para afrontar el nuevo orden mundial que se avecina: crisis internacional de modelos, de poderes y valores en la economía y en la sociedad. Ha de examinarse de qué ha servido la retahíla de proclamaciones formales contenidas en grandilocuentes documentos: Pacto Internacional para los Derechos Civiles y Políticos; Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales; Declaraciones y Convenios sobre los Derechos del Niño, Sobre la Eliminación de Discriminación con respecto a la Mujer; Convención para la Eliminación y Sanción del Genocidio; Estatutos como el de el Refugiado o el de los Apátridas, sobre la Abolición de la Esclavitud y sobre la Abolición de todas las formas de Discriminación Racial, etc. Debe someterse a consideración qué función ha tenido el largo rosario de organismos derivados en siglas (ONU, UNESCO, UNICEF, OIT, FAO, OMS, etc.), o en programas y más organismos -y con más siglas-: (PNUD, PNUMA, ACNUR, ONUDI, etc.). Qué utilidad han reportado, finalmente, Conferencias Internacionales, Resoluciones y Recomendaciones, que son acatadas, farisaicamente, por los gobernantes en la galería de los foros multilaterales y, después, las empantanan deliberadamente al adentrarse en el territorio propio de cada Estado soberano.
Los Derechos Humanos, todos: Civiles, Políticos, Económicos, Sociales y Culturales, son fundamentales, universales, indivisibles, interrelacionados e interdependientes. Por esta razón es preciso contextualizar mundialmente su observancia, tanto en los foros del Derecho Internacional como en el ámbito del Derecho Interno de cada país; también en el hecho de la propia peripecia vivida por las personas en sus relaciones institucionales y constitucionales con el Poder. En el convulso panorama actual de la mundialización y sus despropósitos, aparecen escollos que se encuentran en la raya del cumplimiento/conculcación de tan generales derechos, y que distorsionan el goce práctico completo. Los Derechos Humanos conviven en un mundo dual de desequilibrios entre los países ricos del Norte y los pobres del Sur, con las consecuentes desigualdades entre personas y territorios; coexisten con guerras, racismo y xenofobia, intolerancia, fundamentalismos, tratas y tratos inhumanos y degradantes; rigen también para un ejército de sin papeles, sin tierra, (ni patria, ni justicia ni pan –y hasta sin nombre); dicen ser aplicados en este mundo de la globalización, sin fronteras sólo para los ricos y con fronteras sólo para los pobres; cohabitan con los hombres desposeídos y otros desheredados, todos igualmente exiliados de la fortuna y sólo nivelados por el rasero de la miserable solemnidad de su pobreza. Recordemos que los derechos al trabajo, a una vivienda digna, a la sanidad, a la educación… son también Derechos Humanos. Deja mucho que desear un Concierto Internacional que consiente que más de 1.000 millones de personas en el mundo vivan con un dólar al día y que otros tantos subsistan con dos dólares diarios, mientras que la riqueza combinada de los 300 ciudadanos más potentados del mundo equivale al peculio acumulado de 1.000 millones de ciudadanos, también del mundo, de una cincuentena de países no desarrollados. Tampoco es de recibo una sociedad universal postmoderna que permite que el armamento, las drogas y la prostitución sean los negocios más rentables. Es más que preocupante un mundo “civilizado” que soporta, cínicamente, realidades como el deterioro medioambiental, el abandono a los grupos especialmente vulnerables (300 millones de niños explotados, 1.000 millones de analfabetos –y otros tantos sin agua potable-, mujeres maltratadas, minorías reprimidas, inmigrantes esclavizados…). Resultan poco edificantes las injerencias políticas, económicas, tecnológicas o militares de unos países sobre otros países. Ante esta patética realidad en el Planeta, los Derechos Humanos deben servir hoy, y mañana, a la dignidad de la familia humana, por desgracia, desigual y con las hijuelas injustamente hechas por no sabemos qué padrastro; y han de constituir la propuesta para la consecución de la Justicia; deben ser, en definitiva, el general mecanismo corrector de desequilibrios y el factor determinante de redistribución, equiparación, armonización y cohesión entre los ciudadanos de la Tierra, donde media humanidad no duerme porque no ha cenado y la otra media está en vigilia porque tiene miedo a los que se han acostado en ayunas. Los Derechos Humanos deberán ser en el Siglo XXI el instrumento, también sin fronteras, para la perfección de la Democracia y la Ciudadanía, un camino hacia la Dignidad y la Justicia, un referente ético para la Solidaridad y la Sostenibilidad. Sólo si los Derechos Humanos son concebidos como una auténtica conquista universal y común –de toda la Humanidad y para toda la Humanidad- aseguraremos aquello que Roussseau ya predicaba: que ningún hombre sea tan rico como para comprar a otro hombre, ni el otro tan pobre como para tenerse que vender.
A caballo entre el pretérito imperfecto y el futuro incierto, es deseable que los principios y valores que representan los Derechos Humanos vayan más allá de su cotización actual inerte, donde priman los valores bursátiles y el lenguaje de las macrovariables, macromagnitudes y macrosujetos, expresados en los índices Nikkei, Dow Jones, y otros símbolos de la economía virtual decadente; y donde el hombre, protagonista de su futuro, sea considerado más ciudadano y sujeto activo de derechos que un mero consumidor satisfecho, un contribuyente sumiso o un elector esporádico. Si aquella Proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos tuvo el mérito de sembrar el germen de un gran roble para el cobijo de todos los ciudadanos del mundo, no puede quedarse reducida su expresión a la mera sombra de un bonsái de escaparate para exhibir en el florero universal de la autocomplacencia. Debe aspirarse, en fin, a apostar por ellos al alza para que sirvan eficazmente a la Equidad y a la Paz de su destinataria, la Humanidad, total, global, sin fronteras y sin reservas. Para esto hay que tener presente aquello que dicen que decía J. F. Kennedy, que el futuro nunca fue un regalo; siempre, una conquista.
Abogado
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