Durante la conferencia que pronunció Italo Calvino para los estudiantes de la Graduate Writing Divison de la Columbia University de Nueva York el 29 de marzo de 1983, afirmó este versado escritor que “las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles”. Lo que le importa a su Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis, dice con todo acierto. Sin duda, las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Por eso su libro Las ciudades invisibles se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices... Casi todos los críticos se han detenido en la frase final del libro: «buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».
Esta es la síntesis de “alta política” que, conforme a mi filosofía proyectiva sobre Cuenca, vengo en estos instantes a reflejar, cuando la ubicación de la estación del AVE se está convirtiendo en tema reflector de las “fuerzas semivivas” (con sinceridad, no les cuadra el adjetivo de diligentes o vivaces a tales movimientos, instituciones y parecidas fábricas de la manipulación ciudadana que desde hace muchísimos años están instalados en una molesta e inmovilista resaca del atranque, como consecuencia de una falta de liderazgo político tan evidente como reiterada).
Para empezar, Cuenca se merece un trato preferente, para que los errores e inacciones del pasado no continúen degradando su maltrecho urbanismo. Esto significa que necesita recuperar espacios que sean transformados en zonas no especulativas ni degradantes, puestas en escena por una estética diáfana, atrayente y mejor ordenada; pues en los últimos cincuenta años en numerosos casos está plasmada en verdaderos ataques a la geografía cercana.
En 1994, a través del texto dedicado a La ciudad genérica, Koolhaas presentó una extensa y precisa descripción (y justificación) del urbanismo cínico y pragmático de la década de los 90's. La [post] ciudad de este mundo urbanizado, ya no es el espacio del flaneur como la ciudad moderna, si no un estado mental, sedado y sedentario que percibimos a través del vidrio del departamento, del automóvil, o del monitor. Y Cuenca, a través de sus gobernantes y asesores técnicos próximos macerados en el ayuntamiento capitalino –todos sabemos sus nombres y sus malabares de prepotencia membranosa y enana, con una profesionalidad discutida y muy impugnable- entró también en una mal orientada post-ciudad.
Fruto de esa desorientación, terciada principalmente por la especulación, nos han dejado los zurriagos que, por ejemplo, El Cronista Independiente de Cuenca ha sentenciado con fidelidad y juicio político en muchos artículos (ver La Ronda Oeste de Cuenca, ha costado menos de 8 millones, y se han necesitado 12 años para su inauguración, o Integrar el Ferrocarril -AVE Y Convencional- dentro de la ciudad de Cuenca, además de ser viable no es complicado, etc.).
Estas muestras, entre otras muchas que constantemente nos ofrece Urbanismo Ciudadano de Cuenca (simplemente maravillosa su página web, ver aquí), a mi me reafirman en la exigencia de poner en marcha esa alta política, bien predicada y cumplida hasta sus últimas consecuencias, aunque no arrastren votos. Digo esto por la inflexión que en el cambio de protagonistas, el uso y la reiteración del sistema de “mismos perros con distintos collares” deforman la realidad y el gobierno próximo, esté quien sea en el poder de la ciudad o la provincia.
Sin esta metamorfosis, dado que la identidad es derivada de la sustancia física, de lo histórico, del contexto, de lo real que decía Rem Koolhaas, en cierto modo no podemos imaginarnos estos ciudadanos que algo contemporáneo -hecho por nosotros- contribuya a ella. Más que nada porque el hecho de que el crecimiento humano sea exponencial implica que el pasado en un cierto punto se volverá demasiado "pequeño" para ser habitado y compartido por aquellos [que están] vivos. Y nosotros mismos lo agotamos; al estilo de Cenzano y sus pájaros con la ubicación de la nueva estación del AVE en el paraje de La Estrella, ya en obras. Ahora bien, como han demostrado muchas impugnaciones al POM, hasta tanto la historia encuentre su depósito en la arquitectura, inevitablemente las cantidades humanas actuales reventarán y reducirán la sustancia previa.
No obstante, esto no quita que la identidad concebida como esta forma de compartir el pasado es una propuesta destinada al fracaso: no sólo hay -en un modelo estable de continua expansión de la población- proporcionalmente cada vez menos que compartir, sino que la historia también tiene una ingrata vida a medias -como se abusa más de ella, se vuelve menos significativa- al punto que sus derogatorios panfletos se tornan insultantes. Esta disolución es exacerbada por la masa de turistas en constante aumento, una avalancha que, en una búsqueda perpetua de "carácter", va moliendo las identidades exitosas [hasta convertirlas] en un polvillo insignificante.
En esto último parecen apoyar sus argumentos los cenzanistas curillas de nuestros alrededores, de los que hay un amplio repertorio de cañamones en la abacería de El Día y adjuntos. Nos salen ahora estos apuntando que nos olvidemos de cualquier regateo jurídico político contra esa pésima ubicación, pues, como ya se han iniciado las obras ahí, ya no hay nadie que las pare, y, por tanto, lo mejor es callar y bendecir que se establezca en ese sitio la estación de Cuenca del AVE cuanto antes y ateniéndonos a las consecuencias heredadas. Esto es un túnel de incógnitas que frenan la dinámica expansiva que en los próximos veinticinco años van a traer, sobre todo, las líneas interregionales europeas bien trenzadas.
Existe en esos defensores del “dejemos lo concedido” –práctica en la que Cenzano fue una pobre e impúdica garita- una conciencia límbica del servicio público, entendido al uso más rancio, estatalizado y subvencionado. A pocos años de la liberalización, si ésta se lleva a efecto, no ha habido tampoco en Cuenca una conversión mental, no ya de los empleados de a pie, sino de los dirigentes. Lo primero que hay que cambiar es la cultura de Presupuesto que tienen los políticos y gestores de Fomento, madre de todas las subvenciones y sustituirla por la cultura del coste, eficiencia y rentabilidad. Algo hay que cambiar en el diseño de los productos que no se han tocado por aquí en tres décadas. Por eso mismo, algo habrá que cambiar en la forma de venderlos superando el vetusto método de la vieja taquilla de la estación para promocionar métodos al uso de los tiempos como internet, el móvil o el billete virtual –el número que sustituya al cartón y el papel-. Algo tocará cambiar en cómo se trata al viajero desde el momento en que pone el pie en la estación y las cosas que se le obliga a hacer: suprimir un anacrónico y paternalista sistema de control de acceso –mal llamado check-in- por otro más libre, espontáneo y menos costoso que reconozca mayor grado de libertad, autonomía y responsabilidad al viajero, como hacen la práctica totalidad de los operadores europeos. Cambios y más transformaciones que se hallan tan solo a la vuelta de la esquina, y que a muchos geógrafos nos hace pensar en la optimización aquí de la función logística, dentro de la que tampoco falta nunca los modelos reales para la transformación de las infraestructuras ferroviarias en la ciudades, según demostraron el ingeniero de caminos Carlos García Acón y el arquitecto Andreu Estany Serra en su comunicación presentada durante el III Congreso de Ingeniería Civil, Territorio y Medio Ambiente.
Juan Andrés Buedo
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