(Artículo Publicado en El País, el 19 de febrero de 2022, ver aquí)
Mucho se habla de desinformación, fake news y posverdad, desórdenes informativos que se atribuyen con excesiva soltura a las redes sociales. Parecería un nuevo paradigma, del tipo ¡son las redes, estúpido! Sin embargo, los desórdenes informativos existen desde antes de la irrupción de lo digital en nuestras vidas y siguen teniendo una finalidad común: utilizar el proceso comunicativo para difundir una alteración interesada de la realidad. Las redes dispensan a estos fenómenos una difusión e impacto potenciales hasta hace poco inimaginables. No obstante, las redes y plataformas son el vehículo, pero no siempre las responsables de la creación del contenido. En todo caso, no debe perderse de vista que los medios de comunicación tradicionales también tienen su parcela de responsabilidad en los desórdenes informativos.
El artículo 1º de la Constitución Española establece que el pluralismo político es uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico o, en palabras del Tribunal Constitucional, un valor fundamental del Estado constitucional democrático. De ello se ha derivado el reconocimiento de la dimensión institucional de la libertad de información, junto a la libertad de expresión, porque es garantía de una opinión pública libre y del mantenimiento de aquel pluralismo político, sin los que vendría falseada la democracia. Por tanto, sin pluralismo informativo difícilmente puede existir pluralismo político.
Partiendo de su función institucional, la libertad de información reconoce el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. Esta veracidad es un elemento definitorio del derecho; esto es, si lo que se comunica no es veraz no está protegido por esta libertad fundamental. La veracidad no es sinónimo de verdad objetiva o incontestable de los hechos, sino reflejo de la necesaria diligencia en la búsqueda de lo cierto, negándose la protección constitucional a quienes actúan de manera negligente e irresponsable al transmitir como hechos verdaderos rumores carentes de constatación o meras invenciones o insinuaciones. Debe existir una base fáctica identificable y real sobre la que construir la noticia.
Así, los medios de comunicación y sus profesionales gozan de la libertad de información, que tiene, al otro lado, un sujeto, la ciudadanía, titular del derecho a recibir información veraz. En las sociedades de la comunicación en las que vivimos, la libertad informativa es una suerte de derecho-obligación que nos permite exigir de los profesionales del periodismo unos niveles de rigor elevados, puesto que en ellos recae, en una parte muy importante, la calidad y relevancia del pluralismo informativo (de ahí que se les reconozca la cláusula de conciencia o a la protección de sus fuentes, que no asisten al resto de ciudadanos). Diferente es la libertad de expresión, que también ejercen los mismos profesionales, pero que dispone de un régimen jurídico propio.
Retomando los desórdenes informativos, también existe la información errónea —misinformation en inglés—, que implica compartir información falsa o incorrecta sin ánimo de generar perjuicios; su objetivo no es desinformar. Sin embargo, la falta de intención no necesariamente evita el daño o perjuicio en el proceso comunicativo. Observemos, por ejemplo, el tratamiento de los temas jurídicos que se hace por la prensa. En una sociedad en la que no se enseñan las bases del modelo constitucional en las escuelas, el papel de los medios de comunicación se torna enormemente relevante en la trasmisión y difusión de la realidad jurídico-institucional del sistema democrático. Por este motivo, es importantísimo que las informaciones relativas a los poderes del Estado, sus funciones, funcionamiento y normas sean comunicadas de la forma más rigurosa posible. El Derecho supone la construcción de un sistema de normas con sus propios valores, principios y normas. Respetarlos es determinante, porque detrás de estos conceptos está la garantía de la legalidad, la igualdad, la justicia, y la libertad de todas las personas que conformamos una comunidad política. Así, decir que el Poder Judicial ha elaborado un dictamen sobre un proyecto de ley supone transmitir al público una idea equivocada de la función de este poder del Estado: impartir justicia. Los órganos judiciales hacen cumplir las normas, resolviendo conflictos a través del derecho, proceso que queda plasmado en sus resoluciones judiciales. Quien emite, en su caso, ese dictamen es el Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno de aquel poder, que, en cambio, no tiene potestad jurisdiccional, esto es, no dicta sentencias. Tampoco es cierto que el Gobierno haya aprobado un decreto sobre la reforma laboral. Y no es cierto porque, si fuera un decreto, sería un reglamento, potestad exclusiva del Ejecutivo, que no necesitaría ser convalidado, eso es, controlado, por el Congreso, institución en la que queda representada la soberanía popular. Si fuera un decreto a secas, no podría tampoco ser impugnado ante el Tribunal Constitucional por carecer de valor de ley. Otro ejemplo: cuando el Tribunal Constitucional inadmite una demanda de amparo no valida ni ratifica las decisiones impugnadas. Simplemente, pone de manifiesto que no se han cumplido los requisitos de admisibilidad previstos en la ley, que todo recurrente debe respetar. Téngase en cuenta que el Tribunal Constitucional admite menos del 5% de recursos de amparo al año, cifra asumible sabiendo que se trata de un instrumento excepcional (solo protege de violaciones de los derechos fundamentales) y subsidiario (solo se accede si los órganos del Poder Judicial no han tutelado adecuadamente dichos derechos). Una realidad, por cierto, muy similar a la de otros tribunales nacionales e internacionales de garantía de los derechos y libertades. Señalaré un último ejemplo del perjuicio que causa el mal periodismo. El lenguaje, también el jurídico, construye realidades, de ahí la relevancia de las palabras. En casos de violencia machista, titular “un crimen acaba con la vida de una mujer” o “mujer muere tras precipitarse por el balcón” o “mujer fallece tras recibir cinco cuchilladas” esconde que ha sido un hombre el causante de dicha muerte. Se omite el sujeto de la acción delictiva, relativizando y diluyendo su responsabilidad. Estos titulares niegan una realidad, la de la violencia de hombres contra mujeres, de género concretamente, que ha acabado con la vida de 1.127 mujeres desde el año 2003 en España.
Las personas que se dedican a la información, cuando comunican alterando el fenómeno jurídico están desinformando. Esta es una aseveración contundente, pero, me temo, cierta. La misinformation a veces se produce por economizar con el lenguaje, conseguir un titular catchy porque el clickbait manda en el mundo de internet o, mucho peor, para confundir expresamente a los receptores de la información. En cualquier caso, más allá de cuál sea la motivación —que da para muchas otras tribunas— están transmitiendo una idea errónea de nuestro sistema jurídico y, por tanto, ofreciendo una visión de él distorsionada, cuando no falsa, que impide una comprensión adecuada del sistema, de los poderes y sus controles, políticos y judiciales, que, pese a lo que pudiera parecer, funciona razonablemente bien. Es obvio que hay instituciones que necesitan ser mejoradas, algunas profundamente, pero, para hacerlo, primero hay que conocerlas y saber qué funciona y qué debe ser modificado para mejorar el sistema social y democrático de derecho.
Los medios necesitan de audiencias para sobrevivir y la ciudadanía necesita del periodismo plural para conocer y entender el sistema en el que se desenvuelve. La crítica se construye desde el conocimiento y para ello son necesarios unos medios confiables sobre los que construir una opinión pública sólida, capaz de exigir responsabilidades.