José Félix Tezanos Director de Temas (Publicado en Temas para el debate, aquí)
Al igual que muchos economistas continúan creyendo en la “decisión racional” de los consumidores y los productores en el marco de un idílico mercado perfecto y equilibrado, buena parte de los politólogos aún sostienen que las decisiones electorales en las sociedades maduras son el resultado de procesos de reflexión y decisión eminentemente racionales.
La teoría de la “decisión racional del elector” a veces se complementa con algunas modulaciones, en función de la mayor o menor atención prestada al cálculo de los intereses económicos (“votar con la mano en la cartera”), a la reflexión intelectual (“votar con la cabeza”), o a las emociones, empatías y querencias (“votar con el corazón”).
El voto indignado
En realidad, cuando las sociedades atraviesan períodos críticos, las decisiones políticas se ven influidas por factores bastante complejos, y a veces imprevisibles. De hecho, en las páginas de la historia podemos encontrar votaciones decisivas que llevaron a determinados países por la senda del enconamiento de las tensiones y a veces, incluso, hacia la guerra y el desastre. Por lo tanto, nada nos previene de que aquello que ocurrió en el pasado, incluso en naciones de vanguardia, vuelva a suceder nuevamente en países aparentemente asentados y maduros.
El triunfo político de los populismos (de uno y otro signo) en varios países europeos durante los años posteriores a la Gran Depresión –mientras en Estados Unidos se optaba por los enfoques del “New Deal”, en un proceso más acorde con las teorías de la decisión racional– es un exponente de cómo, ante situaciones de partida similares, las cosas se pueden decantar políticamente en una u otra decisión. Con sus correspondientes efectos disimilares.
En este sentido, hay que entender que los componentes de indignación y malestar que existen en la población son uno de los factores principales que puede propiciar que los demagogos y extremistas de turno encuentren un campo abonado para sus posturas confrontadas. Para lo cual resulta decisivo que las políticas económicas contribuyan o no a amplificar los problemas sociales y a enconar los ánimos.
Así, cuando las condiciones de vida y trabajo tienden a hacerse peores –e incluso agraviantes–para muchas personas, lo que se puede esperar es que surja y aumente un voto indignado, para el que la reflexibilidad racional queda en segundo plano.
Un tiro en el pie
En algunos momentos, la gravedad de los problemas sociales y el nivel de indignación alcanzado pueden llegar a tal grado que muchos electores se ven impulsados a utilizar su voto como una simple expresión de malestar y rechazo, más allá del cálculo racional sobre las consecuencias prácticas de las decisiones electorales. Y esto es algo que resulta más o menos probable según el grado de reflexibilidad y claridad con el que se produzcan los debates pre-electorales, y según encuentren mayor o menor eco líderes y partidos que, en vez de plantear soluciones contrastadas, viables y operativas, se dedican a atizar el descontento y la demagogia. Lo cual puede hacer que el panorama electoral se vuelva especialmente inestable.
El ejemplo de lo sucedido en Grecia en las últimas elecciones generales, al margen de las querencias y simpatías particulares de cada uno, demuestra, en primer lugar, que las elecciones las pueden ganar, incluso por amplio margen, partidos políticos que, por decirlo de una manera moderada, se apartan bastante de los cánones políticos establecidos. Y, en segundo lugar, también demuestra que, cuando aquellos partidos que prometen cosas escasamente factibles y realistas, o que no dependen de ellos, llegan al poder, el contraste con la realidad puede llegar a ser tremendo. Lo cual solo se resuelve, o bien con un rápido desdecirse de gran parte de lo que se había sostenido o postulado antes, o bien mediante un enconamiento en torno a posturas impracticables, que pueden llevar a situaciones aún más desastrosas económica y socialmente, a través de una senda política paradójica, en la que al final más que contribuir a solucionar los problemas se tiende a empeorarlos. En el panorama político de los últimos tiempos hay unos cuantos ejemplos de este tipo de dinámicas.
En cualquier caso, lo que hay que tener claro es que en una democracia de tipo medio nada previene de que en un momento dado una mayoría del electorado (sociológico o en términos de escaños) decida darse un “tiro en el pie”.
Los ámbitos de la indignación
En esta perspectiva, resulta fundamental evaluar cuáles son las magnitudes en las que se sitúan los ámbitos sociológicos de la indignación. Es decir, qué número de votantes están afectados por circunstancias de vida tan negativas, y tan carentes de perspectivas de futuro, que pueden deslizarse hacia comportamientos electorales poco atentos a los componentes de decisión racional y calculadora que antes comentábamos. Y que, por lo tanto, no teniendo nada que perder están dispuestos a respaldar las opciones más radicales, más intransigentes y más denunciadoras, al margen de la mayor factibilidad o no de las alternativas que se propongan.
Para estos ciudadanos indignados y desesperados –y en algunos casos resentidos– el hecho de que algunas formaciones políticas no planteen propuestas suficientemente claras, detalladas y publicitadas, o que tengan “pequeños” fallos de honestidad personal, es lo de menos. Para ellos, lo fundamental es que sean claros en su rechazo y denuncia del orden establecido, un orden que a ellos les ha llevado a una situación social y laboral desesperada y sin perspectivas. Por lo tanto, algunas de las críticas que se hacen a los populistas están bastante desenfocadas.
En España, en estos momentos, la población que está en una situación desesperada, en condiciones de pobreza y exclusión social, en paro o en condiciones laborales sumamente precarias puede estimarse que suma una cifra nada despreciable de entre diez y doce millones de personas. Muchos de ellos jóvenes, emigrantes y mujeres, pero también antiguos empleados de clase media que se han quedado sin empleo. A esto habría que sumar los entornos familiares de estas personas, que contemplan y sufren de cerca los padecimientos de sus hijos o parientes cercanos y ven cómo les afecta la falta de horizontes y posibilidades vitales. A lo cual se une también aquel sector de población que por empatía, o por razones morales o ideológicas, está dispuesta a hacer cuerpo con este gran bloque de los excluidos o precarizados del sistema establecido.
Se trata, pues, de una masa crítica de población que puede condicionar de manera poderosa el futuro polí- tico electoral de un país como España; y frente a la que no vale de nadza enarbolar las banderas del buenismo, la tranquilidad y las promesas electorales fragmentadas, evanescentes e inconcretas.
Por lo tanto, lo primero que hay que entender, ante situaciones como las que se están perfilando, es que o se buscan soluciones vitales y laborales razonables para estos sectores sociales, o la situación se hará cada vez más inflamable e imprevisible. Sobre todo a medida que las condiciones de los excluidos se hagan más agraviantes e insostenibles, y que las soluciones que se les prometan desde los círculos bienpensantes se remitan ad calendas graecas, para dentro de no se sabe cuántos años.
En suma, ante los próximos procesos electorales que tendrán lugar en España, es necesario que se entienda claramente que una sociedad que deja fuera del marco de oportunidades y de perspectivas razonables y dignas de vida a tantas personas, es una sociedad que tiene pocas posibilidades de tener un futuro integrador y equilibrado. De ahí la importancia de que existan verdaderas alternativas congruentes y fiables, capaces de remontar este designio inaceptable.
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