J. M. RUIZ SOROA (Publicado en elcorreodigital.com, aquí)
L a celebración de los Juegos Olímpicos en China está provocando una curiosa serie de descubrimientos intelectuales. El primero, desde luego, el de la escasa correspondencia con la realidad del pensamiento cultural relativista tan difundido entre nosotros, ese pensamiento que proclama una radical diferencia e incomunicación de valores entre las diversas culturas del mundo. Si tal cosa fuera cierta resultaría difícil de entender el entusiasmo con que los chinos ponen en práctica un evento que fue 'inventado' en el corazón mismo de la cultura occidental, asumiendo sin dificultad alguna todo su significado, incluido el nacionalista y propagandístico, que conlleva. Parece que competir para exaltar el triunfo propio frente al otro es un universal antropológico (aquéllos a quienes repugna este término pueden poner aquí el de 'común'), una pauta en la que todos los grupos étnicos se expresan con idéntico sentido y similar eficacia.
Por el contrario, los derechos de las personas a una igual dignidad se siguen considerando entre nosotros como un 'invento occidental' cargado de etnocentrismo, que no podría ni debería traducirse a culturas diversas. De manera que habría que respetar la privación que sufren ciertas poblaciones como una expresión de su particularismo cultural. Los orientales prefieren la fraternidad a la libertad, se llega a afirmar entre nosotros con toda tranquilidad (aunque sin explicar nunca qué es en concreto eso de la fraternidad). Curiosa actitud ésta que acepta con toda docilidad la universalización del deporte competitivo o de la economía mercantilista, y sin embargo aduce tantas (malas) razones para evitar la universalización de la dignidad del ser humano. Es el tributo que pagamos al culto idolátrico a la diferencia que se practica entre los pensadores políticamente correctos.
No menos curiosa y paradójica resulta la posición oficial del Comité Olímpico y de las autoridades de algunos países invitados a China (entre ellas las españolas) de censurar a sus atletas y prohibirles hacer cualquier manifestación o comentario político críticos (se entiende) sobre el país de acogida, bajo amenaza de mandarlos a casa de inmediato. La verdad es que en el País Vasco tenemos una larga tradición en esto de mirar para otro lado cuando vamos de fiesta o cuando acudimos al fútbol. Nunca se ha visto, en efecto, que unas 'jaiak' se suspendieran por el asesinato de un ciudadano, o que el Athletic guardara un minuto entero de silencio por las víctimas. Pero resulta sorprendente contemplar cómo nuestro modelo de separación entre fiesta deportiva y derechos humanos se adopta a nivel mundial. Difundimos uno de los peores aspectos de nuestra idiosincrasia.
La prédica de que política y deporte deben separarse se funda en un gigantesco equívoco, el de pensar que la política es una cuestión que se sitúa en un lugar particular y aislado dentro de la sociedad civil, que posee un 'locus' separado nítidamente de otros como el deporte, la familia o la economía. Y no es así, sino que la política permea y tiñe cualquier ámbito de actividad interpersonal y cualquier institución social. Tal como el movimiento feminista ha puesto de manifiesto modernamente (y antes que él hicieron ese descubrimiento los trabajadores o los esclavos), 'lo privado es político'. Mantener esferas de actividad sociales a resguardo de la política, por mucho que se haga invocando altos ideales, no es en último término sino una forma de perpetuar un poder y unos intereses muy concretos. En este caso, el poder de un régimen autoritario chino que recuerda extraordinariamente a nuestro tardofranquismo, todo él imbuido de desarrollismo económico y autoritarismo social. Pero también el poder omnímodo y preocupante que en nuestras sociedades están usurpando los organismos rectores del deporte.
n efecto, el deporte está conformándose progresivamente en la actual sociedad como un ámbito sometido a unas reglas particulares, que instauran y administran unas instituciones de borrosa composición y más que dudoso control público, dotadas de unos particulares sistemas de justicia y sanción. Comportamientos que no se tolerarían en otros sectores de actividad, como el de prohibir a sus miembros ejercitar su derecho a la libre expresión de sus ideas, se aceptan dócilmente en el ámbito deportivo so capa de respeto a un espíritu olímpico vago y etéreo. Al igual que, so capa de acabar con la lacra del dopaje, se acepta que a los deportistas se les trate en una forma que sería inadmisible incluso en caso de delincuentes confesos.
Pero lo que resulta más sorprendente y paradójico es que nuestro propio Gobierno avale esa suspensión temporal del derecho constitucional de libre expresión de sus ideas para unos ciudadanos españoles. Que ponga entre paréntesis su propio Estado de Derecho y obligue a sus deportistas desplazados a comportarse como si fueran chinos. Es decir, como personas a las que no se reconoce ni ampara su autonomía crítica. Quienes con toda seguridad se emocionaron en su juventud viendo a los atletas negros levantar sus puños enguantados en el México de 1968 amenazan con la expulsión a quienes ahora alcen nada más que su voz para criticar una realidad china muy concreta. Incongruente. Como lo es que unos países occidentales democráticos pretendan convencer de lo valioso de su régimen político a los demás, pero al mismo tiempo estén dispuestos a conculcarlo para poder mantener fructíferas relaciones mutuas. ¿De verdad creen que así se prestigia la causa de la dignidad humana?