Artículo publicado en La Vanguardia, el 9 de abril de 2023 (ver aquí)
Los electores se toman su tiempo antes de castigar a los partidos políticos por los escándalos que les salpican
El poder corrompe. Incluso aunque no sea absoluto. El vistoso caso Mediador, coprotagonizado por un puñado de políticos de medio pelo, es un buen ejemplo de ello. Y al mismo tiempo, es también una muestra de la amplificación política y mediática que puede adquirir cualquier episodio de corruptelas si va acompañado de imágenes poco edificantes. A partir de ahí, la pregunta se ciñe al impacto electoral que pueden tener este tipo de casos sobre las expectativas de voto del partido afectado: el PSOE.
Ahora bien, la sociedad española ha cambiado seguramente de actitud a la hora de enfrentarse a este tipo de conductas. Hace más de tres décadas, cuando estallaron los principales escándalos que afectaron al Partido Socialista, la sanción electoral tardó en producirse y, además, se vio mediatizada por el contexto de una aguda crisis económica.
La corrupción como problema sigue por debajo de las tasas que se registraban antes o durante la pandemia
Por ejemplo, el caso Juan Guerra (un despacho oficial utilizado por el hermano del vicepresidente para sus negocios) no se tradujo inmediatamente en un visible castigo electoral: el PSOE logró una aplastante mayoría absoluta en las elecciones andaluzas de 1990. Pero cuatro años después, y tras estallar los casos Roldán (cobro de comisiones y robo de fondos reservados desde la dirección de la Guardia Civil) y Filesa (de financiación irregular del PSOE), el socialismo andaluz cedió 11 puntos.
Y en 1995, la combinación de escándalos, crisis económica y desempleo llevó al PSOE a cosechar una derrota de magnitudes inéditas en las elecciones autonómicas y locales. Perdió comunidades como Madrid y Valencia y cedió el poder en decenas de capitales de provincia. Sin embargo, meses después, en las generales de marzo de 1996, los socialistas rozaron el empate con un PP que no acusó los efectos de sus propios escándalos, como el caso Naseiro (de financiación ilegal y verdadero antecedente genético del caso Bárcenas).
El impacto de las corruptelas se ha visto muy condicionado por situaciones paralelas de crisis económica y desempleo
En definitiva, la opinión pública de la época evaluaba la corrupción con cierto escepticismo y se tomaba su tiempo antes de responder con una sanción electoral. Y las elevadas lealtades partidistas también jugaban su papel.
Ciertamente, cuando estallaron esos casos, hasta un tercio de los españoles mencionaban la corrupción como uno de los principales problemas. Sin embargo, esas luces rojas se apagaron súbitamente en la primavera de 1996, tras el relevo en el Gobierno y la definitiva superación de la crisis económica. A partir de ese instante, y aunque menudearon los casos que afectaban al PP (incluido un oscuro episodio de transfuguismo en Madrid que permitió a los populares salvar la presidencia de la comunidad en el 2003), la corrupción desapareció del radar de la opinión pública.
El castigo electoral a las irregularidades solía expresarse más en las locales y autonómicas que en las legislativas
Y aunque las primeras salpicaduras del caso Gürtel datan del 2009, esa sombra no impidió la mayoría absoluta del PP en el 2011, frente a un PSOE desarbolado por la crisis económica y las políticas de ajuste de Rodríguez Zapatero. Es más: pese a la acumulación de evidencias y a la irrupción del otro gran escándalo de esa época (los Eres fraudulentos que afectaban al PSOE andaluz), la corrupción como problema no empezó a despuntar hasta el 2012.
De hecho, el socialismo salvó su continuidad en Andalucía en los comicios de ese mismo año. A su vez, y pese a las cuantiosas pérdidas electorales (de casi cuatro millones de sufragios), el PP quedó primero en las generales de diciembre del 2015 e incluso mejoró su resultado en la repetición electoral del 2016 (recuperó más de 700.000 votos y se encaramó al 33% de los sufragios).
En el pasado, PP y PSOE preservaban el grueso de su electorado pese a la eclosión de graves escándalos
Esos desenlaces coincidían con índices sostenidos de preocupación por la corrupción que alcanzaban o incluso superaban al 50% de los consultados por el CIS. Un auténtico récord. Y aun así, el PP resistía mientras se acumulaban nuevos episodios que afectaban directamente a este partido. En cambio, el electorado de izquierda acabó partido en dos y dejó al PSOE al borde del abismo frente a unas siglas emergentes: Podemos.
En realidad, la clase política comenzó a ser vista como un problema a principios de la década pasada, cuando más de una cuarta parte de los consultados la incluían entre las tres principales preocupaciones. Y aunque con una formulación distinta, desde septiembre del 2019 un 50% de los ciudadanos señalan a los políticos y a la política como problema (una tasa que se eleva hasta el 90% entre el electorado más conservador).
La clase política empezó a ser vista como un problema hace una década y hoy la señala más del 50%
Con la irrupción del caso Mediador –ya que los episodios que vienen salpicando al PP parecen políticamente amortizados–, la corrupción como problema ha duplicado su porcentaje en un mes, hasta rozar el 10%. Pero sigue por debajo de las tasas que se registraban antes o incluso durante el primer año de la pandemia.
¿Es demasiado pronto (y sin la suficiente entidad) como para que la corrupción que ha salido a la luz adquiera relevancia estadística y se traduzca en una sanción electoral? ¿O puede ocurrir lo contrario en un contexto de menores lealtades partidistas? ¿Afectará más a la izquierda y muy especialmente en las autonómicas, pero con menor impacto en las generales? ¿O todo dependerá del lugar que ocupe en la agenda cuando se celebren los comicios? No hay que olvidar que un 40% de los electores decide su voto a lo largo de las dos semanas de campaña.
Junts
¿Borràs y cuenta nueva?
¿Afectará la condena de la presidenta de Junts a las opciones electorales del candidato Trias en Barcelona? No es probable. Ni la trama del 3% impidió la victoria de Artur Mas en el 2010, ni los escándalos sacaron a Jordi Pujol del poder en 1995 o 1999. Es cierto que el cobro de comisiones y los presuntos delitos de la familia Pujol llevaron a la disolución de CDC, pero el declive de esa marca en favor de ERC respondió también a los severos recortes de Mas y, sobre todo, al impacto del procés, que removió los cimientos del sistema de partidos catalán. Además, cada elección es un mundo y los votantes se resisten a admitir que han optado por una marca "sucia", salvo que las evidencias señalen directamente al candidato en liza. La permanencia en el poder autonómico de algunos partidos salpicados por múltiples escándalos es una buena prueba de ello.