MANUEL CRUZ (Publicado en El Confidencial-Filósofo de Guardia, aquí)
No albergo dudas de que llegará un momento en que los implicados en el conflicto catalán tendrán que sentarse a dialogar. El problema es si tendrá sitio en esa mesa alguien que ni se fía ni es de fiar
Quienes de ustedes simultaneen la mala costumbre de prestar una especial atención a las palabras con el seguimiento preocupado de lo que ocurre en la plaza pública, habrán percibido que uno de los personajes más presentes en ella en los últimos tiempos, Artur Mas, suele incurrir en una curiosa -y tal vez significativa: lo iremos viendo- confusión terminológica.
La confusión consiste en utilizar como si fueran sinónimos las palabras"sospechoso" y "suspicaz", confusión que se hace evidente en construcciones tan manifiestamente incorrectas como "nadie podrá decir de mí que soy suspicaz de..." y otras parecidas que acostumbra a frecuentar. Para interpretar de manera adecuada el sentido de la confusión tal vez en esta ocasión sí que el tópico recurso de acudir al diccionario de la RAE pueda estar plenamente justificado y resultar de utilidad. Según éste, "sospechoso" es el "que da fundamento o motivo para sospechar o hacer mal juicio de las acciones, conducta, rasgos, caracteres, etc.", en tanto que "suspicaz" se predica de quien es "propenso a concebir sospechas o a tener desconfianza". En resumidas cuentas, y simplificando algo abruptamente el asunto, que suspicaz es aquel que no se fía, en tanto que sospechoso es el que no es de fiar.
De ser correcto lo que se está diciendo, no nos encontraríamos entonces en ningún caso ante dos sinónimos sino más bien, en un sentido algo laxo, ante dos antónimos. No pretendo tomar el rábano por las hojas, ni convertir la anécdota de un mal uso de las palabras en categoría política, ni, menos aún, deslizarme hacia una especie de psicoanálisis de mercadillo, pero no puedo evitar el pensamiento de que la señalada confusión terminológica o tiene algo de sintomática o constituye una metáfora reveladora de una específica manera de actuar en la esfera pública por parte del confundido.
Porque, en efecto, fue el propio Mas el que hace algunos meses hizo referencia a la necesidad de la astucia (y astuto viene definido como "agudo, hábil para engañar o evitar el engaño o para lograr artificiosamente cualquier fin" en el mismo diccionario de la RAE al que acudíamos hace un momento) como herramienta para seguir adelante con el procés y sortear las dificultades que pudiera plantear al mismo el gobierno central. Parece, pues, desprenderse de sus propias palabras (o de sus palabras favoritas, tal vez fuera mejor decir) que nos encontramos ante un político que tiende a interpretar las relaciones con sus adversarios no en términos de entendimiento sino de recelo, no sobre la base de considerar que el ideal de la vida política es la construcción de un escenario en el que pueda tener lugar un diálogo lo más franco posible, sino concibiendo aquélla como una batalla de la que sale victorioso el más listo, que para él es el que consigue ser más astuto que el resto.
En nuestra sociedad el diálogo constituye un valor unánimemente aceptado, y la ciudadanía vería con malos ojos a un político que se mostrara reacio a él
Como es natural, en nuestra sociedad el diálogo constituye un valor unánimemente aceptado, y la ciudadanía vería con malos ojos a un político que se mostrara reacio a él. De ahí la estrategia, inequívocamente victimista, seguida durante todo este tiempo por Mas. En vez de esforzarse por acumular el máximo de argumentos para ir persuadiendo tanto a amplios sectores de la ciudadanía catalana a través de un debate público libre y plural, como al propio gobierno central a través del diálogo y la negociación, de la bondad y viabilidad de su propuesta, se ha dedicado a hacer acopio del mayor número de agraviosen el menor tiempo posible (recuerden el eslogan soberanista: tenim pressa [tenemos prisa]) con el fin de poder justificar ante los suyos la conclusión de que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había habido manera de dialogar con la otra parte. A poco que lo analicen, ésta era, a fin de cuentas, la tesis central de la reciente carta "A los españoles", publicada en el diario 'El País' y firmada, entre otros, por el propio Artur Mas.
Sin embargo, no deja de resultar significativo el olvido de la categoría de diálogo por parte de Mas en otros momentos. Concretamente cuando se siente en condiciones de reforzar su postura recurriendo a argumentos doctrinales o de principio, esto es, cuando amaga con teorizar acerca de la naturaleza de la democracia, momentos en los que parece que resultaría poco menos que obligado al menos hacer mención de aquella categoría. Pues bien, precisamente semejante olvido es el que tuvo lugar hace escasas semanas, cuando Silvia Intxaurrondo le entrevistó en Cuatro. En un momento dado de la conversación, el líder de CDC se formuló la pregunta retórica "¿cómo se resuelven los problemas en democracia?". Puesto que pregunta retórica es, por definición, aquella en la que quien la formula ya conoce la respuesta, lo relevante es la que Mas daba por descontado en la suya. En vez de responderse, como probablemente muchos espectadores del programa estaban esperando, "a través del diálogo", "hablando", "intentando entenderse", o cosa parecida, prefirió esta reveladora respuesta: "votando".
Solo hay auténtico diálogo cuando los que dialogan escuchan al otro, y se atreven a correr el riesgo de dejarse convencer, total o parcialmente, por sus ideas
No creo que merezca la pena a estas alturas entretenerse en discutir la obviedad de que, finalmente, en democracia se termina votando. Mucho más importante que eso es destacar todo lo que Mas parecía desdeñar en su auto-respuesta y que, en una democracia deliberativa como se supone que es ésta en la que vivimos, resulta absolutamente ineludible: la libre exposición pública de las diferentes opciones, una información veraz sobre la realidad sobre la que se pretende intervenir y sobre las consecuencias de hacerlo en uno u otro sentido, la confrontación en pie de igualdad en el espacio público de todas las propuestas, el debate de ideas y modelos de sociedad, la negociación, la búsqueda de posibles pactos, etc. Por supuesto que el final feliz del acuerdo no puede darse por supuesto, y siempre hay que contar con la posibilidad de que deban ser finalmente los ciudadanos los que terminen resolviendo por medio del voto un conflicto, en el caso de que sus representantes no hayan sido capaces de alcanzar ninguna solución negociada. Pero eso es una cosa y convertir el hecho de votar en la sola sustancia de la democracia, como hace Mas, es otra.
Incurrir en una reducción tal implica un radical empobrecimiento de la idea misma de democracia. Como también lo implica identificar participación con agitación, como si la gente en la calle constituyera un argumento (tanto más contundente cuanto mayor sea su número). Sin embargo, qué se le va a hacer, las masas convocadas para una manifestación, por más alegres que estén y por más educadamente que se comporten, no garantizan con su sola presencia en la calle el acierto de aquello que reivindican.
La prisa por decidir (emblemáticamente expresada en la resolutiva frase "¡no se hable más!") suele esconder el temor a debatir y a dialogar. Ahora bien, solo hay auténtico diálogo cuando los que dialogan escuchan al otro, y se atreven a correr el riesgo de dejarse convencer, total o parcialmente, por sus ideas. No albergo la menor duda de que llegará un momento -si no tras el 27-S, con más probabilidad tras las próximas elecciones generales- en que los implicados en el conflicto catalán tendrán que sentarse en una mesa a dialogar. El problema es si tendrá sitio en esa mesa alguien que ni se fía ni es de fiar.