Pablo Sebastián (Publicado en Estrella Digital, aquí)
Las elecciones generales han dejado, lamentablemente, la cosas como estaban, y todo apunta a que iremos de mal en peor, en la política y en la economía, porque todavía estamos por escuchar un discurso claro y firme de Zapatero de compromiso con España, en el que, explícitamente, anuncie su voluntad de rectificar los graves errores de los pasados años a los que hizo referencia —sin citarlos— en la campaña electoral. Mientras que, en la oposición del PP y salvo sorpresas de los próximos meses, parece que el derrotado Rajoy insiste en seguir plácidamente instalado al frente del partido a pesar de que se dejó en las urnas su credibilidad y el escaso liderazgo con los que acudió a la cita electoral. De lo contrario Rajoy, o algún destacado dirigente de este partido, ya habría salido al paso de las últimas y demenciales declaraciones de Aznar sobre la guerra de Iraq.
El colmo de esta situación, en lo que a la cohesión nacional se refiere —que sin duda será determinante para la estabilidad del Gobierno, y la respuesta que merece la crisis económica—, está en la chulesca pretensión del PNV de convertirse en árbitro de la situación política, a pesar de la severa derrota sufrida en las elecciones en las que perdió un cuarto de su electorado, un diputado y cuatro senadores. Convencidos los nacionalistas vascos de que Zapatero les curará las heridas de semejante descalabro con el regalo de un nuevo Estatuto, dotado de altas cotas de soberanía, a cambio de su apoyo a la investidura del líder del PSOE.
Si esto es así, a pesar del claro mandato electoral de la gran mayoría de españoles, que ha castigado de manera explícita a los independentistas del PNV y ERC, estaremos, otra vez, en una situación parecida a la que ya se vivió en la pasada legislatura con el Estatuto catalán, el plato de lentejas por el que Zapatero vendió la españolidad a cambio del apoyo de ERC, de IU (otro confederado arrasado en las urnas) y de un disparatado PSC conducido por Maragall. Lo que provocó una crisis de envergadura que acabó con la cabeza del propio Maragall, abrió una crisis entre el PSOE y el PSC y dio alas a una demencial negociación política con ETA, que acabó con bombas (siguen en ello) y tiros en la nuca.
Lo que debió costarle la derrota a Zapatero si no fuera porque en el PP se siguió, al pie de la letra, el guión de “cómo perder las elecciones” con la inestimable colaboración de Rajoy, Aznar, Acebes, Zaplana, Aguirre, la COPE, El Mundo, la Conferencia Episcopal y la AVT, entre otros. Este PP que, como el PNV, se niega a reconocer sus propios errores, empezando por la necesidad de contar un liderazgo nuevo y dotado de la credibilidad imprescindible para abordar los tiempos difíciles que se aproximan. Y para tomar decisiones de la mayor responsabilidad, llegando, incluso, a facilitar la investidura de Zapatero para que el PSOE no vuelva a caer en los brazos del nacionalismo radical.
Tentación a la que parece inclinarse Zapatero, quien seguramente estará haciendo nuevas cábalas sobre la oportunidad de unir la negociación de un nuevo Estatuto vasco con el fin de ETA, tal y como ya hizo en los pasados años partiendo del Estatuto catalán. Confiando, además, el líder del PSOE en sus dotes de encantamiento y engaño a la hora de sus pactos secretos en el palacio de la Moncloa, algo que algunos valoran como una maquiavélica habilidad del presidente, en lugar de reconocer que todo ello es, más bien, fruto de sus precipitados errores e incapacidad política que, al día de hoy, permanece intacta aunque haya revalidado el triunfo electoral.
El aparente doble lenguaje que el PNV exhibió ayer en el Aberri Eguna (Urkullu ofreciendo a Zapatero un “pacto sin rebajas” e Ibarretxe diciendo que Euskadi nunca se someterá a España y que convocará un referéndum ilegal este año) sólo tiene una posible lectura: el apoyo a la investidura de Zapatero y el respeto a la legalidad vigente sólo será posible por parte del PNV a cambio de un Estatuto con plena soberanía y el reconocimiento del derecho de autodeterminación. En suma, el PNV reclama el mismo derecho a negociar con ellos lo que el Gobierno de Zapatero aceptó a negociar con ETA, aunque no llegara a un acuerdo definitivo. Lo que viene a decir que el PNV se alinea con la estrategia del chantaje de ETA, aunque sin matar: o soberanía y autodeterminación, o referéndum ilegal y amparo político al brazo político de ETA (para empezar en el Parlamento de Vitoria, en ello están).
Es decir, pretenden que Zapatero, en el nombre del Estado español, pague un precio al PNV para que el Gobierno vasco cumpla la ley y, como regalo, los del PNV le garantizan su investidura y la estabilidad de su Gobierno sin que el nuevo presidente tenga que sumergirse en el complicado laberinto de la política catalana.
Y, naturalmente, el acuerdo de legislatura con el PNV parece ser el primer objetivo de Zapatero a la vista de los mensajes que ya lanza su periódico de cabecera —El País—, donde se dice que en la Moncloa preparan un posible nuevo pacto antiterrorista que incluya al PNV y al PP, lo que son ganas de tomar el pelo al conjunto de los españoles, vistos y oídos los discursos del Aberri Eguna.
Más bien, al contrario, Zapatero debería salir al paso de esas declaraciones advirtiendo que no se aceptan chantajes de ilegalidad, ni se dan más cotas de soberanía a nadie (aquí incluido el cupo que pide ERC para Cataluña). Lo que estaría muy bien, recibiría un sincero aplauso del conjunto de los españoles y demostraría que Zapatero aprendió la lección de los pasados errores. Y, además, no pasaría nada en el País Vasco, como no ocurrió nada el día que se le dijo “no” al famoso Plan Ibarretxe. Pero esperar semejante discurso, de firmeza y españolidad, pronunciado por Zapatero sería tanto como descubrir a otro personaje, a no ser que los suyos —con los medios de comunicación incluidos— le obliguen a actuar de otra manera, convencidos del riesgo que incluye, para España y para el PSOE, otro paseo de Zapatero por el borde del precipicio de la dañada cohesión nacional, mientras crujen las cuadernas de la economía y se anuncia un inevitable malestar social.
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