DESDE que Churchill perdió unas elecciones al mes y medio de haber ganado la guerra más crucial de la Historia es moneda común en política que a la gente no le gustan demasiado las llamadas a la responsabilidad continua. Los ceños fruncidos y la ética del deber no son demasiado rentables a la hora de ir a por los votos, momento en el que muchos ciudadanos quieren ver a los candidatos con el rostro más amable posible, ya que es la única oportunidad que tienen de sentirse importantes ante los dirigentes públicos. Por eso las elecciones no siempre las ganan los que ofrecen propuestas más razonables, sino quienes mejor demuestran conocer a sus contemporáneos.
El mayor error de Zapatero en esta legislatura fue calibrar de manera incorrecta la reacción popular ante sus tejemanejes con la ETA. Pensaba que lo iban a jalear como el Gran Pacificador, y no se le pasó por la cabeza la indignación de los españoles al verle humillarse ante los responsables del sufrimiento colectivo, aunque fuese con la bienintencionada voluntad de aliviarlo. Ahora ha cambiado de estrategia porque se juega el poder a una sola carta, y ha decidido presentarse como un benefactor dadivoso dispuesto a repartir dinero, viviendas y regalías diversas, igual que Jesús Gil comparecía de vez en cuando en Marbella repartiendo a dos manos entradas para los toros. La figura se llama populismo y tiene mala prensa entre la gente sensata y razonable, pero también posee una demostrada eficacia a corto plazo.
En España, donde existe una extendida cultura de gasto manirroto y donde hasta los ministros sostienen que el dinero público no es de nadie, a la gente se le da una higa el superávit y piensa que si sobra pasta está mejor en sus bolsillos que en el Banco de España. Puestos a escoger, muchos compatriotas prefieren la ayuda directa, en forma de cheque o de transferencia, que la inversión en servicios comunes, y mejor mañana que pasado por si más adelante cambian las circunstancias. Sin duda los hay también que se ofenden ante la sugerencia manifiesta de que les quieren comprar su voluntad por un puñado de euros, pero el Gobierno ha decidido apostar a que son menos que los que están dispuestos a abrir los brazos para recoger el maná que derrama Zapatero el Benéfico.
De este modo, las elecciones no dependen tanto de que las propuestas populistas del presidente sean negativas para la economía general, sino de que los electores se las crean. Como las consideren viables, no habrá crítica que se sobreponga al entusiasmo de los beneficiarios, por muy puesta en razón que esté y muy juicioso que resulte su fondo. Con todas sus apuestas anteriores quemadas, Zapatero lo fía todo a su potestad de abrir la caja del Estado. Por supuesto que se trata de una descomunal irresponsabilidad, pero al hombre que ha convertido el mapa de España en un puzle de armar y desarmar y ha jugado a los dados con los terroristas le debe de resultar una nimia e insignificante fruslería romper la hucha para comprarse su propio futuro.
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