Este blog pretende ser un equitativo rincón de la crítica a la propaganda política. En su modestia, tiene abiertas las ventanas a cuantos aires nos libren de las contaminaciones ideológicas.
Reivindicación del tren para el progreso de Cuenca Se pretende quitar el tren luego de haberlo degradado durante más de treinta años. El resultado del cierre es vergonzoso: la pérdida de la vertebración del territorio, el agravamiento del problema demográfico, el desperdicio de una oportunidad para reducir la huella de carbono y la pérdida de servicios en pueblos ya de por sí en una situación crítica.
Enigmas del porvenir de Cuenca. Luces y sombras para salir del estancamiento En Cuenca sobra el "resultadismo" estratégico, que es una inadmisible entrega de las llaves de la continuidad en el estancamiento e incluso en el retroceso en todos los ámbitos socioeconómicos. Está obligada a sustituir a sus actuales líderes, que viven de la política sin aportar nada a ésta.
Últimos libros de J. A. Buedo sobre Cuenca
Contexto sociopolítico y progreso de Cuenca Obra publicada por la Editorial Alfonsípolis en mayo de 2010. En sus 254 páginas, ayuda al lector a conocer las claves de la vida pública conquense, al tratar los problemas colectivos más recientes de esta provincia y reflexionar sobre ellos.
Cuenca 2005. Un recorrido sociológico por la Ciudad Para bajar este ensayo del servidor sólo tiene que hacer clic en el Download que figura al pie de este artículo, publicado en Aires de La Parra el 23/05/2006
Cuenca en la encrucijada. Repercusiones de ampliación UE El Download de esta obra figura al término del artículo "Buen gobierno local y ampliación europea", publicado el 1/12/2005 en Aires de La Parra, desde donde puede bajarse haciendo un clic.
Marco Político para la Sociedad de la Información en Cuenca Para bajar la obra del servidor sólo tiene que hacer clic en el Download que figura al pie de este artículo, publicado en Aires de La Parra el 26/11/2005
Foro Económico y Social Cuenca 2027 Página de debate y control de la gobernanza realizada en la provincia, para el fomento de políticas avanzadas de progreso y la creación de expectativas de futuro
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Vadémecum de política municipal: "cómo gobernar un ayuntamiento" Esta obra del profesor Rafael Jiménez Asensio, se publicó en 2017 por el Instituto Vasco de Administración Pública. El Vademécum de Política Municipal (Cómo gobernar un Ayuntamiento) es una síntesis de la primera parte del libro Cómo gobernar y dirigir un Ayuntamiento, editado por el citado Instituto.
TheCircularLab TheCircularLab es un centro de innovación situado en Logroño que centra su actividad en el estudio, prueba y desarrollo de las mejores prácticas en el ámbito de los envases y su posterior reciclado.
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DELOS: Desarrollo Local Sostenible POLÍTICA SOCIAL Y DESARROLLO LOCAL-MUNICIPAL
Se indagan los vínculos que existen entre el gobierno municipal y la política social, y, particularmente, qué papel juega la política de desarrollo social en el plano discursivo del gobierno municipal.
Acta de Investigación Psicológica (AIP), publicada cuatrimestralmente por la División de Investigación y Posgrado de la UNAM, posee como objetivos divulgar recientes y relevantes contribuciones de académicos a la Psicología, caracterizándose por su contenido que refleja la transversalidad y el enfoque multidisciplinario de los conocimientos generados.
Juan Andrés Buedo: Estrategias de emprendimiento para el desarrollo de Castilla-La Mancha La obra se centra en el examen de los recursos disponibles por las Administraciones Públicas de Castilla-La Mancha para impulsar el emprendimiento, entendido no solo como la capacidad para iniciar nuevas actividades económicas de generación de empleo y crecimiento social en esta región, sino también como valor social que debe promoverse y ampararse desde todos los poderes públicos.
Conquenses por el Cambio La expresión en la red de un sentimiento, y una razón, que cada vez se extiende más por Cuenca. Después de ocho más cuatro años de gobierno del socialista Cenzano en el Ayuntamiento, Cuenca necesita un cambio que devuelva a los ciudadanos la fe en su ciudad y la confianza en el sistema democrático.
Chasquidos Letras con ácido para derretir el aburrimiento. Por Anselmo Cobirán.
Blogs de Cuenca Blog que recoge una amplia opinión e información sobre Cuenca con unas instantáneas variadas y sugestivas, extraídas de los blogs por aquí publicados
Con independencia de aquellos comentarios ad hoc que cada artículo u opinión puedan suscitar, se publicarán de modo singular e independiente las opiniones de nuestros lectores, remitiendo un correo a la dirección de abajo, poniendo al final del mensaje “PUBLICAR ARTÍCULO”.
Imagino la existencia de un cronista histórico de La Parra de las Vegas, amigo de unos jóvenes emprendedores, conducidos por un economista influyente y versado, y salta de inmediato la chispa de la experiencia y la sensata observación social, que conjuntamente incitan a proponer aquí la iniciativa de crear en el pueblo un Mercado Renacentista para impulsar nuevas dinámicas, indispensables para sacar este recodo de su marasmo desfalleciente.
Con esta finalidad me he acercado a Richtopia.com, que ha creado un algoritmo para identificar a los 100 economistas más influyentes del mundo según su presencia en redes sociales como Twitter, Facebook, Wikipedia, YouTube, LinkedIn e Instagram. Al dar un paseo por dichas plataformas digitales, aparecen conformando la primera fila Paul Krugman, Yanis Varoufakis, Juan Ramón Rallo, Daniel Lacalle, Joseph E. Stiglitz y Thomas Piketty, de todos los cuales guardo una amplia colección de trabajos archivados.
Como es bien sabido, la innovación constituye uno de los principales motores del crecimiento económico, pero también promueve mejoras en el terreno de la salud, la desigualdad y las relaciones sociales. Los avances contemporáneos en biología e inteligencia artificial son tremendamente prometedores a la hora de acelerar la prosperidad, mejorar la salud y la educación a nivel mundial sin dejar atrás a los más desfavorecidos y enfrentar retos sociales de todo género.
El análisis económico puede ayudar a detectar muchas fallas, en las cuales las necesidades sociales y los incentivos comerciales para invertir en innovaciones van por carriles muy diferentes de las instituciones actuales, así como aportar datos para la concepción de políticas e instituciones.
Las innovaciones en la prestación de servicios públicos, tales como las nuevas tecnologías para la extensión agrícola digital, enfrentan el problema del monopsonio -explicado por Michael Kremer-, ya que el comprador más probable es el gobierno. Otro factor puede ser la renuencia de los innovadores a invertir en avances con limitadas barreras al ingreso, tales como variedades de cultivos resistentes al clima que los agricultores pueden volver a plantar en otras temporadas sin necesidad de comprar nuevas semillas. Pero lo fundamental, yendo al fondo del asunto que quiero glosar hoy, es que al igual que los bioquímicos e informáticos producen invenciones prácticas en su campo, cada vez más economistas están concibiendo innovaciones sociales en nuestro campo. Y de estas no puede apartarse La Parra, muy necesitada de esas transformaciones.
Sin miedo y como guía de lo que afirmo, ahí están los mercados de Torrelavega, Medina del Campo, Fuensalida, Laredo, Gandía, Torrelodones, Medina de Pomar, Huesca... Los mercados renacentistas se caracterizan por su ambiente festivo y por la venta de productos artesanales y alimentos típicos de la época.
Durante los mercados renacentistas, los comerciantes y artesanos venden productos que son réplicas de los que se fabricaban en la época del Renacimiento. Estos productos suelen incluir artículos de cuero, vidrio, cerámica y metal, así como ropa y joyas elaboradas con técnicas y materiales tradicionales. Además, en los mercados renacentistas a menudo se pueden ver actuaciones de música, teatro y danza que recrean las formas de entretenimiento de la época.
Hoy en día, los mercados renacentistas se celebran en todo el mundo y son una forma de celebrar la historia y la cultura del Renacimiento. Estos mercados ofrecen a los visitantes una oportunidad única para experimentar la vida en la época del Renacimiento y para comprar productos artesanales únicos y de alta calidad.
Bien, así podrían renacer las esencias y la impronta del que fuera Vizcondado de La Parra, un despoblado municipio hoy que, no por esto, puede reclamar y emplazar en este lugar un inmenso muestrario de teatralizaciones, talleres, música, cine, gastronomía..., sin par en toda la provincia de Cuenca. Dé o no dé para ello la Diputación Provincial y sus adláteres etiquetados. Para esta iniciativa el soberano ha de ser el pueblo, sin etiquetas de partidos, ni clanes, ni mucho menos parásitos negociantes del peculio particular.
Perfectamente la fórmula técnico-administrativa podría ser una especie de Consorcio Intermunicipal de La Parra, Las Valeras, Valverde del Júcar, Villaverde y Pasaconsol, Albaladejo del Cuende, Olivares de Júcar, San Lorenzo de La Parrilla, Altarejos, Mota de Altarejos, Valdeganga y Tórtola. Consorcio al que podría dar fondo y forma el Foro Económico y Social Cuenca 2027.
Artículo publicado en El País, el 19 de enero de 2023 (ver aquí)
El ascenso de Donald Trump mostró que el trastorno egocéntrico en los líderes tiene consecuencias reales; las redes sociales han potenciado en los ciudadanos esa clase de personalidad frágil y tóxica y están desterrando el debate serio
De un tiempo para acá, una palabra que antes era especializada, o que formaba parte solamente del léxico de ciertas profesiones, ha estado apareciendo en la prensa y en discursos diversos, como si hubiera descubierto de repente los placeres de vivir al aire libre. La palabra es narcisista; la hemos visto aplicada a Donald Trump, por ejemplo, y, como narcissist es un sustantivo, ha venido acompañado de adjetivos para describir mejor al expresidente: maligno es uno de los más usados. No sé cuándo haya empezado esta palabra a hacerse presente en nuestra conversación de todos los días, pero hace poco me encontré —es la maldición de los que acumulamos revistas— un artículo de Vanity Fair publicado allá por los meses remotos de 2015, cuando el mundo era otro en parte porque Donald Trump no había sido elegido todavía. En él, un grupo de psicólogos y psiquiatras se atrevía a lanzar por primera vez su veredicto: estábamos ante un narcisista de libro de texto, un caso extremo en un oficio —el de los políticos― de casos extremos, y la idea de que un hombre semejante llegara a la presidencia tenía que ser motivo de preocupación.
Todo en el artículo era alarmante. Para George Simon, profesor de seminarios sobre comportamientos manipuladores, Trump era un narcisista tan perfecto que sus apariciones públicas eran inmejorables como ilustración de las características de este desorden; si no tuviera a Trump, decía Simon, se vería obligado a contratar actores y dibujar viñetas. Hablando del bullying, los constantes comportamientos de matón y la tendencia a la humillación del otro que Trump había convertido en estrategia cotidiana, el psicólogo clínico Ben Michaelis hacía un diagnóstico preciso. “El narcisismo es una defensa extrema contra los propios sentimientos de inutilidad”, decía. “Degradar a la gente es en realidad parte de un trastorno de personalidad”. Wendy Behary, que aparecía en el artículo como autora de un estudio titulado Desarmar al narcisista, hablaba de la relación que tienen los narcisistas con la verdad: “Los narcisistas no son necesariamente mentirosos, pero se sienten notoriamente incómodos con la verdad. La verdad significa la posibilidad de sentirse avergonzados”. La vergüenza que les causan sus carencias o sus fracasos es lo que los especialistas llaman la herida narcisista; en el caso de Trump, la herida es del tamaño de su ego.
El artículo de Vanity Fair, recuerdo bien, causó un revuelo predecible. Dar semejantes diagnósticos rompía con un precedente de la vida política estadounidense: la llamada “regla Goldwater”. En 1964, la revista Fact publicó una suerte de encuesta en la que los psiquiatras opinaban sobre la idoneidad psicológica del senador Barry Goldwater, candidato a la presidencia. El senador demandó a la revista y ganó, y desde entonces se instaló un tabú entre los profesionales de la salud mental, que dejaron de emitir diagnósticos sobre los políticos… hasta que apareció Trump, y la inquietud fue demasiada como para quedarse callados. Siete años después del artículo, todo el que haya estado medianamente despierto ha podido ver las consecuencias de poner a un narcisista en posiciones de poder, pues los hay varios y en varios países: donde hay un Trump hay un Putin. No hay nada nuevo en el hecho mismo, por supuesto: desde que Havelock Ellis lo identificó a finales de siglo XIX, el narcisismo como desorden mental nos ha permitido entender mejor a Hitler y a Stalin, y fantasear con la idea de todo lo que no habría ocurrido si alguien le hubiera dicho al uno que pintaba bien y al otro que no era mal escritor.
Pero el diagnóstico de narcisismo es algo serio, y el narcisista es una persona tóxica que hace daño a quienes lo rodean. Pues bien, en los últimos tiempos hemos recurrido al mismo término para describir un fenómeno muy distinto: la emergencia en las redes sociales de un nuevo egocentrismo que hoy nos parece síntoma de algo más. Hay un ensayo de Falso espejo, el libro de Jia Tolentino, que lo explica con elocuencia. Tratando allí de analizar el fenómeno por el cual nuestra actividad en internet suele limitarse a lo que está de acuerdo con nuestras opiniones y prejuicios, Tolentino llega a esta conclusión que me parece inapelable: el problema con las redes sociales tal como están concebidas es que sitúan la identidad personal en el centro del universo. “Es como si nos hubieran puesto en un mirador desde el cual se ve el mundo entero”, dice, “y nos hubieran dado unos prismáticos que hacen que todo se parezca a nuestro propio reflejo. A través de las redes sociales, muchas personas han llegado rápidamente a ver toda nueva información como una especie de comentario directo sobre quiénes son”.
Me gusta ese ensayo porque Tolentino, aparte de ser buena ensayista, es una milenial muy activa en redes, con lo cual habla o parece que hablara desde una autoridad que otros escépticos no tenemos. Pero cualquiera que tenga la mirada lúcida, o que pueda salir a mirar el mundo sin esos prismáticos que todo lo distorsionan, se ha dado cuenta recientemente de que detrás de muchos de nuestros enredos contemporáneos está la misma causa: la hipertrofia de las identidades, que responde también a su fragilidad o a su incertidumbre. En Corre a esconderte, una de las novelas más inteligentes que he leído en los últimos meses, Pankaj Mishra pone a un personaje (no muy simpático, dicho sea de paso) a hablar de estos tiempos en los que todo el mundo se ha convertido en una marca, y, por lo tanto, en promotor de sí mismo. “Nadie”, dice, “ni siquiera los más ricos y bellos y famosos, está seguro de quién es, y todos luchan por ser reconocidos en la economía de la atención de las redes sociales”.
Y esto es un problema. Son esas identidades demasiado frágiles e inciertas las que han desterrado de tantos lugares el debate serio, aunque a veces sea airado y aun hiriente, y han anulado la diversidad de puntos de vista cuando alguno parece escandaloso o simplemente heterodoxo, y han reemplazado el enfrentamiento y el conflicto, tan necesarios y saludables en una sociedad abierta, por la cancelación (otra de las palabras clave de nuestro tiempo) y el silenciamiento del contradictor: que deja de ser contradictor, por supuesto, para convertirse en amenaza y enemigo. Estos individuos exigen al mundo entero que los vea como quieren ser vistos, aunque para ello sea necesario que el mundo cambie su comportamiento, sus opiniones y su lenguaje; tienen una sensibilidad hipertrofiada, y se han convencido de que el mundo entero debe tener como máxima prioridad cuidar sus emociones y protegerlos de las ofensas. Las ofensas pueden ser imaginarias, es decir, sólo existir en la mente del ofendido; pero el ofendido seguirá exigiendo que se le respeten a toda costa, porque son suyas y para él son reales, y eso es lo único que importa.
Un día sabremos medir hasta qué punto estas distorsiones han afectado nuestra forma de dialogar, de negociar y, sobre todo, nuestra forma de votar. Pero si es necesario nombrar el mundo con precisión, habremos de convenir que una cosa son los narcisistas malignos tipo Donald Trump, cuyas patologías y carencias (como lo sabe todo el que haya leído a Shakespeare) tienen un efecto muy real en nuestras vidas políticas, y otra muy distinta el “narcisismo”, entre comillas muy grandes, como rasgo de carácter del mundo virtual. Sin duda los dos están comunicados por pasajes subterráneos. También esto habría que explorarlo alguna vez.
Artículo publicado en El País, el 20 de noviembre de 2022 (ver aquí)
Muchos lo recordarán. En un anuncio de natillas de 1990 aparecían varios niños a los que se les preguntaba qué querían ser de mayores y el último de ellos, vestido con un traje que le quedaba grande, anunciaba contento: “¡Yo de mayor quiero ser jefe!”, y ponía los pies sobre la mesa como si dibujara una metáfora del placer de mandar, la famosa erótica del poder. Luego, una voz en off anunciaba: “Si quieres hacerte mayor, aliméntate a gusto, toma natillas”. Puede sonar a chiste, pero no es broma, se puede ver en YouTube. No cabe duda de que el anuncio surtió efecto y varias de aquellas criaturas comieron muchas natillas, se hicieron mayores pronto, cumplieron su sueño y ahora ejercen felices la celebrada voluntad de poder nietzscheana luciendo el estrés con orgullo, como una conquista que vibra en su móvil cada 10 segundos. Como indica la socióloga francesa Sandra Hoibian, en algunos lugares tener según qué trabajo en momentos de inflación económica es un símbolo de estatus social. No es un simple contrato con objetivos; es la manera más eficaz de sumar contactos y de marcar distancias con el resto. El descanso, el retiro, por el contrario, se tratan a menudo como un sinsentido.
Aprovechando el aislamiento en que vive la pausa, el ensayista francés Alain Corbin ha publicado en Francia Histoire du repos (historia del reposo), una invitación a vivir diferente la relación con la fatiga y con el tiempo. A su juicio, decir “necesito descansar” es formular un deseo, un sentimiento tan cierto como una necesidad elemental. O no, porque, como sostiene, el ocio ha reemplazado al reposo. El ocio ocupa el tiempo y se adueña del espacio. Todo ello en un escenario en el que más de 40 millones de personas del mundo (a su modo privilegiados) abandonaron sus puestos de trabajo el año pasado. Al fenómeno se lo llamó la Gran Dimisión (también denominado la Gran Renegociación, la Gran Remodelación o el Gran Replanteamiento). Hubo gente que se dio cuenta de que podía encontrar mejores formas de ganarse la vida o de no ganársela, ¿para qué?
En cualquier caso, puede que un detalle se les escapara a los creadores de aquel lejano anuncio, porque ser jefe hoy no es lo mismo que ser jefe en los noventa. Entonces no había teléfono móvil y tal vez el puesto, además del deseado salario elevado, ofreciera dos días enteramente libres a la semana y varias horas del día y de la noche. Además, para qué engañarnos, jefes sin jefes hay muy pocos. Se habla mucho de las consecuencias nocivas del bucle de WhatsApp. Ya sabemos que la desconexión es relativa y confusa. Ya sabemos que escribir un correo electrónico en el parque equivale a un mensaje incompleto y a una criatura descuidada. Poco importa que esta sea una época de estrés permanente (y, como aventuraba Mark Fisher, de “privatización del estrés”) en la que verbos como descansar o reposar se han borrado de los mapas mentales de la mayoría, época de llegar a los objetivos y al bonus con la aceleración de las tecnologías que venían para hacernos ganar tiempo y contrariamente lo quitan porque hay que rendir más. Poco importa que en 2021 la revista científica Environment International estableciera el trabajo excesivo como el mayor factor de enfermedad ocupacional, responsable de una tercera parte de las enfermedades relacionadas con el trabajo. O que otra investigación por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) señalara —como recogió la BBC— que cada año 750.000 personas mueren de enfermedad coronaria isquémica y apoplejía debido a largas horas de trabajo, lo que advierte de que hoy muere más gente por trabajo excesivo que por malaria.
Alain Corbin ya escribió una Historia del silencio y es especialista en la historia de las sensibilidades y en paisajes sonoros en libros sutiles, como señala la periodista francesa Julie Clarini, que rastrean lo esquivo, buscan reconstruir las modalidades de percepción y la textura de las emociones. Así pues, ante el imperativo del rendimiento, el objetivo de Corbin es comprender la distancia que va desde los tiempos en los que el reposo se identificaba con salud —es decir, un estado de eternidad feliz— hasta el gran siglo del reposo, que se extiende entre el último tercio del siglo XIX y la mitad del siglo XX, cuando se crea la alegoría placentera de las playas, el descanso terapéutico practicado en sanatorios, las vacaciones pagadas percibidas como tiempo destinado a redimir la fatiga del trabajo. ¿Qué hubo entre un momento y otro? La revolución industrial.
En una conversación con la propia Clarini en la revista L’ Obs, Corbin asegura que la obsesión actual por la necesidad de reposo aparece con la llegada de las fábricas. Antes, el reposo estaba instaurado en el trabajo, se hacían las pausas cortas necesarias. Artesanos y agricultores producían su propio tiempo. Los múltiples instantes de reposo hacían que la alternancia trabajo-descanso fuera sutil. Con las fábricas llega el trabajo cronometrado. Un apunte que nos obliga a recordar el reciente ensayo de David Rooney A tiempo (Alianza), una historia de la civilización a través de los relojes, en el que se recuerda la importancia de las torres con relojes como herramientas de control que además ayudaban a los gobiernos a condenar la pereza. Al aire libre y a la vista (no dentro de una iglesia o de un Ayuntamiento) exhortaban a no perder el tiempo. Eso no cuadraba con la idea de trabajar para el Dios que debía luego brindar otra vida. Para recordar el pecado de la contemplación y la tentación de la desgana surgieron relojes de bolsillo que se llamaron, claro, relojes puritanos, objetos cotidianos que incorporaron disciplina incorpórea a la ética protestante del trabajo, relojes personales que devinieron propietarios y supervisores como lo son hoy nuestros móviles. Pues tal como señaló Lewis Mumford, gran cronista de la modernidad urbana: “El control del tiempo pasó a ser el cumplimiento, la contabilización y el racionamiento del tiempo”.
Es con el trabajo excesivo, lo que Corbin llama “surmenage”, que se instaura el descanso legal, y van apareciendo conceptos nuevos como “ocio”, “relax”, “concentración” o “desconectar”, y a su vez las ciencias del espíritu del reposo como bien natural. Todo un capítulo se dedica al concepto quietud, una palabra que ha caído en desuso para bien de su contrario, inquietud, algo sin duda sintomático. Para Corbin, siempre influido por sus convicciones católicas, la quietud es una suerte de reposo del alma. La quietud es el puro disfrute de una presencia. Es evidente que la idea remite a Pascal y a la famosa frase que ya suena a cliché: “Toda la desgracia del hombre viene de no saber estar en reposo en una habitación”. Para Corbin, como al hombre le disgusta enfrentarse a su destino y su futuro incierto, busca distraerse. Montaigne dedica en los Ensayos un capítulo a la jubilación (que, aunque no lo parezca, viene de júbilo) y advierte de que su mayor enemigo “es la ambición, pues la gloria y el reposo son cosas que no pueden vivir en una misma casa”. La Bruyère lo tenía también claro: “El mejor de todos los bienes es el descanso. El retiro y un lugar que sea su dominio. La vida es corta y aburrida y se pasa mientras se desean cosas”.
Tiempo después, entre la burguesía y los artistas florecerá la paradoja del descanso dominical: el peso melancólico de la tarde del domingo. Baudelaire se mostró sensible a este aburrimiento, unas veces lo llamó ennui y otras spleen. En el poema El crepúsculo de la noche se lee: “Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo”.
El domingo, que empezó siendo el primer día de la semana, destinado a ir a misa y rezar, desembocó en el aburrimiento, un tema tan eterno que hasta Juliette Grecó y Aznavour cantaron Je hais les dimanches (odio los domingos) y Charles TrenetLes enfants s’ennuient le dimanche (los niños se aburren los domingos). El dramaturgo Sacha Guitry afirmaría: “No hagas nunca el amor el sábado por la noche, pues el domingo si llueve ya no sabrás qué hacer”. Para analizar el reposo hoy podemos acudir a Andrew Smart, ingeniero en Google, que en su obra El arte y la ciencia de no hacer nada, de 2013, escribió: “Ciertas redes cerebrales se vuelven más activas cuando no estás haciendo nada en particular, es muy importante dejar que estos momentos sucedan. Es como con el ejercicio físico; si se camina durante un largo rato es necesario detenerse y descansar. Si no se le aplica ese principio al cerebro, se sofoca la creatividad y el conocimiento de uno mismo”. Alex Soojung-Kim Pang, fundador de Strategy and Rest, empresa de consultoría con sede en Silicon Valley que ayuda a las compañías a implantar semanas laborales de cuatro días, ha publicado en la revista Psyche Guides un artículo al respecto titulado How to rest well: “Al igual que los nadadores y los monjes budistas aprenden a utilizar la respiración para mantener la energía o calmar la mente, las personas ocupadas deben aprender a descansar de forma que los ayude a recargar sus baterías mentales y físicas, y a obtener una ráfaga de visión creativa. Para ello es necesario desarrollar nuevas prácticas diarias y pensar de forma diferente sobre el descanso”. Pero, como es habitual, más contemporáneo es el siempre lúcido Friedrich Nietzsche, que en La gaya ciencia predijo: “Reflexionamos con el reloj en la mano. Vivimos como alguien que se atormentara sin cesar por dejar escapar alguna cosa”, y “parece que la verdadera virtud consiste ahora en hacer una cosa en menos tiempo que otro”. Aquello de “mejor hacer cualquier tontería que no hacer nada” se ha convertido en un principio. Sí, Nietzsche lo vio venir todo, incluso el desvalimiento del hombre ante el abismo de la existencia y del trabajo y de la aceleración del tiempo que trajo consigo la modernidad y sus problemas, que son los de hoy, la inmediatez, el WhatsApp.
Resumiendo: si la revolución industrial trajo la reducción de los periodos de reposo y la intensificación de la fatiga en el obrero, entre las clases privilegiadas el progreso trajo la posibilidad de un descanso estrechamente ligado al vacío del tiempo, al cultivo del yo más allá de la simple restauración de la fuerza, a eso que hoy llamamos tiempo personal y que remite al sentido primigenio del reposo.
En The Use of Life (1895), el autor victoriano John Lubbock, innovador en el mundo de las finanzas, destacado arqueólogo que acuñó los términos Neolítico y Paleolítico y utilizó su riqueza para salvar el antiguo círculo de piedras de Avebury (el henge más grande del mundo del Neolítico europeo, más antiguo que el vecino Stonehenge, en la llanura de Salisbury, Inglaterra), y que, como reformista político, lideró la campaña a favor de los días festivos, lo tenía clarísimo: “El descanso no es una ociosidad, y tumbarse a veces en la hierba bajo los árboles en un día de verano, escuchando el murmullo del agua, o viendo las nubes flotar en el cielo azul, no es en absoluto una pérdida de tiempo”.
Balzac y los caminantes
El reposo ha sido tan importante que llegó a invadir el mundo artístico. La pintura representaba escenas en las que veíamos personajes retirados (hasta de sí mismos), muy lejos del trabajo. Balzac no dejaba de describir hombres que caminaban tranquilos por la calle cuyo ritmo lento revelaba el tiempo (y las rentas) de que disponían. Para el estudiante que sobrevive con trabajos precarios descrito por Jules Vallès en la novela 'El bachiller', el domingo tiene el color del aburrimiento, la desesperación y la nada. No en vano (o no por casualidad), ya en 'Los Miserables', de 1862, Victor Hugo advierte: “Hay algo más terrible que un infierno de sufrimiento, un infierno de ocio”. Tampoco pasa por alto el historiador Alain Corbin el concepto “reposo eterno”, tan importante en el catolicismo. Así, uno de los momentos álgidos de la historia del cristianismo se halla en los últimos minutos de la 'Pasión según san Mateo', de Johann Sebastian Bach. Después de que el cuerpo de Cristo haya sido enterrado, el coro de fieles repite “Jesús descansa dulcemente”. E igualmente, al Sansón de Haendel se le desea un reposo eterno y dulce.
Para un aristócrata en los siglos XVII y XVIII la mayor desgracia era la privación de ir a la corte y el deber de renunciar al tumulto de la vida parisiense y la obligación de retirarse a sus dominios en provincias. El pueblo era un infierno, un exilio interior que condenaba a la víctima al letargo, una muerte simbólica. La prisión también ha jugado en la historia del reposo un rol importante, el marqués de Sade estuvo preso, pero cuesta considerar su obra como un elogio de la quietud. Paul Lafargue, gran nombre del movimiento obrero del siglo XIX, escribió en la cárcel de Sainte-Pélagie 'El derecho a la pereza', aquel corto y utópico panfleto que partía de una idea implacable: “El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo”.
En nuestro mundo interconectado, como nos recuerdan psicólogos y versados especialistas, la ansiedad por las tareas excesivas ha invadido todas las esferas de la vida. El desgaste —técnicamente conocido como síndrome del burnout— puede afectar a casi todos. Pero, como recordaba ayer una de mis escritoras favoritas, Irene Vallejo, ciertos rasgos del carácter nos vuelven más vulnerables: "las personas más implicadas —vocacionales, sensibles y eficientes, es decir, verdaderos látigos para sí mismas— tienen más posibilidades de sufrir esta implosión extenuante. El perfeccionismo causa sus desperfectos. Cuando el cansancio cala hasta los huesos, se convierte en enfermedad. Indiferentes y maquinales, cometemos errores que deberemos arreglar a fuerza de más esfuerzo. Aunque resulte paradójico, para avanzar es preciso saber parar".
Para descargarme de esos peligros mi píldora de relajamiento la compro habitualmente en tierras de mi pueblo, en La Parra de las Vegas. Y así lo hice nada más acabar el estudio que me ha ocupado los dos últimos meses: la encuesta sobre el cierre de la línea del tren convencional Madrid-Cuenca-Valencia (ver aquí).
Descargo en ese andar pesares, recojo granos de melancolía, acumulo nuevos ánimos y sigo en el presente. Como reza la música, comienzo el recorrido palpando que tengo el corazón partido, aunque a los pocos minutos, otra canción toca este órgano exhuberante y vivaz, y toca el pecho para entregar un potente rayo al cerebro. Le insufla un dulce jarabe, etiquetado siempre con la misma música: quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí, encontrar mi sitio..." Y a fe que lo hallo. Lo consigue una simple mirada.
Pienso que mi vida siempre ha sido un gran cesto de objetivos, casi siempre logrados. No obstante, la caminata de anteayer trasladó los recuerdos a un pasado bastante lejano, cuya pantalla puso en la memoria con cierta malicia una pequeña recopilación de algunos propósitos e intenciones no conseguidos. Entre soledades intento esquivar la guasa porque uno de ellos me fuerza una sonrisa de felicidad: nunca me atreví en los retazos veraniegos de juventud pasados en el pueblo durante la década de los 70 a pedirle un beso a la moza que el instinto, frenado por engañosos cuentos de inmolación educativa, demandaba llevar a cabo.
Yo tenía diecinueve años en 1970, cuando arrancaba una nueva década con el país todavía 'amordazado' por una dictadura que, sin saberlo, caminaba hacia su final, mientras la sociedad buscaba los rayos de modernidad que poco a poco se cuelan en la imagen en blanco y negro. Llegué a La Parra desde Barcelona, donde había pasado en el Colegio Mayor Ilerdense una experiencia imborrable, cursando mi primer curso de Filosofía y Letras.
Con Juan Carlos I como sucesor con título de Rey, un nombramiento que fue ratificado por las Cortes Españolas el 22 de julio de 1969, la política española encaró una nueva década. Franco seguía en el poder, pero su avanzada edad y su delicado estado de salud vaticinaba un cambio que nadie sabía hacia dónde podía dirigirse. Por eso, las llamadas familias de la dictadura se movían, y no solo en la sombra, para tomar las posiciones más aventajadas ante la posible muerte del tirano, que no llegaría hasta cinco años más tarde. De un lado, los inmovilistas -el búnker- que planeaba un futuro franquista, pero sin Franco. Eran más y tenían más poder. De ellos nació, de hecho, la idea del juicio ejemplarizante contra los miembros de ETA -el Proceso de Burgos- que acabó volviéndose en contra del régimen. Del otro, los aperturistas, que, ante la explosión de conflictos sociales en las calles, adoptaron una postura cada vez más reformista al convencerse de que la única salida posible al franquismo era la democracia, pero tutelada desde el poder.
Y mientras la economía parecía ajena a las incógnitas y las luchas políticas consolidando lo que los historiadores definen como el milagro económico español, con un país creciendo a una media superior al siete por ciento, herencia de las reformas de los tecnócratas.
Con los turistas foráneos ya no como elementos extravagantes, sino como motor económico, los españoles poco a poco se van familiarizando con otras costumbres, aunque los habitantes patrios siguen viajando al pueblo en el recordado 600 -aunque ya se veían muchos R8- para pasar las vacaciones. La música, la cultura y el cine permiten también a los ciudadanos soñar con una libertad que en territorio nacional seguía cercenada por el poder. Una muestra de ello es la moda de las experiencias prematrimoniales, un tema hasta entonces tabú. Algo hecho por muchos, pero reconocido por muy pocos, porque no estaba bien visto en una sociedad anclada aún en su pasado. De hecho, el intento de cambio de aires muchas veces fue sancionado por las autoridades. El Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, clausuró en 1970 el famoso Molino por sus «repetidas muestras de inmoralidad». Cambios sí, pero con cuentagotas.
Mientras, una polémica sacudía la Iglesia -enfrentada ya casi abiertamente con la dictadura- con un debate que ha ido surgiendo cada poco tiempo y que nunca se ha terminado de zanjar, el celibato entre los curas.
A los sones de Gwendolyne España logró un más que meritorio cuarto puesto en Eurovisión en aquel convulso 1970. La culpa del éxito la tuvo un joven y aún desconocido cantante con pasado futbolero, Julio Iglesias, que utilizó el concurso internacional como trampolín de una carrera que, desde entonces, no paró de crecer. Pero no fue el único cantante melódico que triunfó aquel año, puesto que el país se dejó conquistar por el valenciano Nino Bravo, que lanzó su primer disco Te quiero, te quiero. También Camilo Sesto, Víctor Manuel y Joan Manuel Serrat, que publicó Mediterráneo, triunfaron en aquellos meses. Y nosotros, mis hermanos, mi primo Manolo y yo, bailábamos en Casa de "La Pepa", con unas jovencitas dulces, guapas, listas y en efervescencia. Empero, sin pasar, porque había cosas que no podíamos "tocar". Era el veneno inútil de la represión.
Cumplido el recorrido pensado, vuelvo al coche recuperado. Y, de vuelta a casa, conduzco más calmado con la píldora tomada, sabedor de que la sociedad ha cambiado tanto en cuarenta o cincuenta años que, si pudiésemos retroceder por un día a nuestra infancia o nuestra juventud, muchos adultos -o más añejos, como es mi caso- de hoy nos sentiríamos extraños en aquel pasado nuestro. A veces creemos que la España de los 70 y los 80, la del último franquismo y la transición democrática, no era en realidad tan diferente a la actual, pero después nos topamos con una vieja foto de nuestro barrio o nuestro pueblo y nos parece estar contemplando otro país, no muy alejado del subdesarrollo. Y, si bajamos al terreno de las costumbres, la transformación se vuelve todavía más radical: ser niño o ser joven en aquellos años se ceñía al mismo esquema básico de quienes están creciendo hoy en día (al fin y al cabo, las aspiraciones vienen a ser siempre las mismas, pura condición humana), pero difería en un montón de detalles que suelen provocar sorpresa y desconcierto a los chavales de hoy.
Hace unos minutos llegó a mi página de Facebook un post en el que el historiador Julián Torrecillas Moya comparte un recuerdo (ver aquí). Mi instintiva reacción ha sido la respuesta siguiente:
Y así procedo a transcribir, con permiso de Julián, el artículo de Carlos Sánchez (publicado en El Confidencial el
Un proverbio mesopotámico ya decía que "quien pone nombre a las cosas comienza a adueñarse de ellas". Los políticos lo saben. Y eso explica que etiquetar al adversario se haya convertido en una tradición. Sin duda, porque la política tiene mucho de teatro, y los buenos guionistas, que conocen la importancia de la economía del lenguaje, saben que crear personajes muy esquemáticos ayuda a identificar el relato y favorece la simplicidad de la narración.
Lenin, como se sabe, hablaba del renegado Kautsky para humillarlo ante sus camaradas con una simple descalificación lingüística, y Alfonso Guerra popularizó la expresión 'tahúr del Misisipi' para satirizar a Adolfo Suárez haciéndolo pasar por un tramposo. Todo el mundo conoce que Thatcher es la 'dama de hierro', apodada así por los medios soviéticos para ridiculizar su anticomunismo, y es muy conocido que la prensa crítica de Lerroux utilizaba la expresión 'emperador del Paralelo' para denunciar su vida casquivana. A Sartre, sus enemigos (y tenía muchos) lo llamaban 'pequeño saco de maldades'.
Insultar en política es, por lo tanto, muy antiguo, aunque en ocasiones sale el tiro por la culata. En una ocasión, un diputado de la oposición en las cortes de la República, y desde lo alto del hemiciclo, acusó a Gil-Robles de llevar “calzoncillos de seda”, por lo que no era de fiar. Tras el consiguiente revuelo parlamentario, tal y como lo contó Luis Carandell, el líder de la CEDA le respondió: “No sabía que su mujer fuera tan indiscreta”.
Rufián es el apéndice chillón de una clase política fallida que, si continúa con este deterioro vertiginoso, nos puede conducir al desastre de convertirnos en una democracia fallida
Etiquetar políticamente al adversario insultándolo o simplemente ridiculizándolo es, por lo tanto, intrínseco a a la política. Lo que es verdaderamente singular es la banalización de determinados conceptos con una enorme carga ideológica para desprestigiar al adversario. Hasta el punto de que hoy se habla de fascistas, nazis o radicales de extrema derecha y extrema izquierda con toda naturalidad, como si esas categorías políticas fueran inocuas o inofensivas.
Es decir, a la vista de lo que se lee y escucha, es como si España se hubiera llenado de camisas negras o pardas que transitan impunemente por las calles iluminados al anochecer por siniestras antorchas de la muerte. En otras ocasiones, se habla de los partidos de izquierda como si fueran los culpables del gulag o los descendientes directos de las atrocidades de Stalin, mientras que el término 'radical', que un día significó atacar los problemas desde la raíz, es hoy tan utilizado —en la izquierda y la derecha— que este país parece estar gobernado por peligrosos y radicalizados extremistas.
Destruir las democracias
Sin embargo, los fascismos —en sus diferentes formas y manifestaciones— son ideologías totalitarias. Nacidas, precisamente, para destruir las democracias, de ahí que manosear unos términos tan repugnantes solo sirve, en realidad, para trivializar el enorme sufrimiento que causaron en Europa.
Es especialmente preocupante el hecho de que gente joven educada en países democráticos empiece a pensar que tal vez un régimen autoritario no sería tan malo
Hoy, incluso, se habla frívolamente de ‘nazionalismos’ refiriéndose a lo que está sucediendo en Cataluña, lo cual es un desprecio a la memoria de millones de personas que murieron víctimas de la barbarie. Como marcar públicamente con señales amarillas el domicilio de jueces o constitucionalistas a la manera de una especie de homenaje repugnante a los pogromos.
No se trata de un asunto netamente español. Los politólogos suelen hablar de la llamada ley de Godwin para definir aquellas discusiones en las que una o todas las partes acaban hablando del nazismo para zanjar la polémica. El enunciado viene a decir que a medida que una discusión se atasca, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a ser igual a uno. Un exministro de Economía argentino de los tiempos más duros de los años noventa recordó en una ocasión durante un viaje a España que cuando alguien en medio de una discusión sacaba el término neoliberalismo, dejaba de debatir porque no llevaba a ningún sitio. En ese concepto, cabe todo.
Es probable que Rufián y quienes banalizan el fascismo no hayan leído nunca a Hannah Arendt, pero en 'Los orígenes del totalitarismo', su obra fundamental, la pensadora alemana recuerda cómo la construcción de regímenes autoritarios fue fruto de decisiones políticas aparentemente inconexas, pero que fueron capaces de crear en los años treinta un formidable caldo de cultivo que necesariamente tenía que acabar en el horror. Adolf Eichmann, de hecho, siempre se sintió un simple funcionario del Tercer Reich.
Indigencia ideológica
No es que la situación española sea similar. Entre otras cosas, porque la altura intelectual de quienes sostienen tanta indigencia ideológica no les da más que para llamar la atención en una sesión de control parlamentario, pero convendría no perder de vista que cuando las instituciones se desprestigian —y el parlamento es la esencia de la democracia—, la alternativa siempre es peor.
Los otros 10 'shows' de Rufián en el Congreso: de la impresora a las esposas para Rajoy
En sus casi tres años como diputado en el Congreso, ha protagonizado decenas de rifirrafes con dirigentes y exdirigentes de todos los partidos, sin excepción. Muchos le han valido reprimendas y llamadas de atención y ha cruzado la línea del insulto
Cuando alguien dice que el PP o Ciudadanos son partidos fascistas, en realidad, lo que está haciendo es sacar del mapa político a amplios segmentos de la población que pagan sus impuestos, no se saltan los semáforos en rojo y procuran lo mejor para sus hijos. Y cuando alguien dice que Sánchez o los dirigentes de Podemos son unos radicales de extrema izquierda o unos comunistas desarrapados que ni siquiera son demócratas, en realidad está insultado a millones de electores que también pagan impuestos, respetan los semáforos y procuran la prosperidad de sus vástagos.
El lenguaje guerracivilista, como se sabe, comienza siendo inocuo e, incluso, divertido, y, de hecho, algunos locutores de radio a modo del cura Merino lo consideran ingenioso y hasta lúcido, pero a medida que se vaya perdiendo el valor de las palabras, también será olvidado su verdadero significado. Y entonces, no habrá vuelta atrás.
Fue Kierkegaard, como recordó hace algún tiempo el economista asturiano Jesús Fernández-Villaverde, quien contó en 'O lo uno o lo otro' que en una ocasión se declaró un incendio entre bastidores en el teatro en el que actuaba un payaso. El payaso salió al escenario para avisar al público. Pero este, que asistía divertido a la función, creyó que se trataba de un chiste y aplaudió gustoso. El payaso repitió el anuncio y los aplausos fueron todavía mayores. “Así creo”, decía Kierkegaard, “que perecerá el mundo: en medio del aplauso general de la gente respetable que pensará que es un chiste”.
Al menos, si quieren insultar, que hagan lo de Churchill, que en una ocasión, y tras dictar una conferencia, se le acercó una mujer muy airada que le dijo a voces: “Winston, si yo fuera su esposa, le pondría veneno en el té”; a lo cual respondió el 'premier' británico: “Señora, si yo fuera su marido, tenga por seguro que me lo bebería”.
Voy a reproducir íntegramente un artículo de opinión de Eulalio López Cólliga (ver en pdf, Descargar ELópezCólliga.-Cuenca y la nueva censura; y en docx, Descargar ELópezCólliga.-Cuenca y la nueva censura), que me llega por correo electrónico, y que, por las verdades que cita, han de trascender a la opinión pública conquense, para que ésta especule y recapacite sobre un criterio realizado desde un itinerario próximo y muy meditado en sus mismas conclusiones.
Se podrá estar de acuerdo o en contra de él, con todo o con una parte de su contenido, pero la acusación no es trivial, y, por esto mismo, considero que merece figurar en las páginas de este blog. Básicamente porque, como han evidenciado los mayores expertos en materia de opinión pública y de libertad de expresión, en unos tiempos tan convulsos como estos hay cuestiones que deben replantearse. Y una de ellas es la ahora esbozada.
Hace un tiempo existía el consenso de que “cuantas menos restricciones legales se aplicaran a la capacidad de expresarse, mejor: si resultaba que algunas de las formas asumidas por la libre expresión eran desafortunadas, ello era parte del precio de la libertad”, escribe Coetzee. Sin embargo, como advirtió José Andrés Rojo, ya no hay tal consenso, y por ello ha llegado el momento de volver a defender, con humildad, el uso de los argumentos frente a la fuerza de la indignación. Esencialmente por lo que afirmó con tada la razón el propio Coetzee: “La ira es una emoción que ahoga el cuestionamiento y el cuestionamiento de uno mismo: en la propia ceguera de la ira ciega identificamos su fragilidad ética”.
Señala José Andrés Rojo que hace un tiempo la libertad de expresión era un bien indiscutible: "El consenso era firme y, en general, se estaba en contra de cualquier tipo de censura. Lo importante era proteger el espacio publico, que ahí pudieran batirse con la mayor libertad todas las ideas y posiciones, que fuera la razón la que gobernara el debate y no los sentimientos, y que se impusieran aquellos que hubieran utilizado los mejores argumentos. Entre los intelectuales y los artistas fueron muchos, incluso, los que se propusieron explorar hasta dónde se podía llegar, y forzaron al máximo los límites de lo que podía ser aceptado. Sí, hubo un tiempo en que el consenso sobre la defensa de la libertad de expresión era tan fuerte que se permitieron los mayores desbarres. De alguna manera se entendía que hacerle un hueco a lo más heterodoxo (y molesto y ofensivo) terminaría por favorecer la tolerancia, la convivencia, que ampliaría los horizontes y las posibilidades y recursos de la sociedad entera."
Pero todo eso ha cambiado, prosigue Rojo, al llegar un momento en que hubo sectores que se sintieron indignados ante algunas provocaciones, y que exigieron su legítimo derecho a sentirse ofendidos por el abuso de poder de aquellos que cometían desmanes amparados por la libertad de expresión. Muchas veces fueron grupos minoritarios, más frágiles, o sectores tradicionalmente postergados y marginados, los que se alzaron contra unas reglas de juego tan liberales. “La impotencia de la parte afectada es un elemento fundamental en la génesis de la indignación”, ha recordado J. M. Coetzee en Contra la censura.
Fueron, pues, aquellos que estaban en peores condiciones para combatir, quienes cargaban con un pasado de humillaciones y exclusiones, los que terminaron reclamando con más ahínco mecanismos de censura, como bien demuestra en casos objetivos Eulalio López Cólliga. Esos, de alguna manera ganaron, y hoy en Estados Unidos, por ejemplo, “hay instituciones de enseñanza que han aprobado prohibiciones sobre ciertas categorías de expresión”, observa Coetzee.
Luego en esas estamos. Hay personas y colectivos que se sienten ofendidos ante la exhibición de algunas obras de arte, por ejemplo, o ante la publicación y defensa de determinadas críticas o posiciones contrarias a lo políticamente correcto. Defienden que existen unas líneas rojas que no deben superarse y reclaman que actúe la censura. Su indignación, su dolor, su rabia son reales. ¿Qué hacer? ¿Hasta dónde puede llegar la defensa de la libertad de expresión? A estos dos interrogantes contesta Maria Macià en su denuncia sobre Todos los casos de censura de la libertad de expresión en España (ver aquí).
Formo parte de una generación que cumplió la mayoría de edad en las postrimerías del franquismo, aquella etapa en la que la dictadura agonizaba aunque el dictador siguiera vivo.
Formo parte de una generación que vivió la incertidumbre inicial y la grandeza final de la Transición democrática. Una generación que pudo votar en referéndum la Ley de la Reforma Política, ese harakiri que se hicieron las Cortes franquistas que permitió ver la luz de la democracia al final del túnel de la dictadura.
Formo parte de una generación que votó la Constitución Española del 78, esa ley que nos hizo a todos ciudadanos de "un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".
Formo parte de una generación que tuvo el privilegio de poder ayudar a sus mayores para desarrollar una de las Constituciones más avanzadas de los países democráticos del mundo.
Formo parte de una generación que vivió cómo se cumplía el sueño de sus padres de que España dejara de ser diferente y pasase a formar parte de la Europa democrática.
Formo parte de una generación que se siente orgullosa de la Transición española, orgullosa de la generación que nos precedió y que la hizo posible, de su generosidad, de su sentido de Estado, de su ambición de país.
Formo parte de esa generación que advirtió las consecuencias que tendría para nuestra sociedad la decisión de Zapatero de romper los consensos básicos que permitieron hace 40 años alumbrar la Transición y construir la democracia. Una generación de españoles que vio cómo se deterioraba la calidad de la democracia que con tanta emoción y tanto esfuerzo empezaron a construir nuestros padres.
La crisis económica -que llegó a España con un Gobierno que se negaba a reconocerla y sin ningún tipo de consenso en políticas de Estado- fue el caldo de cultivo de la crisis política que se venía gestando. El fallo de los controles democráticos, el desprecio a la separación de poderes, el clientelismo político, la mediocridad, la corrupción institucionalizada, la ausencia de reformas de calado para adaptar nuestro entramado institucional a la España del siglo XXI, la pérdida de valores... provocó una degeneración de nuestra democracia de la que no nos hemos recuperado.
Formo parte de una generación que ha vivido con estupefacción el crecimiento del secesionismo catalán y su pulsión golpista ante el silencio o complicidad de los prescriptores de opinión, los medios de comunicación en general, los partidos políticos otrora nacionales, los sindicatos y las asociaciones empresariales.
Formo parte de una generación que creyó que el fin del bipartidismo era imprescindible para regenerar la democracia y que ha visto con perplejidad que los que han llegado se comportan con la misma falta de patriotismo de país que los viejos partidos y parecen no aspirar a nada más que heredar a los mayores.
Pertenezco a una generación que ha vivido la ruptura de la incipiente conciencia de ciudadanía española que vertebraba la nación democrática. Una generación que siente la necesidad de defender la democracia en este convulso momento de la historia de España en el que la pulsión golpista de los secesionistas junto al escaso vigor democrático del Gobierno de Sánchez -no en vano llegó a esa magistratura de la mano y con los votos de los proetarras, los golpistas y los bolivarianos- y al deterioro de nuestras instituciones más representativas amenazan con que se cumpla la maldición y se repita lo peor de nuestra historia.
Formo parte, en fin, de una generación que siente que tras la construcción de la democracia y la inacabada regeneración de la misma se impone que alguien levante la bandera para organizar la resistencia y defender el Estado.
Reconozco que la gente de mi generación creyó que nunca más habría que volver a defender lo básico: la igualdad entre españoles, la libertad de prensa y de opinión, la separación de poderes, el cumplimiento de la ley, la unidad de la Nación, los símbolos constitucionales, la educación en valores... Claro que en peor situación debió de encontrarse la generación de mi padre, quienes hicieron la Transición. Y si ellos, que sufrieron las penalidades de la guerra y la posguerra, no se arrugaron cuando tuvieron que dar la batalla para recuperar las libertades, no tenemos excusa para que nosotros, sus hijos y sus nietos, no nos organicemos para defender su legado.
Sé que no es políticamente correcto -y además resulta muy antipático- decir que la democracia está en riesgo. Pero no se me ocurre de qué otra manera calificar la situación de un país que está gobernado por un ciudadano que llegó al poder aupado por grupos políticos que tienen entre sus objetivos destruir la España constitucional. Es el caso de los golpistas catalanes y de los proetarras vascos; y es también, aunque de otra manera, el caso de los bolivarianos cuyo líder va a la cárcel a negociar con un político sobre el que pesan graves acusaciones por organizar una rebelión contra el orden constitucional.
La democracia española está en riesgo porque ya se ha roto la cohesión entre españoles. La democracia está en riesgo porque el socio principal del Gobierno promueve y vota en un Parlamento autonómico la reprobación del Jefe del Estado. La democracia está en riesgo cuando la respuesta del Ejecutivo a esa afrenta se limita a presentar un recurso para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre un acto político inaceptable en cualquier democracia que se respete pero mantiene el acuerdo con su socio y le regala un plus de protagonismo poniendo el logo del Gobierno de España al servicio de la sigla del inductor del ultraje.
Lo que ocurre en España se parece mucho a lo que se vivió en los años 30 del siglo pasado cuando la unión del radicalismo de izquierdas y los nacionalistas provocaron la destrucción del orden constitucional, la República. Se ha vuelto a abrir la brecha entre las dos Españas y el discurso de la ideología de tribu impera entre nosotros; y formar parte de Europa ya no es suficiente para proteger nuestra democracia de un Gobierno cautivo de los populistas, del egoísmo nacionalista y de los discursos xenófobos de quienes apelando a privilegios de raza quieren romper el país.
Por eso creo que ha llegado la hora de organizarnos para defender el Estado, que no es el mapa sino la Nación de ciudadanos libres e iguales que consagra nuestra Constitución. Antes de que sea demasiado tarde.
Rosa Díez es cofundadora de Basta Ya! y de UPyD y promotora de la revista digital www.elasterisco.es
«La historia de Cataluña no puede entenderse sin la de España y viceversa».Gabriel Tortella, doctor en Economía por Wisconsin y su equipo -José Luis García Ruiz, Clara Eugenia Núñez y Gloria Quiroga- abordan en«Cataluña y España» (Gadir) la cuestión nuclear del mito nacionalista: «Cataluña nunca ha sido una nación (como tampoco lo ha sido Castilla, ni ninguna de las regiones que componen España), y no ha empezado a hablarse de la nación catalana en el sentido moderno muy a finales del siglo XIX». En «La nacionalitat catalana» Enric Prat de la Riba calificaba España de «entidad artificial» mientras que Cataluña era una «unidad de cultura o de civilización», o «comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres que no pueden ni deshacerla ni cambiarla». Un precursor de la «unidad de destino en lo universal» de José Antonio. Pratianas o joseantonianas, «estas afirmaciones pertenecen al terreno de misticismo y mixtificación, terreno que quizá esté en el ámbito de la religión, pero que desde luego está fuera de la ciencia».
De aquellos polvos a los lodos de la «desconexión» de la realidad que se regurgita en cada Diada o en la cacareada RUI de la ANC y las CUP. La reescritura catalanista de la Historia relegó la «Marca Hispánica» de laCataluña carolingia y equiparó las Cortes medievales a la democracias modernas.
Sustentado en los datos y no en las creencias, el equipo de Tortella pone en solfa en argumentario separatista. La guerra de Sucesión -no de Secesión- que tanta tinta subvencionada derramó en 2014, fue «una defensa desesperada de los fueros medievales». Los defensores de Barcelona -ya lo constató Jaume Vicens Vives-, «lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse caro».
Según los historiadores nacionalistas de guardia, la prosperidad de Cataluña a partir del denostado Decreto de Nueva Planta era tan solo mérito de los catalanes. Si eso fue así, los autores de «Cataluña en España» se preguntan por qué esperó Cataluña tres largos siglos para desperezarse económicamente: «Resulta muy difícil explicar esta ejecutoria brillante si no es ligándola a las profundas reformas borbónicas y a la liberación de las cadenas feudales». Los secesionistas «deben explicarnos cómo, sin acceso privilegiado a los mercados peninsular y americano, y sin un sistema fiscal equitativo y llevadero, se hubieran desarrollado la agricultura y la industria catalanas del modo que lo hicieron de 1716 en adelante».
Gracias a ese círculo virtuoso Cataluña devino en el XIX en locomotora y fábrica de España: una industria protegida de la competencia británica por los aranceles: «Los innegables sacrificios que en aras de la industria textil catalana soportaba el resto de la economía española no fueron mencionados en el famosos ‘Memorial de Greuges’ de 1885, ni en las Bases de Manresa de 1892, ni en los innumerables escritos y testimonios que políticos y empresarios catalanes publicaron a lo largo de todo el siglo».
Pujol, «grave error»
Otro mantra repetido hasta la saciedad es que la guerra del 36 se hizo contra Cataluña: «El régimen franquista oprimió a toda España con admirable imparcialidad, y si en Cataluña se hizo sentir doblemente la opresión porque durante muchos años se postergó al idioma catalán, debemos recordar que igualmente postergados los estuvieron otros idiomas regionales, incluido el gallego, la lengua propia de la patria chica del Caudillo», replican los autores.
Y del pasado al rabioso presente. Presidente de la Generalitat en 1980, «Pujol fue grave error histórico», señala Tortella. Tres décadas de «construcción nacional», generaciones que no han conocido otra cosa que nacionalismo: «Los instrumentos utilizados han sido todos los resortes del Estado al alcance de la Generalitat, pero sobre todo la educación y los medios de comunicación. Se ha difundido entre la población catalana, desde la escuela primaria hasta la prensa y la televisión, una versión deformada y victimista de la historia». Eso explicaría el envite separatista: «Los niños educados con textos y profesores adictos a los dogmas del soberanismo nacionalista son ya adultos enardecidos por los alegatos sobre los supuestos ‘opresión’, ‘expolio’, ‘agravio’, ‘ofensa’...»
Según datos de la Unión Europea, Cataluña es hoy la región peor gobernada de España: «Los nacionalistas han endeudado a Cataluña hasta bordear la bancarrota», señalan los economistas. La deriva independentista se concretaba en el «win-win» de Mas: «Si se les concede lo que piden, ganan; si no, se busca la independencia...» En una Cataluña independiente, «la élite del poder tendría una inmunidad total, mayor que la que, de hecho, tiene ahora para cometer las tropelías a las que nos tiene acostumbrados» advierten. La derrota en las «plebiscitarias» del 27-S dio paso a lo que Tortella identifica como un «golpe de mano» de unos aspirantes a señores feudales: «Una maniobra desesperada, in extremis, que no puede terminar bien, como no terminaron bien las anteriores intentonas independentistas, empezando por la guerra dels segadors». En esa pantalla estamos.
La crisis económica que irrumpió en 2007 barrió un estado de euforia general atolondrada para dejar paso a una depresión colectiva. Ha sido como volver a desempolvar los estereotipos ibéricos del pesimismo, el tremendismo y el derrotismo nacional, y más ahora con el bloqueo político, que obliga a rescatar también ideas como el sectarismo y el cainismo. Para evitar caer en esa inercia negativa, conviene preguntar a quien nos observa a diario con otros ojos, los corresponsales extranjeros que viven en España. Y a quien tiene otra perspectiva más amplia, sociólogos e historiadores.
“No es que haya un pesimismo permanente, sino una exageración de cada momento: en la época buena había un triunfalismo desbordante, fuera de la realidad, y con el bajón, una autocrítica brutal, que los españoles todo lo hacen mal, y no es verdad. Es como ser bipolar, un péndulo de la euforia a la depresión, y ni una ni otra son buenas”, comenta Giles Tremlett, del diario británico The Guardian. Lleva 24 años en España. La impresión de Hans-Günter Kellner, de la radio pública alemana Deutschlandfunk, es similar: “En el boom económico hubo una ceguera colectiva. Había un gran abandono escolar, los chavales de la construcción se reían de mí porque cobraban más que yo. Todo era mejor que en cualquier parte, tenían arrogancia con los extranjeros. Ahora es al revés, es como si el país no tuviera salvación”.
UN SENTIMIENTO TRÁGICO DESDE EL SIGLO XVII
“El pesimismo español no es una idea, es algo que se puede demostrar con una cierta objetividad y tiene profundas causas históricas”, opina Rafael Núñez Florencio, historiador y filósofo que ha dedicado justo a eso un exhaustivo libro, El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto. El origen estaría, apunta, en un estreno fulgurante de España como Estado, tras su nacimiento, que le convirtió rápidamente en un gran imperio en el siglo XVII. Después, el resto de su historia ha sido decadencia. “Toda la literatura del siglo de oro es regodeo en esa tendencia declinante del poder político, territorial y militar”, explica. Esa ha sido la interpretación del país dominante por parte de las élites, culturales y políticas, desde Quevedo a la generación del 98 y la España invertebrada de Ortega. A finales del XIX, con la pérdida de las colonias, se consuma una cadena de pérdidas que nunca son derrotas, sino directamente “desastres”, un calificativo tremendo que se usa con las batallas en África del Barranco del Lobo o Annual. “Se construye una manera española de mirar el mundo siempre en clave lacrimógena, que representa ese ‘me duele España’ de Unamuno”, concluye.
Núñez añade luego otros factores: la comparación con los países más avanzados de Europa, ninguneando a nuestros vecinos Portugal y Marruecos; la marginación del contexto europeo por su posición geográfica extrema; la fuerte influencia del catolicismo más severo con una visión de la vida como valle de lágrimas; la huella de la sensibilidad barroca del sufrimiento… Todo ello alimenta una autocrítica y derrotismo casi congénitos. “Es un pesimismo que nace de la desconfianza en nuestras propias fuerzas, no es vital, existencia, como el de los nórdicos. En los chistes, con uno de cada país, el español siempre hace el ridículo”. De otra parte, se alterna con una “tendencia a una percepción positiva impostada, eso de que somos los mejores, un poco vacía, y cuando topas con la realidad la caída es más dura”.
La crisis fue un duro golpe a la autoestima nacional, aunque en los últimos tres años se ha ido recuperando, según indican los barómetros de opinión del Real Instituto Elcano. La nota en política y economía tocó fondo a principios de 2014, con un 2 y un 3. Los datos del Reputation Institute (RI) certificaban que España era el país avanzado con la peor opinión de sí mismo, en una lista de 19 que incluía, entre otros, a India, México y Argentina. “Otros países han tenido problemas de imagen exterior tanto o más graves, pero ninguno se ha hundido tanto como España en términos de autoestima”, apunta Javier Noya, investigador principal del Instituto Elcano en Imagen Exterior de España, en un informe de ese año. Y hay un desfase: fuera siempre nos ven mejor de lo que nos vemos nosotros. Este experto lo explica por la diferente marcha de la macroeconomía, visible fuera, y la microeconomía renqueante que padecen los ciudadanos, y porque “todos los estudios sobre el cosmopolitismo de España indican que los españoles viven bastante de espaldas al exterior, es una sociedad relativamente cerrada al exterior”.
En la firma de sondeos Metroscopia revelan un fenómeno curioso en las épocas de crisis de las últimas décadas: el español suele recordar el pasado mejor que el presente, pero también cree que el futuro va a ser mejor. Es decir, vive en un continuo presente amargado. Otro aspecto llamativo, comprobado por el Instituto Elcano, es que los entrevistados de izquierda siempre son más pesimistas que los de derechas al valorar la situación nacional e internacional: “La ideología marca las expectativas, con una derecha básicamente optimista y una izquierda pesimista”.
Sandrine Morel, de Le Monde, que llegó hace nueve años, coincide en quejarse de esa arrogancia de los años de bonanza. “La autocomplacencia es otro rasgo del carácter español”, anota. Aman Zoubir, marroquí, corresponsal de Al Jazeera en Madrid desde hace diez años, quedó fascinado por la atmósfera festiva: “Sí he visto que estos años la alegría ha ido menguando, ha calado esa idea de lo mal que estamos. Pero no cambiaría España por nada del mundo, ciudades como Madrid tienen cotas de libertad como pocos lugares. La gente es pesimista porque peca de memoria corta. Con todos sus problemas está mejor que otros países”.
A Morel lo que más le sorprendió con la crisis económica fue “la capacidad de autoflagelación”: “La autocrítica no es un defecto, pero no aceptan ver los problemas como globales, sino como una particularidad suya: que este es un país de chorizos, de paletos… Ahora se habla mucho de corrupción, es casi el único tema, veo cierta obsesión, poca capacidad de relativizar”. Tremlett cree que “no se cuestiona la narrativa dominante, todo el mundo se pone de acuerdo demasiado rápido, se pone de moda algo y no hay rebeldes”. Los medios, acusa, contribuyen. “Tienen un miedo exagerado al poder. Se exagera el poder del poder, y la gente se acobarda”.
El ensimismamiento y el desinterés por lo de fuera quizá expliquen estos bandazos, por falta de referencias. “Se compara sin conocimiento, para bien y para mal: piensan que en Gran Bretaña o Alemania es todo perfecto y que como aquí no se vive en ningún sitio, y ninguna de las dos cosas es cierta”, opina Tremlett. Kellner añade que en su país hubo un escándalo similar al de Bárcenas en la CDU, el partido democristiano, “pero los alemanes no tienen la percepción de ellos mismos como corruptos, al revés, y es más, los segundos europeos que más aprecian son los españoles, pero éstos son los que peor se valoran a sí mismos de Europa”.
Un caso insólito
Lo sabe bien el alto comisionado del Gobierno de la Marca España, Carlos Espinosa de los Monteros, cuyo trabajo es precisamente combatir una inercia secular. En su opinión, viene desde hace siglos y se acentúa con la Guerra Civil y el franquismo: “La autocrítica hacia el propio país en España es un caso bastante insólito en el mundo. Entre otras cosas, se ve por ejemplo en que no somos capaces de distinguir el Estado, de la nación y del Gobierno. La crítica al Gobierno se traduce de inmediato en una crítica al país. El sentimiento de patria florece solo con los triunfos deportivos”.
Por otro lado, en sus quejas los españoles a veces no se dan cuenta de lo bueno que tienen. Morel, por ejemplo, señala la sanidad y la gran capacidad de ayudar al otro, el buen corazón. “Esa solidaridad entre las familias, no dejar a nadie tirado, no existe en Europa ni mucho menos”, recuerda. Para Kellner “en España la sociedad está más mezclada, eso me gusta, en Alemania es muy segregada, los amigos son del mismo grupo social”. Tremlett aprecia que la gente se implique, reaccione, no sea pasota. “Hay que ampliar el cuadro, ver los últimos 30 años, no solo los últimos cinco, las mejoras han sido enormes”, concluye.
Otro británico, el periodista y escritor V. S. Pritchett, corresponsal en España en los años veinte y cincuenta, reflejó sus impresiones en un libro, El temperamento español: “Son gente que opta por una cosa u otra, o blanco o negro, como si no alcanzaran a conectar los sentidos con la inteligencia. Son fatalistas, pero se apuntan fácilmente al libre albedrío, es decir, se resignan a la ley que se les impone o la rechazan, la sufren o la combaten, sin término medio. Conquistados, se muestran fatalistas; victoriosos, optan por un libre albedrío radical”. Hoy se sorprendería de ver un panorama político cuadripolar, ya no bipolar, pero en absoluto de que fueran incapaces de ponerse de acuerdo.
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