En nuestro mundo interconectado, como nos recuerdan psicólogos y versados especialistas, la ansiedad por las tareas excesivas ha invadido todas las esferas de la vida. El desgaste —técnicamente conocido como síndrome del burnout— puede afectar a casi todos. Pero, como recordaba ayer una de mis escritoras favoritas, Irene Vallejo, ciertos rasgos del carácter nos vuelven más vulnerables: "las personas más implicadas —vocacionales, sensibles y eficientes, es decir, verdaderos látigos para sí mismas— tienen más posibilidades de sufrir esta implosión extenuante. El perfeccionismo causa sus desperfectos. Cuando el cansancio cala hasta los huesos, se convierte en enfermedad. Indiferentes y maquinales, cometemos errores que deberemos arreglar a fuerza de más esfuerzo. Aunque resulte paradójico, para avanzar es preciso saber parar".
Para descargarme de esos peligros mi píldora de relajamiento la compro habitualmente en tierras de mi pueblo, en La Parra de las Vegas. Y así lo hice nada más acabar el estudio que me ha ocupado los dos últimos meses: la encuesta sobre el cierre de la línea del tren convencional Madrid-Cuenca-Valencia (ver aquí).
Descargo en ese andar pesares, recojo granos de melancolía, acumulo nuevos ánimos y sigo en el presente. Como reza la música, comienzo el recorrido palpando que tengo el corazón partido, aunque a los pocos minutos, otra canción toca este órgano exhuberante y vivaz, y toca el pecho para entregar un potente rayo al cerebro. Le insufla un dulce jarabe, etiquetado siempre con la misma música: quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí, encontrar mi sitio..." Y a fe que lo hallo. Lo consigue una simple mirada.
Pienso que mi vida siempre ha sido un gran cesto de objetivos, casi siempre logrados. No obstante, la caminata de anteayer trasladó los recuerdos a un pasado bastante lejano, cuya pantalla puso en la memoria con cierta malicia una pequeña recopilación de algunos propósitos e intenciones no conseguidos. Entre soledades intento esquivar la guasa porque uno de ellos me fuerza una sonrisa de felicidad: nunca me atreví en los retazos veraniegos de juventud pasados en el pueblo durante la década de los 70 a pedirle un beso a la moza que el instinto, frenado por engañosos cuentos de inmolación educativa, demandaba llevar a cabo.
Yo tenía diecinueve años en 1970, cuando arrancaba una nueva década con el país todavía 'amordazado' por una dictadura que, sin saberlo, caminaba hacia su final, mientras la sociedad buscaba los rayos de modernidad que poco a poco se cuelan en la imagen en blanco y negro. Llegué a La Parra desde Barcelona, donde había pasado en el Colegio Mayor Ilerdense una experiencia imborrable, cursando mi primer curso de Filosofía y Letras.
Con Juan Carlos I como sucesor con título de Rey, un nombramiento que fue ratificado por las Cortes Españolas el 22 de julio de 1969, la política española encaró una nueva década. Franco seguía en el poder, pero su avanzada edad y su delicado estado de salud vaticinaba un cambio que nadie sabía hacia dónde podía dirigirse. Por eso, las llamadas familias de la dictadura se movían, y no solo en la sombra, para tomar las posiciones más aventajadas ante la posible muerte del tirano, que no llegaría hasta cinco años más tarde. De un lado, los inmovilistas -el búnker- que planeaba un futuro franquista, pero sin Franco. Eran más y tenían más poder. De ellos nació, de hecho, la idea del juicio ejemplarizante contra los miembros de ETA -el Proceso de Burgos- que acabó volviéndose en contra del régimen. Del otro, los aperturistas, que, ante la explosión de conflictos sociales en las calles, adoptaron una postura cada vez más reformista al convencerse de que la única salida posible al franquismo era la democracia, pero tutelada desde el poder.
Y mientras la economía parecía ajena a las incógnitas y las luchas políticas consolidando lo que los historiadores definen como el milagro económico español, con un país creciendo a una media superior al siete por ciento, herencia de las reformas de los tecnócratas.
Con los turistas foráneos ya no como elementos extravagantes, sino como motor económico, los españoles poco a poco se van familiarizando con otras costumbres, aunque los habitantes patrios siguen viajando al pueblo en el recordado 600 -aunque ya se veían muchos R8- para pasar las vacaciones. La música, la cultura y el cine permiten también a los ciudadanos soñar con una libertad que en territorio nacional seguía cercenada por el poder. Una muestra de ello es la moda de las experiencias prematrimoniales, un tema hasta entonces tabú. Algo hecho por muchos, pero reconocido por muy pocos, porque no estaba bien visto en una sociedad anclada aún en su pasado. De hecho, el intento de cambio de aires muchas veces fue sancionado por las autoridades. El Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, clausuró en 1970 el famoso Molino por sus «repetidas muestras de inmoralidad». Cambios sí, pero con cuentagotas.
Mientras, una polémica sacudía la Iglesia -enfrentada ya casi abiertamente con la dictadura- con un debate que ha ido surgiendo cada poco tiempo y que nunca se ha terminado de zanjar, el celibato entre los curas.
A los sones de Gwendolyne España logró un más que meritorio cuarto puesto en Eurovisión en aquel convulso 1970. La culpa del éxito la tuvo un joven y aún desconocido cantante con pasado futbolero, Julio Iglesias, que utilizó el concurso internacional como trampolín de una carrera que, desde entonces, no paró de crecer. Pero no fue el único cantante melódico que triunfó aquel año, puesto que el país se dejó conquistar por el valenciano Nino Bravo, que lanzó su primer disco Te quiero, te quiero. También Camilo Sesto, Víctor Manuel y Joan Manuel Serrat, que publicó Mediterráneo, triunfaron en aquellos meses. Y nosotros, mis hermanos, mi primo Manolo y yo, bailábamos en Casa de "La Pepa", con unas jovencitas dulces, guapas, listas y en efervescencia. Empero, sin pasar, porque había cosas que no podíamos "tocar". Era el veneno inútil de la represión.
Cumplido el recorrido pensado, vuelvo al coche recuperado. Y, de vuelta a casa, conduzco más calmado con la píldora tomada, sabedor de que la sociedad ha cambiado tanto en cuarenta o cincuenta años que, si pudiésemos retroceder por un día a nuestra infancia o nuestra juventud, muchos adultos -o más añejos, como es mi caso- de hoy nos sentiríamos extraños en aquel pasado nuestro. A veces creemos que la España de los 70 y los 80, la del último franquismo y la transición democrática, no era en realidad tan diferente a la actual, pero después nos topamos con una vieja foto de nuestro barrio o nuestro pueblo y nos parece estar contemplando otro país, no muy alejado del subdesarrollo. Y, si bajamos al terreno de las costumbres, la transformación se vuelve todavía más radical: ser niño o ser joven en aquellos años se ceñía al mismo esquema básico de quienes están creciendo hoy en día (al fin y al cabo, las aspiraciones vienen a ser siempre las mismas, pura condición humana), pero difería en un montón de detalles que suelen provocar sorpresa y desconcierto a los chavales de hoy.
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