La trilla (foto tomada de Clemente Alonso Crespo)
Afirmaba Clemente Alonso, al comentar fotografías para asumir nuestra vida, que a él las fotos como la precedente no le producen nostalgia alguna. Y, literalmente, dice:
Observo la foto y, exactamente igual que le ocurre a él, veo reflejada también toda la emigración rural parreña hacia la urbe española a lo largo de los años. Incitándome ese movimiento giratorio de vueltas con el trillo de pedernales a repasar la lección de Historia que se contiene en la ilustración. ¡Ay, el recuerdo de las faenas agrícolas!
En el libro titulado 'Viaje del barón de Rosmithal' de Blatua, existe un texto escrito en latín de un noble bohemio que viajó por España y Portugal en el año 1465-1467 (tiempos en los que todavía no existía el pueblo de La Parra de las Vegas). Durante su estancia en Segovia, viaja desde Aguilafuente a Cantimpalos donde permanece seis días. Su nombre es León de Rosmithal y en su libro cuenta como en Cantimpalos ve por primera vez trillar con mulas y bueyes, algo que le resultó un interesante hallazgo en su viaje. «De Aguilafuente a Cantimpalos hay seis millas; en este pueblo vi por primera vez la manera de trillar con mulos y bueyes; una mujer con su hija iba sentada en su instrumento o máquina, que era un trillo en forma de rollo, guarnecido de dientes de madera o de pedernal, que se pone en la parva y se arrastra por ella hasta que la paja está bien machacada; al estramen llaman paja y la dan de comer aquí a los caballos y bueyes porque no tiene otro pasto. En este lugar estuvimos seis días. De Cantimpalos hay seis millas a Segovia que es una ciudad junto a un castillo, donde encontramos al rey de España (...)»
Imaginemos a los labriegos de siglos atrás, nuestros propios antepasados, como seres austeros, trabajadores y honrados, de cara tostada por el sol, y manos endurecidas por el duro trabajo. Imaginemos también, sus primitivos edificios, toscos, bajos, y apropiados para guardar el ganado, la paja, y el grano recolectado. Grano que a buen seguro llegaba a las paneras tras arduos trabajos: siega con la hoz en una mano y la zoqueta en la otra, desde el alba hasta el anochecer, soportando el rigor del verano sin más medios que un viejo sombrero de paja y, quizá, unos remendados pantalones de pana y unas duras albarcas.
Dentro del trabajo agrícola y ganadero de aquellos tiempos, hay una mención especial para aquellas sufridas mujeres de aspecto rudo y corazón inmenso, que, tras volver de la siega o de cualquier otro trabajo agrícola, aún tenían fuerzas para atender a sus hijos y hacer las múltiples tareas de la casa. Mujeres que en no pocas casas tenían más de seis hijos y no se perdían ni un día de siega ni de trilla. Todo esto lo viví de niño en la persona de mi abuela Emilia.
Ahora, cuando de tarde en tarde, me acerco a dar un paseo por las eras del pueblos, me acuerdo de aquel arsenal social de la trilla del cereal. Entonces, me remonto a los primeros nueve años de mi niñez (hacia 1960), y me viene a la memoria una de las faenas agrícolas que tenían un encanto especial, ya que toda la familia participaba en ella, apiñada en la trilla del cereal. El apero agrícola por excelencia para realizar la faena de la trilla, era el trillo, un utensilio muy importante en una época, en la que no había maquinaria para separar el grano de la paja, y donde la fuerza humana y animal iban unidos. El trillo propiamente dicho, era una tabla de madera de forma rectangular, curvada en su parte delantera; en su parte inferior, poseía varias sierras dentadas y gran cantidad de piedras de pedernal con filo.
Las eras de La Parra de las Vegas, fueron centros de actividad permanente en verano con ocasión de la trilla, y lo eran también de contacto social entre niños y jóvenes al caer la tarde y entrar la noche. Era la parva nuestro centro de diversión, cuando todavía no había pasado por encima de ella demasiadas veces la yunta de mulas o de burras, primero, pisando simplemente los haces deshechos sobre la era; después, arrastrando el cilindro a las órdenes del auriga, el conductor, que luego cambiaba al trillo para triturar el tallo del trigo o la cebada hasta separar el grano de la paja. Era el lugar ideal donde tumbarse o darse volteretas los críos, individualmente o por parejas (si la voltereta era por parejas, se echaba uno boca arriba con las palmas de las manos abiertas en las que apoyaba el otro sus pies mientras el primero aplicaba los propios en el abdomen del compañero, que era lanzado con toda la fuerza que el “tumbado” podía acumular con ambas piernas).
En las eras perdíamos el tiempo soberanamente, llenándonos del polvo que desprendían los tallos de trigo fragmentados en paja. Aquella era nuestra televisión sin tele en la casa, nuestro cine sin cine, nuestras clases de sociales y de naturales al aire libre, auténticamente libre. Allí nacieron o reforzaron las infantiles amistades. Los pozos y las fuentes fueron nuestros cuartos de baño casi naturales, el mejor modo de aliviarnos del picor de la parva y del sudor provocado por el juego sin límite de tiempo ni de esfuerzo, hasta que éramos llamados por los familiares porque ya era hora de comer o de recogerse.
Fueron las eras lugar de socialización de nuestra infancia, de juegos, amistades y enemistades. Lugar de colaboración vecinal a la hora de traer los haces, trillar, dar la vuelta a la parva, aventar, recoger el grano, llenar de paja tosiendo por el polvo y acarrear los “jarpiles” (contenedores para paja, hechos de guita de esparto) hasta el pajar, subirlos con ayuda de la garrucha si la risa y las bromas lo permitían, y vaciarlos. Lugar de adiestramiento y diversión de los críos a quienes se permitía iniciarse en la conducción de la yunta dando vueltas a la era.
Darle la vuelta a la parva, subirse en el trillo cuando ya estaba bastante trillada, echarse en ella, tan suave y espaciosa, fue una delicia en aquellas tardes de julio y de agosto, sin más preocupación que agotar todas las posibilidades de diversión que tan sencillo escenario ofrecía. Bueno…, sencillo sólo en apariencia. Conocíamos al milímetro todos los rincones de nuestro pueblo, todas las piedras en que no tropezar, todas las plantas espinosas que evitar, todos los aromas que aspirar de las múltiples especies de la flora local, cultivada o silvestre.
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