(Fotografía tomada de Momentos del Pasado)
Según cuenta mi padre en un párrafo de sus memorias, Fausto Martínez Rubio fue nombrado alcalde de La Parra de las Vegas a finales del año 1944 y cesado el 6 de abril de 1954. Poco más de ocho años duró su mandato, durante el cual se llevó a efecto -cito literalmente- "la revisión catastral, la exención de la Contribución Rústica de la Dehesa titulada Carnicera de las Cañadas, el cumplimiento de las órdenes emanadas por la superioridad, la conservación de los servicios del pueblo, tales como las fuentes públicas, la compra de una pila de lavar, la conservación de caminos vecinales, del Cementerio, de los pozos donde se sacaba el agua potable para el pueblo, la protección de los pobres".
Eran tiempos de posguerra, que en el caso de España tendría unas características muy distintas a las del postconflicto mundial en Europa Occidental. No solo desde el punto de vista de los valores o del ejercicio de las libertades y los derechos civiles, sino desde las condiciones materiales de vida y la supervivencia en tiempos especialmente difíciles. Basta señalar el dato de que hasta 1954 no se alcanzó en España la renta per cápita de 1935. Es decir, fue una larguísima y prolongada década de tiempo perdido, de dificultades en la vida cotidiana con problemas de abastecimiento de productos básicos, y sin crecimiento de PIB. Bajo un modelo de producción centralizada y autárquica, y un fuerte control de precios y de importación y exportación caracterizado por una hegemonía ideológica y un rechazo a las condiciones de los mercados.
En esa época existieron continuidades importantes: una situación económica especialmente difícil para las clases más humildes (jornaleros, obreros, servicio doméstico o familias de pasado republicano); una memoria sobre las dificultades de posguerra que se preservó; una continuidad institucional y política palpable (como apreciaría la diplomacia internacional), y una persistencia del control moral por parte del régimen (como se atisba en el mundo rural, en el catolicismo o en el género). Pero, por otro lado, también hay que tener presente el arranque de algunos fenómenos que se potenciarían enormemente en los años sesenta y setenta, pero que tienen su arraigo aquí (y, por lo tanto, antes del viraje económico de 1959, que santificaría cualquier modernización que acaeciese en el país): la progresiva llegada del consumo y de la publicidad, la emigración y los cambios que supondría, la lenta incorporación de la mujer al trabajo (caso del servicio doméstico), la llegada de la radio a cada vez más hogares o el tímido inicio de la política de vivienda.
Durante el régimen franquista se implementaron diversas políticas agrarias que tuvieron un impacto significativo en la estructura rural de España, entre cuyos detalles resaltan:
1. Colonias de Franco: Entre 1939 y 1975, el régimen franquista creó cerca de 300 poblaciones de pequeños agricultores. Estas colonias se establecieron como parte de la política de colonización y transformación en regadío. Algunas de estas poblaciones están hoy despobladas, mientras que otras siguen siendo núcleos agrícolas o incluso se han convertido en ciudades dormitorio.
2. Contrarreforma agraria: Tras la Guerra Civil, Franco llevó a cabo una “contrarreforma agraria”. Esta consistió en devolver la tierra colectivizada durante la II República a sus antiguos propietarios terratenientes. Sin embargo, algunas comunidades formadas por alrededor de 1.500 campesinos pasaron a depender del recién creado Instituto Nacional de la Colonización. Este organismo tenía como objetivo hacer una reforma económica y social de la tierra, aunque su enfoque difería del proyecto republicano.
3. Modernización y crisis agraria: Durante las décadas de los cincuenta y sesenta, se produjo un proceso de recuperación y modernización del campo español. Sin embargo, en los años cuarenta, la política agraria del primer franquismo había contribuido a una crisis agraria. Esta crisis estaba vinculada a decisiones ineficientes y represión hacia los agricultores que habían apoyado a la República. Situación esta última que en La Parra fue tan laxa como ausente.
Nuestra agricultura actual es fruto de tres grandes revoluciones que tienen lugar a partir del siglo XIX. La primera, que transcurre, sobre todo, desde 1835, desamortización de Mendizábal, a 1851, el Concordato con la Santa Sede que tranquiliza a los nuevos propietarios de las tierras que habían pertenecido a la Iglesia, posee el apéndice de la desamortización progresista de Madoz, en 1855. Se trata de la Reforma Agraria más amplia ocurrida en España, y da la impresión de que concluirá su sesquicentenario sin que se conmemore un hecho fundamental para crear una economía moderna en España.
La segunda tuvo lugar exactamente un siglo después. En el periodo 1950-1951 ocurrió esa «cita largamente aplazada», en expresión del profesor de la Universidad de Oviedo Juan A. Vázquez, que tuvo la economía española con el auge de la industria. La industrialización de España, al precisar de cantidades considerables de mano de obra, como destaca la llamada proposición Smith-Young, aumentó la demanda de operarios y provocó de manera derivada un impulso notable a nuestro PIB y a una formidable marcha de población desde el campo a las zonas urbanoindustriales. Automáticamente, al subir, por esa emigración, los salarios en la agricultura, fue preciso, como enseña la teoría económica, que se produjese una sustitución de factores productivos en el campo español. Aparecen la tractorización, la motorización, por ende el mayor consumo de energía y la sustitución de la de sangre por la eléctrica o la petrolera, amén de aumentar las dimensiones de las explotaciones, con reducciones en las hectáreas cultivadas en secano y aumento en las de regadío -exponente también de esta sustitución- y un mayor impulso de la acción empresarial.
La tercera se produce a partir del 1 de mayo de 1986, al ingresar España en la Comunidad Económica Europea. Lo sucedido hasta 1993 lo ha señalado como nadie José María Sumpsi en su artículo «La agricultura española actual. El marco de referencia», publicado en «Papeles de Economía Española», 1994, monográfico «Sector Agrario. Bajo el signo de la incertidumbre», al indicar que, «en los primeros años tras la adhesión a la CE todo parecía color de rosa... A partir del año 1988, empiezan a desvanecerse la euforia y el espejismo» (salvo en el aceite de oliva «uno de los pocos que no sólo han atravesado una buena situación en los primeros años (1986-1989) sino que han continuado con un nivel de rentabilidad en aumento y con una expansión sostenida, dadas las buenas expectativas»). En definitiva, los agricultores vieron con sorpresa cómo, después de los buenos resultados y de la euforia de las primeras campañas posteriores a la adhesión, la situación empeoraba rápidamente en los años siguientes. A la fase de optimismo le siguió bien pronto y casi sin solución de continuidad, la depresiva.
La continuación de esa angustiosa situación la define así Jaime Lamo de Espinosa en «La nueva política agraria de la Unión Europea» (Encuentro, 1998): «Hay... una constante en la Comisión que le lleva siempre a plantear sus reformas sobre los (productos) continentales, con exclusión de los mediterráneos... (Como) se repite por igual con unos comisarios o con otros... hace pensar que son los servicios de la Comisión los que, cuando diseñan cambios estratégicos de la PAC, apuntan más a aquéllos que tienen más coste en su presupuesto con olvido o postergación de los demás». Todo eso, y más novedades, han concluido por generar una nueva realidad tal que exige, como antítesis, una nueva política agraria.
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