Nunca me he cansado de ver a mis padres en su foto de boda. De su enlace nacieron mis dos hermanitas mayores, primero Isidora y después Amalia. Fallecieron a los pocos meses en aquella España trágica e infortunada de la posguerra civil, tan deficitaria en medios sanitarios a finales de los años cuarenta del siglo pasado, y en mayor grado en los pueblos pequeños como La Parra de las Vegas. No quedaron fotografías para el recuerdo de ninguna de las dos. Fue un duelo, resarcido varios años después, cuando el perverso diablo huyó de aquel joven hogar, despedido por el querubín de la vida que me trajo entonces al mundo. Ocurrió el 5 de mayo de 1951.
La tarde anterior a esa fecha, según recoge la Redacción del diario La Vanguardia Española en Madrid, pronunció en el Ateneo la XXXIII conferencia del ciclo «Balance de la cultura moderna y actualización de la tradición española» don Antonio de Souza Cámara, que desarrolló el tema «Ruralidad peninsular». Literalmente afirma la noticia:
«Se ha afirmado —dijo —que el destino de las naciones está en gran parte en las manos del pueblo agrario. Se dice que son los valores rurales, mantenidos tradicionalmente, los que constituyen la armadura de las sociedades y les garantizan estabilidad y residencia. Por eso en muchas partes del mundo se dedican los mayores cuidados a que la agricultura prospere y se desarrolle constantemente en los variados sectores de su actividad, proporcionando a los que en ella viven las mejores condiciones de seguridad y de bienestar.
Estas afirmaciones son aplicables a nuestra península, aunque las ideas de la agricultura tomadas con importancia trascendental no existiesen sino en una escasa minoría. Nos extraña, naturalmente, que este conocimiento no esté todavía generalizado, siendo España y Portugal defensores de la civilización cristiana y debiendo sentir como cualquier otro país, y tal vez en muchos casos hasta con mayor intensidad, porque lo han sentido en su propia carne, que los valores rurales se han de proteger con decidido valor y tenacidad. Nos admiramos de que las cosas de la tierra, de las cuales depende al final la salvación o la catástrofe de nuestra civilización moderna, se consideren habitualmente en un plano secundario de nuestras preocupaciones nacionales.
La verdad es que a pesar de olvidos lamentables, del abandono del agro que desgraciadamente algunas veces se verificó en generaciones pasadas, de los errores cometidos, esos valores rurales aun hoy representan la estructura vigorosa de la nación, que se opone a todas las tormentas y se muestra como garantía del futuro y de la prosperidad de la Patria».
A este bebé parreño -que era yo- le pillaban muy de largo esas ideas, y no las llegó a interpretar hasta veintitrés años después, en su etapa de juventud y a punto de licenciarse en Filosofía y Letras, precisamente en la Universidad de Barcelona.
Mi primera infancia entre el nacimiento y 1957, año en el que mi padre decidió emigrar a Lérida, se desarrolló en los instantes que la historiografía sitúa como "Los años cincuenta (1951-1959)", que supusieron una nueva etapa dentro del régimen de Franco. En lo político, social, económico y cultural, comenzaron a producirse transformaciones que enlazarían con la España del desarrollismo (1959-1975). Fueron años cruciales. Su importancia fue señalada con acierto por José Luis García Delgado, quien se refirió a aquellos años como la «década bisagra» entre el estancamiento del primer franquismo y los impulsos expansionistas de la economía a partir de 1960. Desde el punto de vista de la política económica, los cincuenta se caracterizaron por una cierta liberalización y una paulatina restauración de la economía de mercado. La llegada al Gobierno en julio de 1951 de algunas personalidades como Rafael Cavestany (Ministerio de Agricultura), Manuel Arburúa (Ministerio de Comercio, ya desgajado del de Industria) o Francisco Gómez de Llano (Ministerio de Hacienda) supuso una reafirmación de esa tendencia. Se dieron pasos hacia el aperturismo, pero fueron siempre «pasos cortos» (como cifró García Delgado, 2000, p. 140). El intervencionismo pervivió, si bien de manera atenuada, lo que mermó los resultados económicos obtenidos y, a partir de 1957, la adopción de medidas liberalizadoras plasmadas finalmente en el Plan de Estabilización de 1959.
La «nueva política agraria» promovida por Cavestany desde el Ministerio de Agricultura incentivó la producción, ofreciendo precios más remuneradores, relajando la intervención y fomentando la modernización, lo que supuso un aumento tanto en las superficies como en los rendimientos agrícolas. Así, se incrementó el consumo privado, dejando atrás los «años del hambre» y recobrando, a mediados de los cincuenta, el consumo en términos de calorías totales. Bienes alimenticios superiores comenzaron a entrar en la dieta de los españoles: entre 1950 y 1960, el consumo de carne se duplicó y el de azúcar se triplicó. Poco a poco, especialmente en el mundo rural, los modernos electrodomésticos (primero la radio y, posteriormente, el televisor) y los automóviles comenzaron a entrar en los hogares españoles.
Sin embargo, España estaba lejos del nivel económico del mundo occidental. De hecho, los avances de los cincuenta no redujeron las distancias con Europa ni superaron el atraso de posguerra. El agotamiento de la ayuda americana hacia 1958 puso el sistema al borde del colapso. El crecimiento económico no se trasladó de forma a todos los grupos sociales de manera equilibrada. En 1960, los principales cambios en la modernización alimenticia todavía estaban pendientes, los nuevos electrodomésticos o los automóviles todavía no eran generalizados en todos los hogares y se apreciaba un desfase cada vez mayor entre la realidad urbana y rural.
El «decenio bisagra» también fue novedoso respecto a la emigración, en la que se vio envuelta toda mi familia. En la emigración exterior, especialmente a partir de la segunda mitad de los cincuenta, se reactivaron los traslados a América y dieron comienzo los que tenían como destino Europa. Pero fueron más importantes las migraciones interiores, alcanzando el nivel más alto en lo que iba de siglo. Los movimientos de población se dirigieron especialmente a las ciudades, lo que produjo una rápida urbanización.
Merece la pena detenerse en la realidad social de aquellos años, y de aquí esta página, que está fundamentada en los estudios del profesor Miguel Ángel del Arco. Subraya este que para una comprensión general de esa época conviene descender a la esfera regional y local, al terreno más inmediato donde podemos apreciar con mayor nitidez estos procesos históricos. Y así lo haré yo en el tercer volumen de la trilogía novelística protagonizada por "El Artista de Valdeganga", en la que me hallo trabajando ya.
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