Los Mustang - Jóvenes (Aquí)
Jóvenes, éramos tan jóvenes
Soñaba yo, y soñabas tú
Y fue… la
Verdadera razón
De mi vida, nuestros sueños sin temor
Los jóvenes quieren ser felices
Los jóvenes buscan la amistad
Y al fin son de la vida el lugar
Que prefiero porque tienen la verdad
Brilla ya en tus ojos, la felicidad
De verme aquí, junto a ti… que alegría siento en mi
Jóvenes, somos aun tan jóvenes
El tiempo sigue sin pasar
Y son tus besos y tus recuerdos
Que vuelven y que guardan nuestro amor
Hoy he sobrepuesto a la imagen de La Parra de las Vegas una canción que da sentido a un refrán vivaz y agudo: Amar y no ser amado, es tiempo mal empleado. Un proverbio que se aposentó en muchos corazones de aquella mocedad de veraneantes que regresaban a los pueblos -dónde tenían sus raíces, arrancadas por el éxodo incontenido de años atrás- en compañía de sus padres y hermanos durante la "España despegada". Así califica la historiografía a nuestro país al referirse a la etapa desplegada desde finales de los años sesenta y cobra pujanza a lo largo de toda la década de los setenta del siglo XX.
Las familias rurales con destino al medio urbano fueron las grandes protagonistas del movimiento migratorio en España de 1950 a 1975. A ello contribuyeron la transformación de los medios de producción agraria con una mayor concentración y mecanización de las explotaciones. Por otro lado, el Plan de Estabilización de 1959 favoreció la absorción por la industria del excedente de mano de obra agrícola. Se calcula que 3.100.000 españoles se trasladaron a la ciudad en la década de 1960. El destino se centró en los focos industriales y del sector servicios de Madrid, Barcelona y País Vasco.
Los meses de julio y agosto de aquellos años, era el momento en que muchos regresaban a sus pueblos de origen, y con ellos los nuevos miembros de la familia, familias muchas veces creadas en aquellos destinos lejanos, esposas, hijos, etc.
Al anochecer regresaban, tras una larga y calurosa jornada en el campo, padres, maridos, hijos... dedicados a la dura profesión de agricultor, bien como peones, bien como amos o arrendatarios. Tras refrescarse y asearse con el agua del “lebrillo” preparada por su esposa o su hija, se sentaban en la puerta de casa, alrededor de una pequeña mesa, en las típicas sillas con asiento de enea o de cordel, con el fin de dar buena cuenta de la cena que,con todo cariño y los “posibles” familiares, preparaba el ama de casa.
La velada se alargaba varias horas y en las tertulias, los vecinos, trataban infinidad de temas: de las cosechas, de política, de la guerra..., también temas sentimentales: noviazgos y casamientos, etc. y como no, todo tipo de rumores, habladurías, cotilleos o críticas referentes a vecinos, familiares o parientes.
En un Seat 127 o en un R-8 cabía, hace 50 años, todo lo que el español medio necesitaba para veranear: la familia, las llaves de la casa del pueblo, el presupuesto total a buen recaudo en la cartera y un equipaje ligero donde el bañador era el rey. Armadas de paciencia, las familias cogían carretera y manta con la única ambición de descansar. Los 'Fórmula V' se encargaban de recordar que las 'Vacaciones de verano' eran para ti (y para mí) y los 'Tequila' invitaban a bailar un rock&roll en la plaza del pueblo, la máxima expresión del cachondeo patrio. Eran los primeros años de los 70, como puntualizó Rocío Mendoza.
La plaza de La Parra aún estaba sin su simbólica fuente. Pero era el lugar de recreo preferente cuando el sol dejaba de apretar. Agrupaba una ebullición social que unía a la vez ocio, cultura -inadvertida, pero antropológicamente digna en relatos de tradiciones y montaje de holganzas-.
En aquellos años, el país tampoco estaba para muchas alegrías: hasta el 77 no se vivieron las primeras vacaciones en democracia y asomaba la crisis del petróleo. Un sondeo del CIS del año 72 revelaba entonces que solo la mitad de la población tenía vacaciones remuneradas y, de ellos, no todos veraneaban. Quienes no lo hacían (un 49%) alegaban que no tenía recursos económicos para ello o que tenían trabajo. Quedarse en casa no era una opción tan rara. "¿Cuántos no se habrán planteado así el verano del coronavirus?", dijo en 2020 Rocío Mendoza igualmente.
Un estudio cercano ha cifrado el fenómeno al que aquí se alude en España en el 24%», como sostiene Alfonso Vargas Sánchez, Catedrático de Organización de Empresas de la Universidad de Huelva, especializado en turismo. Hace 50 años, el fenómeno se situaba en un porcentaje muy similar: el 22% pasaba el verano «en casa».
El verano empezaba cuando llegaban los veraneantes. No el mes de julio, cuando comienzan oficialmente las vacaciones, ni siquiera la noche de San Juan, la más corta y misteriosa del solsticio, cuando la gente se sanjuanea sumergiéndose en las aguas de los ríos o buscando al amanecer el trébol de cuatro hojas mientras las brujas bailan con el diablo en Zugarramurdi o en los páramos castellanos de Barahona o cabe el Moncayo, sino cuando llegaban los afortunados que podían permitirse el lujo de no hacer nada los meses de más calor, al contrario que el resto de la gente. Al revés, el verano era para muchos la época de más trabajo, pues tenían que recoger las cosechas con vistas al largo invierno que habría de llegar.
Julio Llamazares describió muy bien el fenómeno aquí agrupado. E insisto con él, los veraneantes llegaban en coche o a la estación de ferrocarril más próxima con su impedimenta de bultos y de equipajes y sus séquitos de sirvientes, según su categoría y su posición social, y se instalaban en sus casonas cerradas durante el año, pero preparadas siempre para cuando ellos vinieran. Y durante dos o tres meses se dedicaban a veranear, esto es, a no hacer nada, ante la envidia de los vecinos, que les veían ir y venir en sus coches o de paseo con sus sombrillas mientras ellos atendían a sus múltiples trabajos bajo el sol de la canícula o el rayo negro de la tormenta. No es extraño que muchos campesinos comenzaran a alentar ya en aquel tiempo la esperanza de que sus hijos, liberados de su destino por los estudios o por un trabajo en la capital, pudieran convertirse también ellos algún día en veraneantes como los que envidiaban en aquellos instantes.
Su deseo, en cierto modo, se cumplió. Pasaron los cincuenta y los sesenta, la gente emigró en masa a las ciudades y los hijos de aquellos campesinos que veían a los veraneantes ir y venir de paseo o tumbados en sus hamacas en los jardines de grandes tapias mientras ellos atendían a sus múltiples trabajos se convirtieron también en veraneantes, si bien que con menos clase y con la duda sobre su condición de tales que les dejaba su propio origen. Al fin y al cabo, ellos iban solamente algunos días a sus pueblos.
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