Actualmente conocemos las leyendas de diversas culturas, incluso de civilizaciones muy lejanas en tiempo y espacio a la nuestra, ya que con la aparición de la escritura su transmisión dejó de ser oral y las historias comenzaron a registrarse por escrito. Incluso en la actualidad muchas leyendas son transmitidas a través del cine y la televisión.
Aunque contienen hechos sobrenaturales, a veces las leyendas son consideradas como creíbles por parte de personas o grupos de una cultura determinada. Esta credibilidad se logra porque transcurren en un mundo que resulta familiar para quienes transmiten los relatos a las siguientes generaciones y también para quienes los oyen.
Un primo de edad similar a la mía, en una tarde tan lluviosa como la de hoy, allá por el mes de abril de 1967, junto al calor de la estufa tradicional de leña en su casa nos contó la primeriza leyenda de "La tinada de la pasión". Los hechos sucedieron precisamente en La Parra de las Vegas, en la última década del siglo XIX y tenía como protagonista a Valentín Contreras, lejano familiar. Un joven lozano, ameno y encantador, a la par que valiente, que por su hechura era flor de pasión de muchas mozas lugareñas.
El 30 de abril de 1896, se disponía Valentín con su pandilla a cantar los "mayos" a las jóvenes -echarles el mayo, se decía-, una fiesta muy atractiva, hermosa y tradicional en el pueblo. Un tesoro ancestral de la cultura popular surgido para celebrar la primavera, para manifestar la alegría de la resurrección pagana de la vida. Era la cita amorosa de los mozos, el reclamo de la juventud y la sangre a través de un galanteo que tuvo rima de verso y música de guitarras y laúdes.
Pero la miseria del diablo golpeó su corazón. Casualidad o destino, una moza a la que no conocía, recién venida a La Parra y pariente de una vecina casadera a la que terminaban de cantar el mayo, se aproximó a Valentín y lentamente, con un galanteo descomedido y algo vicioso, lo va cortejando hasta conseguir dos horas después, entre vino y aguardiente, una cita al día siguiente. Convienen tenerla en una tinada, inmediatamente después de realizar el cobro de los mayos y la hoguera montada en la plaza del pueblo. La cobranza consistía en ir de casa en casa a la mujer que le habían cantado, para que diera su voluntad, que normalmente era un par de huevos, excepto en aquellas casas que, bien porque no les había gustado el mayo o les habían quitado leña -acción realizada por los chavales menores de diecisiete años- para hacer la hoguera, recibían una bronca.
Esa gran fogata la montaban y encendían "los carrozas" (mozos mayores de veinticinco años), que eran los encargados de comprar los corderos, matarlos y freir la carne. Alrededor de las dos de la tarde se juntaban todos a comer en una casa que previamente habían alquilado para tal fin. En ella corrían a raudales las viandas y la bebida, entre las que destacaba siempre la zurra. Tampoco faltaban las borracheras y algún que otro chascarrillo, producto de las anécdotas que habían acaecido durante el desarrollo del cántico.
Los dos confabulados, Valentín y Natalia "la Madrileña", como se apodaba a ésta, salieron un poco antes y, cada uno por su lado, disimuladamente se encaminaron a la tinada que pasaría a llamarse de la pasión. Lo que no sabían es que, con sus ojos de víbora y sus oídos de metomentodo, la tía Romualda se había enterado de sus intenciones, contándolas a dos amigas tan chismosas como ella. El resultado era presumible: pillaron a la pareja in fraganti y en faena.
Natalia salió ciscada y sin ánimos de volver por La Parra. Por su parte, Valentín, al que le tocaba entrar en el Ejército como quinto, marchó destinado a Cuba, de la que volvería rehabilitado después de la Guerra. Él fue el que extendió en el pueblo el socorrido dicho de "más se perdió en Cuba", con el que respondía a cuantos querían gastarle alguna broma con la frustrada consumación pasional habilitada junto a la Madrileña. Demostraba el ex soldado que eso no le había causado pesar. Ese era el modo con el que hacía ver que no tenía como problema el fracaso amoroso; por esto solía añadir una coletilla: "mira vengo silbando". Y se ponía a chiflar, para destacar que incluso de los momentos más duros en los que parece que todo está en contra, se puede sacar una sonrisa y cambiar el punto de vista.
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