El retorno a la tierra natal
es comparar y descubrir que todo sigue igual
pero que nada es ya lo mismo
porque uno ya no es el mismo,
no porque el mundo no lo sea.
(Julio Llamazares, "Volver", EL PAÍS, 17/07/2021)
Esta es la sensación que me dio el regreso a La Parra de las Vegas el sábado pasado, después de acabar un proyecto que me urgía y, tras tomar sus aires inigualables, ponerme manos a la obra en otro que tengo en ciernes. Con parsimonia y sin asombro, después de aparcar el coche, me dirigí hacia el norte, para la mera contemplación del paisaje. Una apreciación que va ligada a meditar, reflexionar, imaginar, considerar..., formando parte de nuestra cultura sin apreciarla como una pérdida de tiempo.
Esa mañana leí una referencia del escritor Julio Llamazares al "arte de la contemplación" de un paisaje, el que sea. y lo probé en mi propio cuerpo, sintiendo como él -según llegaba al rostro el aire más puro que en el mundo haya- la sutileza de sentir algo tan placentero y tan enriquecedor que sobra cualquier justificación. Por esto, incluso hay quien lo considera un derecho que debería estar reconocido por ley, principalmente cuando se ve interrumpido continuamente por otros o dificultada su contemplación por esos que consideran que hay que llenarlo todo de ruido, porque el mundo sin él no tiene sentido. Me hizo pensar ese bienestar en el placer de mi paseo en soledad, alejado de botellones y de factibles contagios.
Al regreso, meditabundo y a paso lento, abarqué un amplio lapso existencial: el de mi juvenil tiempo de veraneo en La Parra. Grandes páginas repletas de agradables destellos de luz y sol; pero, ante todo, de recuerdos junto a personas que ya no están en este mundo, aunque sigan teniendo su pequeño rincón en mi memoria, al lado de otras que viven todavía, si bien alejadas de la cotidianidad, por culpa del espacio y la distancia. En suma, unas cuartillas, que deben ser acompañadas de otras que están sin escribir todavía, sabiendo que la edad no perdona y que llenar esas cuartillas de existencia supone un regalo que nos hacemos a nosotros mismos.
Sí, un obsequio para apaciguar cualquier atisbo de ansiedad, dado que la vuelta a la tierra donde nacimos y hemos pasado grandes ratos y emociones viene a ser el dulce caramelo del reencuentro con la memoria, que, volviendo a las palabras de Llamazares, no es más que una serie de paisajes y de personas que permanecen en ellos desde que las conocimos y que nos acompañan siempre en la lejanía. Con todo este barrunto me subí nuevamente al coche para regresar a mi hogar en Cuenca. Había llenado gratis mi espíritu con unas vitaminas recomendadas a un periodista por Miguel Torga, el gran narrador portugués, al responderle al reportero que lo visitó en su pueblo, Sâo Martinho de Anta, en la región norteña de Trás-os-Montes, al que regresaba siempre en verano desde Coimbra, donde vivía, y que le preguntó si iba allí a inspirarse: “No, vengo a recibir órdenes”. “¿De quién?”, le preguntó, sorprendido, el periodista. “De mis antepasados”, le dijo Miguel Torga, quien no era muy amigo de dar explicaciones ni entrevistas.
Al contrario que esos dos grandes maestros de la narrativa que acabo de citar, yo no me acomodo junto a una chimenea, ni me quedo en silencio varias horas, pero sí que siento -igual que ambos- al recorrer la extensa dehesa de La Parra de las Vegas que mis palabras no están a la altura de mis sentimientos. Tal vez sea que "volver es comparar y descubrir que todo sigue igual pero que nada es ya lo mismo porque uno ya no es el mismo, no porque el mundo no lo sea. El tiempo cambia nuestra percepción de él como el paisaje cambia con la luz pese a que su realidad no lo haga" (cita de Julio Llamazares, vid. aquí).
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