A resultas de una investigación sociopolítica que estoy llevando a efecto, ha caído en mis manos el libro de Sergio del Molino La España vacía: Viaje por un país que nunca fue. Es un ensayo histórico y un relato de viajes en el que él declara su amor a lo real de su vida, y a mi me deja anclado en los tiempos pasados de La Parra de las Vegas. Más de sesenta años atrás, cuando todavía no era equiparable en densidad de población inferior a las más deshabitadas de Laponia o del norte de Finlandia, emplazadas en las soledades del Círculo Polar Ártico. No andaban solos sus habitantes todavía.
No voy a hacer aquí como del Molino, primero, porque no soy novelista -como él-, y, después, porque tampoco tengo afición por inventar relatos. Sí coincido en las apetencias de examinar la conciencia con la escritura, e ir por ahí con los ojos y los oídos muy atentos para observar la pura variedad objetiva del mundo, como precisó Antonio Muñoz Molina al glosar las bondades de ese libro.
Encuentro en éste también cómo del Molino ha estado en las Hurdes, en los Monegros, en las soledades del Moncayo, en los pueblos terribles de los crímenes españoles, en Puerto Hurraco y en Fago. En sus viajes ha seguido los pasos de otros viajeros a lo largo de siglos, y ha conversado y discutido con ellos mientras los leía, pero nunca pierde de vista la realidad cercana, ni su propia reacción a los lugares y a las personas que encuentra. Es tan irreverente con las vacas sagradas del esencialismo hispano como respetuoso con las personas comunes a las que se encuentra, y con los escritores y los activistas que pusieron la atención y las ganas de mejorar las cosas por encima de los prejuicios y los apostolados. Un sentimiento decoroso que mi padre tuvo la inteligencia de inculcarme y jamás he olvidado.
El eje de su libro es lo que él llama el Gran Trauma, la migración tremenda que en muy pocos años dejó vacíos pueblos y campos para multiplicar la población de las grandes ciudades. Hijos de campesinos nacidos en barriadas de aluvión afirmaban una identidad desafiadora dejándose el pelo muy largo. Un poco antes mis progenitores se anticiparon al ciclo, pero todos sus hijos vivimos la sombra que paulatinamente sembraba las semillas de la España vacía. Todo un pasado escindido entre la abjuración y la nostalgia, entre la altivez de una mundanidad demasiado adyacente para habituarse prontamente a ella, y siempre sin poder olvidar la perduración de lealtades íntimas, como la que a los nietos más cercanos nos dio siempre nuestra abuela Emilia, lo mismo que el abuelo Pedro, gran preboste de la reunión dominical de los emigrados de La Parra a Lérida en los años sesenta.
Con ambos y el recuerdo de la cándida y querida infancia vivida con mi primo Emilio en La Parra, un par de párrafos del mencionado libro me han trasladado las enseñanzas y comentarios sobre la ejemplaridad del buen uso del tenedor y del cuchillo, mantenidos alrededor de un suculento potaje de Semana Santa.
Amplía Sergio del Molino mi cultura y la de mis ascendientes comentando que a "diferencia de la cuchara o el cuchillo, el tenedor es un utensilio muy reciente. En el Quijote nadie come con tenedor. En la España del Siglo de Oro era aún una rareza al alcance de los muy ricos, y lo siguió siendo hasta la guerra napoleónica. Carlos I usaba unos traídos de algún lugar de Europa, pero se consideraba una excentricidad imperial. No fue común en las mesas hasta bien entrado el siglo XIX. Los pastores y la gente del campo no comieron con tenedor hasta casi el siglo XX, y fue un exotismo en muchas aldeas perdidas donde se mantuvieron fieles a la cuchara para las migas y al cuchillo para el queso. La primera fábrica que produjo masivamente tenedores en España no se abrió hasta mediados del siglo XIX."
Y es que, en lo que entonces se llamaba mundo civilizado, el tenedor era una marca de distinción y elitismo; aunque en nuestra familia nunca nos importó que pudieran catalogarnos de costumbristas o rurales. Por mucho que entre las clases altas británicas de mediados del siglo XX, el ‘almuerzo de tenedor’ y la ‘cena de tenedor’ eran comidas de bufé en las que el cuchillo y todos los demás utensilios se dejaban de lado. El tenedor era educado por ser menos violento a primera vista que el cuchillo, y menos infantil y sucio que la cuchara. Se aconsejaba usar tenedores para cualquier plato, desde el pescado al puré de patatas, desde las judías verdes a la tarta.
Años más tarde, en la época de mi doctorado en la Universidad Complutense, supe con el sociólogo Norbert Elias, concretamente en su obra El proceso de civilización, las buenas razones por las que el uso del tenedor no se generalizó en Europa hasta el siglo XIX.
La experiencia cotidiana sirve para explicar parcialmente uno de los misterios culinarios de Occidente: por qué el tenedor no se generalizó en Europa hasta entrado el siglo XVII o incluso el XIX si lo extendemos a todas las clases sociales. Pero, como siempre, no hay una sola explicación para un misterio que tenga detrás a un ser humano.
Norbert Elias, preocupado por desentrañar los mecanismos por los que una sociedad alcanza el grado de “civilización”, investigó sobre grandes cuestiones sociales, pero también sobre aquellos asuntos aparentemente insignificantes que, según el propio Elias, son los “que a menudo nos revelan aspectos de la estructura social y de la evolución espiritual”. Y uno de esos asuntos, fue, precisamente, la generalización del uso del tenedor en la Edad Moderna.
Según relata Elias en su fantástica obra El proceso de civilización, una de las claves que explica su tardía introducción fue la forma en la que tradicionalmente se servía la carne en la Edad Media. Durante este periodo, lo más habitual era llevar a la mesa el animal entero, muerto y cocinado, y era cortado a la vista de los comensales. Hasta tal punto se trataba de un momento culminante dentro de la comida, que existieron desde el siglo XV libros dedicados en exclusiva al arte de trinchar o arte cisoria (recordemos el español Arte cisoria de Enrique de Villena, que data de 1423). Se daba, pues, por hecho que despedazar un animal era una labor que todo hombre bien educado debía dominar. Lejos de ser una labor ingrata y bárbara, se consideraba que trinchar la carne era todo un honor reservado en exclusiva al señor de la casa y anfitrión. Paulatinamente se fue perdiendo esa reserva, y mi inolvidable Pedro Buedo, hospedador de nietos y familia, el Guarda de La Parra de las Vegas, pícaro como él solo y dotado de un corazón generoso con muchos kilómetros de amplitud delegó siempre el quehacer en su hacendosa esposa.
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