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Después de lo afirmado en los post anteriores, al acercarme nuevamente a desentrañar las raíces y las esencias de La Parra y sus habitantes -pocos ya-, necesariamente debo remarcar que la cultura es una organización de la diversidad y, según precisa la introducción a la antropología, siempre ha de tenerse en cuenta cómo los individuos influyen en aquélla y en todo proceso identitario mediante la conversión de su forma privada de entender las cosas en expresiones públicas. La distinción que se establece entre identidad individual e identificación colectiva tiene mucho que ver con una organización de la diversidad en la que no cabe atribuir a los grupos, ni siquiera metafóricamente, características que sólo poseen las personas.
Entonces tanto la cultura como los procesos identitarios, que responden a nociones diferentes pero que están interrelacionadas, habrían de entenderse entonces dentro de diversos procesos y contextos, desprovistos de significados a priori que los asignan categorías universales, jerárquicas, homogeneizantes, unitarias, delimitadas, sustantivas, reificadas y esencialistas ya sea desde posiciones naturalizadas, culturalizadas o etnificadas.
Se trata de comprender la cultura y lo identitario como convencionalismos, formalismos, construcciones sociales de sus actores, que negocian y expresan diversidades, incluidas las desigualdades, cambios bidireccionales, contactos, coexistencias e hibridaciones. De este modo, se sostiene que los significados culturales e identitarios son sobre todo individuales y contextuales y que, por tanto, el estudio de las diferencias intraculturales e interculturales -según dijo Ascensión Barañano en su Introducción a la Antropología Social y Cultural- no es posible sin considerar los procesos de hibridación y si se acentúa el origen de los sujetos sociales para explicar sus semejanzas y disparidades, su unidad y diversidad.
Vinculado a esto, interesa también poner de relieve, como subraya dicha profesora, que tampoco la diversidad puede concebirse como una realidad esencial y sustancial, delimitable por sí misma y ajena a todo proceso de transculturación e hibridación dentro de la cultura de uno mismo y de la de los demás. La manera de entender la cultura y lo identitario no es independiente de la forma en que se construye la imagen del otro, ya sea bajo posiciones etnocentristas o relativistas. Si la noción de áreas culturales resulta insostenible, igualmente lo es la visión de que la cultura y la identidad sólo son un cúmulo de diferencias. Asimismo, son claros los impedimentos que de esas visiones esencialistas, sustantivas y homogéneas se derivan para entender que los procesos de cambio y de hibridación no conllevan forzosamente la desaparición de determinadas formas culturales o identitarias o que éstas se encuentren en “peligro de desaparecer”. Y no resultan menos evidentes las repercusiones que tienen esas formas de entender la cultura y la identidad en su construcción como nociones asociadas al “fetichismo de la mercancía”, e identificadas con capitales culturales y sociales, con mercancías con valores políticos, económicos, identitarios y académicos.
Implícitamente, pues, podemos ya responder a la cuestión que se planteó al comenzar esta serie de artículos, Y la contestación es que, una cosa es lo que diga un refrán, y otra muy distinta la materialidad de los propios hechos y de las distintas personas. NO TODA LA GENTE DE LA PARRA ES VANIDOSA; ni lo cree, ni lo demuestran sus esencias antropogénicas.
Antes bien, según ponen de manifiesto cuantiosos estudios y trabajos académicos -algunos de los cuales veremos en post sucesivos-, es obvio que la cultura y la identidad no sólo son atravesadas por las diferencias, sino sobre todo por las desigualdades sociales entre individuos y grupos, a menudo ocultas y oscurecidas tras aquéllas por el conocimiento científico, incluido el antropológico.
Por supuesto, en La Parra -como en cualquier sitio- hay (o hubo, por la sobresaliente despoblación de la localidad) personas que interpretan (o interpretaban) la vida como si todo se tratase de una lucha de egos. Esto siempre ha ocurrido, pero en un contexto como el actual, en el que tanto la rivalidad como las apariencias son elementos muy valorados, es muy frecuente que aparezcan esta clase de individuos, educados para llegar a ser de este modo. Esto permite ratificar que la propia organización de la diversidad que supone la cultura, los procesos de cambio e hibridación y, desde luego, las posiciones jerárquicas atribuidas a las formas culturales -dominantes y dependendientes, hegemónicas y subalternas, superiores e inferiores, cultas y populares- en las relaciones
intra e interculturales no están en absoluto al margen de las relaciones de poder existentes entre los sujetos sociales que las protagonizan y reproducen.
Ello requiere que efectuemos un ejercicio de análisis y, a la vez, de síntesis que reconozca las visiones y argumentos diversos, en otros planos de las diversas ciencias sociales, consiguiendo sus relaciones correspondientes, hasta conseguir su articulación en un campo consensuado. Y aquí voy a dejar por hoy el tema, largo, no muy complicado ni difícil, pero sí de mayor extensión que la desarrollada hasta ahora.
(Continuará)
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