Podemos tenía todos los mimbres (proyecto común, militancia dispuesta y espacio político) para enfrentarse con razones al nacionalismo. Pero se ha convertido en un centro de acogida de proyectos estériles que están vampirizando su proyecto
EULOGIA MERLE
Algún día Podemos se estudiará en las universidades. Un grupo de politólogos, con una formación desacompasada con la que predomina en los mejores centros académicos y un relato congelado en la Transición, se encontró, sin reparar, ante los retos, no siempre decentes, de la política real. No siempre decentes pero siempre inexorables, esos que incluyen tener que responder a preguntas sobre planes hidrológicos, mecanismos monetarios de estabilidad o tarifas eléctricas, ante las que de poco sirve hablar de casta, hegemonía o empoderamiento. En esas condiciones, resultaron presa fácil para unos medios poco dispuestos a concederles tregua, sobre todo cuando, en los días en los que no anticipaban lo que les vendría encima, habían dejado un rastro inquietante que incluía sórdidas compañías, acosos e intimidaciones y hasta defensas delirantes de ideas dignas de defensa. Con prisas cosieron un programa que salió lleno de costurones. Un día se defendía una cosa y al día siguiente se rectificaba. Una improvisación y unas inercias confirmadas en la hora de gestión, cuando, después de buscar infructuosamente retratos de Franco, la emprendieron contra callejeros en los que tenían problemas para encontrar huellas de la dictadura. Cuarenta años de limpieza pero ellos estaban en el 1979, en las primeras municipales democráticas.
Los dirigentes más perspicaces parecieron reparar en que su tradición heredada, eficaz para recocerse en la propia salsa, resultaba estéril para encarar el poco piadoso mundo de la política real. Comprendieron eso y, sobre todo, que su reto era encontrar un perfil que nadie pudiera disputarles.
Algo tenían. Disponían de dos activos potenciales que otros habían desatendido y que ellos podían explotar en régimen de monopolio. Eran de largo recorrido y hasta podían recomponer el paisaje político. Y, me temo, los han dilapidado.
El primero, el 15-M, que, con ambigüedades y torpezas, había introducido un relato regeneracionista en el que destacaban principios de calidad democrática, justicia social y lucha contra la degradación y el uso patrimonial de las instituciones. Aquel legado podía proporcionar un saludable sustrato de socialización política. No es una tontería. En la trama civil de los países hay procesos que resultan básicos al suministrar en edades decisivas unas elementales coordenadas con las que ordenar experiencias y trato moral con el mundo. Son, forzando el léxico de Ackerman, “momentos constitucionales”, donde el curso de la historia parece acelerar el paso y los ciudadanos se reconocen en un conjunto de convicciones, decisivas para el resto de su vida, incluso en el caso de que acaben por pelear con ellas. Con un poco de suerte y buenas lecturas dotarán de cauce racional a adscripciones que inicialmente no responden a meditados análisis. Sucedió en nuestra historia reciente con la Transición, el referéndum de la OTAN o la guerra de Irak y pudo suceder con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuando la más espontánea de las respuestas, amarrada en un fondo de dignidad característicamente humana, llevó a muchos jóvenes a levantar una linde entre los asesinos, que cercenaban la libertad de todos, y unos conciudadanos dispuestos a darse razones unos a otros. Pero no sucedió así porque algunos hicieron lo posible para que no sucediera y, en este tiempo, las únicas socializaciones eficaces han sido las de un nacionalismo que recibió con preocupación al 15 M, el “internacionalismo progre, que va de apátrida, de cosmopolita” de unos ciudadanos a los que recomendaba que “se fueran a mear a España” (Carod-Rovira).
El otro activo arrancaba de una anomalía española: la ausencia de una izquierda explícitamente antinacionalista, crítica con un proyecto que asume como principio regulador que un conjunto de personas, por el hecho (falso, por cierto) de participar de ciertos rasgos comunes, pueda privar a otros de la condición de conciudadanos. Podemos tenía a su disposición principios y argumentos para construir ese partido. Las políticas identitarias han oficiado como sistemas de penalización y de exclusión, en las comunidades autónomas y en el conjunto de España. Distintas investigaciones confirman el vínculo entre esas políticas y la peculiar composición de las élites sociales y políticas. Circunstancias ajenas a las capacidades de los ciudadanos resultan decisivas en el acceso a las posiciones laborales y políticas. Por otra parte, muchas políticas descentralizadoras, en realidad, empeoran el autogobierno, que, entre otras cosas, requiere poder real de decisión. Sin ir más lejos, las posibilidades redistributivas quedan debilitadas cuando se transfieren impuestos como IRPF, patrimonio, transmisiones o donaciones: las autonomías, compitiendo por “ofrecer las mejores condiciones tributarias”, hacen imposible su aplicación. Por ese camino simplemente desaparece el Estado como instrumento de realización de la justicia.
Por dependencias diversas, nuestra izquierda se ha mostrado comprensiva con el tóxico relato nacionalista. Los peajes no han sido pocos y, entre ellos, no es el menor un empacho de remiendos conceptuales, para cuadrar lo incuadrable, que le ha impedido pensar claro. Podemos no tenía ese lastre porque no tenía los gastados tributos. Había nacido como partido nacional, no como una gavilla de proyectos locales, y podía nutrirse aquí y allá de gentes de izquierdas que, comprometidas con el interés general y, por ende, alejadas de quienes entienden el trato entre ciudadanos como un conflicto de identidades, se habían alejado de los partidos tradicionales y, no menos, de las izquierdas étnico-patrióticas. Estaban los mimbres (proyecto común, militancia dispuesta y espacio político) para enfrentarse con razones al nacionalismo.
Lamentablemente, lo recorrido hasta ahora invita a abandonar toda esperanza. Podemos se ha convertido en un centro de acogida y reciclaje de izquierdas nacionalistas. Partidos políticos agonizantes, junto con nacionalistas electoralmente estériles por su cuenta pero dispuestos a parasitar a cualquiera mientras puedan sembrar su mensaje, han vampirizado el proyecto. Una película que, en versiones menos aceleradas, ya hemos visto y cuyo final conocemos: una izquierda acobardada ante el delirio nacionalista, puramente reactiva, que solo sabe decir que no, a bulto y sin razones, y que oculta su falta de ideas con pirotecnia y efectismos. Basta con ver esa política gestera con los símbolos del Estado. Un uso patrimonial y arbitrario de las instituciones poco acorde con un ideal republicano tantas veces invocado. Pero eso es casi lo de menos. Lo peor es que para oponerse a quienes quieren acabar con el Estado del bienestar busquen la compañía de quienes quieren acabar —y lo proclaman— con el Estado, su condición de posibilidad.
Lo que pueda pasar con Podemos importa poco. Lo que pase con las energías que han malbaratado, mucho. Quedan a la espera.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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