"Engañar y ser engañado, nada hay tan común en el mundo" J.G. Seume
Seguramente si, el barón de Montesquieu, uno de los pensadores más influyentes en el seno de la historia de las ideas políticas, pudiera analizar la distribución de los poderes del Estado tal y como se entiende, hoy en día, en España y compararla con lo que él concibió como el sistema ideal de un Estado de Derecho, en el que quedaba claramente establecida la separación de poderes o funciones; de modo que se les otorgaba una titularidad distinta al poder Ejecutivo, al poder Legislativo y al poder Judicial; sin que, ninguno de ellos, pudiera usurpar las funciones de los otros; para así garantizar el control mutuo de sus actuaciones. Todo ello con el fin de que, a la vez, cada uno de ellos vigilara que los otros dos se mantuvieran dentro de los límites de la ley –algo que, hoy en día, se entiende como el elemento básico del Constitucionalismo moderno –; es muy probable que se diera un hartón de reír al comprobar como, los partidos políticos y una equivocada visión de lo que es la base de un sistema democrático; han convertido en una farsa el concepto que él tenia de lo que constituía un verdadero Estado de Derecho.
Empecemos por considerar la mezcla absurda del sistema monárquico, por naturaleza absolutista, con el sistema democrático (el gobierno del pueblo por el pueblo) y démosle al Rey la función, meramente simbólica, de Jefe de Estado y la, no tan simbólica, de jefe supremo de las Fuerzas armadas. Una monarquía parlamentaria que se puede entender como: una democracia a la que se le ha quitado al pueblo parte del poder de elegir a sus representantes; puesto que, el régimen monárquico es hereditario y vitalicio, con la facultad de dirigir las fuerzas armadas, un derecho que puede entenderse como un campo que se le hurta a la voluntad popular. En el caso de una república, el cargo de Presidente es objeto de elección popular, mediante elecciones y ello supone que, sólo se le concede poder por un determinado número de años, transcurridos los cuales, si el pueblo no desea que continúe en su puesto, elige a otra persona para que le releve en el cargo. Algo muy saludable.
El hecho de que, a los partidos políticos, tal y como se entienden en España, se les den todas las bazas para implantar sus respectivas políticas, sin que exista un marco constitucional que les ponga límites a sus posibles veleidades, tiene el efecto nefasto de que pueda ocurrir lo que en nuestra patria ha sucedido durante las dos legislaturas en las que los socialistas han ostentado el poder que, al no existir un control, como existe en la mayor y más experimentada democracia del mundo, los EE.UU de América; donde se dan una serie de contrapesos al Gobierno que obligan a que se deban llegar a acuerdos antes de que se tomen según que decisiones. Y es que, en muchos aspectos, lo que allí son considerados como conservadores ( republicanos) o de izquierdas ( demócratas), entre los cuales las diferencias ideológicas son menos marcadas que las que hay, en nuestro país, entre derecha e izquierda – arrastradas por enfrentamientos pasados, en los que entre unos y otros corrieron verdaderos baños de sangre –. Por supuesto que, en ninguna de las democracias europeas, se puede dar la más mínima posibilidad de que una parte, una provincia, pueda plantear, unilateralmente, el separarse del Estado; algo que no acaban de entender los separatistas catalanes, empeñados en insistir en que serán reconocidos y admitidos dentro de la UE.
La democracia, por definición y por su propia idiosincrasia, supone el aceptar, en bien de los ciudadanos, una serie de normas, leyes, reglamentos y principios de convivencia, a los que todos aquellos que se han comprometido a respetarla, deben someterse. Si está basada en la voluntad de todo un colectivo, que decidió compartir un régimen político determinado, cualquier cambio, alteración, renovación de los preceptos que se dieron, debe estar avalado por la voluntad mayoritaria, posiblemente de una mayoría amplia y cualificada de las cámaras de representación popular o, en su caso, a través de un referendum nacional, que garantizara que aquel cambio contaba con la aceptación de la gran mayoría de la comunidad. Es absurdo intentar basarse en el derecho democrático a decidir de una minoría; porque ello supondría un fraude de ley que, llevado al absurdo, podría llegar al punto de que cualquier pueblecito o aldea de 50 o 100 habitantes tuvieran la posibilidad, por la exigua mayoría del voto de sus habitantes, a declararse independientes dentro de un Estado.
Hablar, como lo hacen Más, Homs o sus seguidores del derecho "democrático" de los catalanes, entendido como derecho "a decidir", no es más que un truco, una falacia para engañar al pueblo catalán con el falso señuelo de un referéndum minoritario, que pudiera obligar a ser aceptado por el resto de España. Nada de esto encaja dentro del concepto de una verdadera democracia, algo perfectamente entendible si uno se aparta del fanatismo, de la obcecación o de la traición de unos compromisos de los miembros del Gobern que se comprometieron, en su, día a cumplir con los deberes, que les delegaba el Estado español, de acuerdo con las normas constitucionales vigentes.
Si hablamos del Poder judicial, ( uno de los estamentos peor valorados por el pueblo español), cuajado de jueces, magistrados y fiscales politizados; que han olvidado sus deberes de imparcialidad y de respeto por lo establecido en las leyes; no se puede considerar que cumpla con los principios democráticos ni, como se demuestra en muchos casos, son capaces de ajustarse a los plazos, la diligencia, la seriedad o la imparcialidad inherentes a su cargo; dando una pésima muestra de inoperancia, desidia y politización, incompatible con la clase de Justicia que demandan los ciudadanos y la función ejemplarizante que se espera de ellos. Un Senado ineficaz y carente de sentido, con un coste elevado a cargo de la ciudadanía y un Congreso de Diputados donde, en lugar de preocuparse por legislar en beneficio de la ciudadanías, se pierden en discusiones bizantinas; polémicas partidistas e insultos, frases obscenas y, en algunos casos, expresiones que nunca se debieran tolerar en la cámara de representación popular. Y, para terminar, un Ejecutivo que da la sensación de que permanece ausente a los problemas de la nación; que se muestra sordo a lo que le piden quienes lo votaron y que parece que tiene miedo a enfrentarse a los claros, amenazadores y cada vez más perentorios, desafíos de los separatistas, dispuestos a no cejar hasta conseguir sus objetivos. ¿Podemos hablar de los tres poderes previstos por Montesquieu? Va a ser que no; lo que nos lleva a que, en este país, no existe una verdadera democracia.
Los ciudadanos tenemos la sensación de que nos toma por niños de pecho, incapaces de sacar nuestras propias conclusiones, dóciles a cualquier estupidez que se les ocurra hacer a nuestros dirigentes y dispuestos a pasar por el aro, tanto del Gobierno como de una oposición impresentable, marrullera, dedicada a destruir y sin presentar una idea medianamente aceptable. Una situación que nos hace pensar en algo similar que tuvo lugar hace unos años, no tantos para que los hayamos olvidado ni tan cercanos como para que les sirviera de ejemplo a estas nuevas generaciones, que prefieren jugar con fuego, porque son inconscientes de las consecuencias que pudieran derivarse de este nuevo enfrentamiento entre "buenos" y "malos", sin darse cuenta de que todos tenemos, dentro de nosotros, una parte de lo uno y de lo otro. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, valoramos esta seudo democracia vigente en nuestro país.
Miguel Massanet Bosch
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