Enunciados
Las reformas presentadas ayer por el Gobierno adolecen de imprecisión; urge crear empleo
Las expectativas ante el último Consejo de Ministros estaban justificadas. De
la reunión debía salir un Plan de Estabilidad con el que fundamentar la
necesidad de flexibilización temporal del objetivo de déficit publico, un nuevo
programa de reformas que avale esa menor exigencia de rigor fiscal y respalde el
fortalecimiento de la capacidad competitiva de la economía y, no menos
importante, decisiones que eviten la depresión económica. El Gobierno ha
cumplido el primer propósito con bastante más realismo que en ocasiones
anteriores; también ha enunciado sus intenciones de nuevas reformas; aunque no
ha adoptado decisiones concretas que impidan que sigan cerrando empresas y el
desempleo se enquiste por encima del 25% de la población activa durante varios
años más.
La mayor credibilidad del cuadro macroeconómico venía impuesta por una
realidad que apenas deja margen de mejora en algún indicador y por las
previsiones de analistas nacionales e internacionales que no contemplan una
contracción del crecimiento económico este año inferior al 1,6%. Ha hecho bien
en renunciar a su propio postulado de que “el Gobierno no hace previsiones, sino
que establece objetivos” a los que se han de adaptar los demás agentes
económicos. Aquel -0,5% de crecimiento del PIB vigente casi se triplica, hasta
el -1,3%. Hace bien igualmente en asumir que la situación del mercado de trabajo
no mejorará antes de 2015, y que la demanda interna seguirá drenando
posibilidades de crecimiento. En consecuencia, sería un empeño imposible tratar
de reducir el déficit público al ritmo hasta ahora previsto.
Alcanzar el 3% del PIB en 2016 es ahora un objetivo más verosímil. Aunque
dependerá en gran medida de la evolución de las principales economías de la
eurozona. El optimismo se refleja cuando el ministro de Economía confía en que
la demanda exterior siga dinámica, “con las exportaciones continuando en sus
ganancias de cuota de mercado”. Un empeño complicado si el conjunto de la
eurozona sigue en recesión.
Ese contexto es el que debe amparar la senda de saneamiento de las finanzas
públicas que finalmente habrá de aprobar la Comisión Europea. Para ello el
Gobierno no ha anunciado ninguna reducción significativa del gasto público, más
allá del resultado todavía impreciso de la rebaja de algunas transferencias a
las comunidades autónomas, y sí lo ha hecho en la elevación de las tarifas en
algunas figuras tributarias. Suspende el compromiso de revertir el ascenso en el
IRPF y compromete, aunque de forma imprecisa, la elevación de algunos impuestos
especiales y gravámenes de fiscalidad medioambiental y sobre los depósitos
bancarios. El potencial recaudatorio de estos últimos o la cuantía de las
transferencias no se conoce por ahora. La revisión de la iniciación de contratos
públicos y de las pensiones se mueven en el terreno de la inconcreción.
La imprecisión es también el rasgo dominante en el capítulo de reformas
anunciadas. Los ámbitos sobre los que se han de centrar son muy relevantes. Su
alcance es difícil de conocer ahora. Las pensiones están pendientes de las
conclusiones de la comisión de expertos y la reforma para racionalizar las
Administraciones públicas solo se sostiene en el objetivo de eliminar
duplicidades y ampliar la Administración electrónica. En todo caso, ninguna de
las anunciadas se dirige de forma específica a impulsar la demanda y la creación
de empleo a corto plazo. Y esta es la más urgente de las prioridades de la
política económica. En realidad, buena parte de las reformas quedarán en poco
más que enunciados si el crecimiento económico no emerge hasta entrado el
próximo año. Y anticiparlo exige hacer valer ante las instituciones europeas y
alguno de sus socios europeos que la aplicación de sus recomendaciones de
austeridad ha llevado a la extensión del desempleo y la
desconfianza.
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