La clave pasa por una ley que regule la actividad interna de los partidos y contrapese a sus cúpulas. Ni pueden invadir la justicia, ni hay capital humano para abastecer decenas de miles de cargos públicos
José Antonio Gómez (Publicado en El País, aquí)

EULOGIA MERLE
Lo que va de siglo XXI le está sentando mal a España. El desplome de todos
los indicadores económicos y sociales desde 2007 muestra que muchas cosas
fallaban desde antes. Podrían diluirse las responsabilidades en el conjunto del
país porque en una sociedad compleja ningún colectivo es autónomo, pero tienen
más responsabilidad quienes tenían (y tienen) los datos para analizar la
situación y los resortes para asignar recursos, y lo hicieron mal. No solo las
élites políticas ahora en la picota; también tienen responsabilidades las
empresariales, resguardadas de la opinión pública, y las sindicales, sumidas en
la indiferencia tras contemplar pasivamente la destrucción de 2,5 millones de
empleos en el sector privado.
La atención pública se dirige soliviantada a la política porque le
corresponde marcar caminos, asignar los recursos públicos, fijar las reglas de
la economía y orientar las inversiones privadas. Pero la política está
paralizada. Sus élites piensan que si cambia la economía cambiará la percepción
de la gente sobre todo lo demás, el mensaje desvela intención de seguir así y,
quizá, menosprecio a los ciudadanos. Si a esto se une que la corrupción alcanza
a las cúpulas de los partidos atrapando a sus máximos dirigentes, porque
cualquier movimiento produciría reacciones que los desestabilizaría, el panorama
es desolador. Los sindicatos y la patronal no están mejor.
Indicadores de esta parálisis aparecen todos los días, mostrando la
impotencia para resolver los problemas y la querencia por refugiarse en
burladeros. El comportamiento de algunos familiares del Rey se pretende soslayar
con una ley de la Corona para guarecerlos en el futuro con algo parecido a la
inmunidad parlamentaria. Se quiere ignorar “el problema de que la Corona solo es
sostenible si quien la encarna, y su familia, es irreprochable” (J. M. Reverte).
Una sucesión de filtraciones trasluce presión a la Audiencia y al juez de Palma.
Otro ejemplo: ante la acumulación de políticos imputados de los que los partidos
no pueden deshacerse, el ministro de Justicia propone endosar a los jueces la
responsabilidad de dictar discrecionalmente su inhabilitación. Pero ¿qué haría
cualquier partido si un juez pretendiera inhabilitar a uno de sus alcaldes? La
reforma de los ayuntamientos se ha bloqueado por la resistencia de los
concejales de todos los partidos.
Es preciso renovar las reglas de la política para hacer otra Política y otras
políticas, para transmitir al país un proyecto de futuro. No hacen falta
reformas grandilocuentes de la Constitución, sino desliar la maraña en que se ha
convertido la política española. La Transición estableció instituciones, pero no
reguló las cañerías de la política. Se definió entonces una política rígida
(moción de censura constructiva o la imposible reforma de aspectos estructurales
de la Constitución), basada en las cúpulas partidarias que atraparon la
composición de las listas electorales y de los órganos relevantes (Tribunal
Constitucional, de Cuentas, CGPJ, comisiones reguladoras de los mercados) y
ahormaron los partidos a su comodidad (una temprana ley de financiación, 1978;
congresos cada cuatro años, órganos de control de las ejecutivas masificados e
inoperantes, etc.).
Con el tiempo, la política se ha degradado tanto que los partidos ignoran sus
propias reglas cuando conviene a sus direcciones. Ejemplos: los estatutos del PP
prevén que la junta directiva nacional, que controla a su ejecutiva, se reúna
cada cuatro meses; entre sus dos últimas reuniones pasaron nueve. En el PSOE, el
secretario general invita a un miembro del partido a asistir a su ejecutiva
regularmente.
En los ochenta, la política se desbordó. Sin contrapesos administrativos se
crearon 17 administraciones territoriales, miles de empresas y organismos, se
desató un tifón legislativo autonómico, la política se ramificó por los
resquicios de la sociedad (cajas de ahorro, control de las carreras de los altos
funcionarios), se infiltró en la justicia. La política se ensimismó con su
desmesura, y sin enterarse ha sido impotente para imponer a las élites
económicas las reglas de transparencia, competencia y códigos éticos vigentes en
otros países europeos. Ejemplos: las retribuciones de los consejeros del Ibex 35
en estos años, las obscenas retribuciones en empresas públicas y los acuerdos de
tres empresas sobre precios en el mercado de carburantes. Lo más grave es que no
ha conseguido impulsar a las empresas a invertir en sectores con futuro y en
formación, y no por falta de recursos vertidos en ella, deglutidos por patronal
y sindicatos.
Hay un amplio acuerdo en que estamos en una crisis institucional. El núcleo
del sistema político son los partidos. La clave de cualquier renovación
institucional pasa por una ley de partidos que regule su actividad interna,
contrapese a sus cúpulas y permita seleccionar a sus dirigentes buscando apoyos
en las bases de sus partidos no en las cúpulas. Es decir, todos los cargos
internos y los candidatos a cargos representativos deben ser elegidos mediante
elecciones internas, entre los afiliados, o primarias abiertas a los ciudadanos
que deseen participar, no por cooptación. ¿Qué cambiaría esto? Que los
parlamentarios, concejales y cargos internos no dependerían de los dirigentes
para ser elegidos, sino de “sus bases”, alterando la lógica de la política
española: los políticos elegidos por los afiliados o ciudadanos podrían exigir
explicaciones a sus direcciones porque no dependerían de ellas para seguir en
sus cargos. Por tanto, pedirían explicaciones sobre los casos de corrupción
porque les iría el cargo en ello (no en callarse) y azuzarían a sus partidos a
controlar a las élites económicas porque sus votantes, a cuyo voto deben el
puesto, ven que su comportamiento es inaceptable. La ley electoral debe recoger
que los candidatos sean elegidos por los afiliados o votantes del distrito
electoral. La patronal y los sindicatos también deberían someterse a leyes que
los democraticen.
La ley de partidos es imprescindible, pero insuficiente. La política tiene
que salir de los espacios que ha invadido y autocontrolarse. Salir de la
justicia, convirtiendo la carrera de jueces y fiscales en puramente profesional,
desligando el CGPJ de los partidos y sometiendo a los funcionarios judiciales a
las mismas incompatibilidades con la política que los militares. Debería salir
de la carrera de los altos funcionarios, suprimiendo los cargos administrativos
de libre designación, profesionalizar la función pública según el modelo de Gran
Bretaña, donde la Administración es profesional, desligada de nombramientos de
los políticos, hasta el nivel de subsecretario (Secretario Permanente) y hay
incompatibilidades entre los funcionarios y la política. Esto paliaría otro
problema, la colonización de la política por los funcionarios.
Los partidos deberían dejar de gravitar sobre los Tribunales Constitucional y
de Cuentas, y los reguladores de los mercados. Sus miembros deberían ser
elegidos por el Congreso y el Senado, pero el procedimiento no puede ser por
lotes (como degenera cuando se eligen tres o cuatro) y se debe desincentivar que
los partidos aparquen en ellos a políticos sobrantes. El modelo norteamericano,
con mandatos vitalicios, o casi (hasta los 80 años), lleva a elecciones
individuales en las que se sopesa la profesionalidad de los candidatos, al
tiempo que garantizan la independencia de los elegidos. Sería lo único que
obligaría a tocar la Constitución (artículo 159.3.) por la “vía rápida” para el
Tribunal Constitucional.
Hay que reducir el número de cargos políticos: España no tiene capital humano
para abastecer casi 2.000 escaños parlamentarios, 68.000 concejales y miles de
puestos de consejeros, asesores, etc. Las retribuciones de los políticos
deberían ser transparentes y homogéneas; que algunos las completen con dietas de
comisiones a las que asisten por ocupar el cargo es vergonzoso. Pero los
políticos deben tener seguridades ante el futuro: regular su desempleo,
pensiones, etc., evitando que su intranquilidad les lleve a cometer abusos
legales.
No hace falta una ley de la Corona, basta con que sus miembros mantengan la
compostura y el Rey se la exija o extraiga consecuencias, y sus cuentas sean
transparentes.
Una política con cúpulas más controladas, con contrapesos y más pequeña,
reforzaría su liderazgo social. La política no puede despedir “el aroma a
cafetines enmohecidos y a oscuros despachos de negocios” que describió el gran
Marc Bloch (La extraña derrota) al analizar las causas del desastre
francés de 1941. Aquí estamos atravesando el umbral de otro desastre.
José Antonio Gómez Yáñez. Instituto de
Política y Gobernanza. Universidad Carlos III.
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