A través de la Historia de la humanidad se han producido grandes catástrofes naturales; hundimientos de civilizaciones prehistóricas e históricas; epidemias; guerras y genocidios de los que algunos están documentados y otros de los que sólo se tienen noticias a través de leyendas transmitidas por vía oral o por restos arqueológicos que no bastan para tener una confirmación histórica de ellos. En todo caso, tengo la sensación de que, en la actualidad, la humanidad se halla en uno de los momentos en los que existe un mayor desconcierto, confusión de ideas, menor estabilidad, más materialismo, menos espiritualidad y una menor sensibilidad ante los problemas que afectan a millones de personas, que pasan por situaciones de gran penuria material, de enfermedades endémicas, de hambrunas, de genocidio, de deslocalizaciones forzadas o de persecuciones religiosas, de opresiones dictatoriales y de xenofobia. Es como si la civilización hubiera llegado a un punto en el que los inventos, los avances científicos, los progresos médicos y las máquinas para matar, hayan conseguido que alcancemos un nivel que para muchos ciudadanos resulta difícil de asimilar de tal manera que se establecen unas barreras culturales entre la gente común y aquellos que han conseguido alcanzar un estatus que los sitúa por delante del común de los mortales.
Quizá se deba todo ello a que los adelantos técnicos, la ofimática y los avances en técnicas digitales requieran, cada vez más, de especialistas para manejarlos y que, como consecuencia directa de esta especialización, se de el caso de que muchos de los empleos tradicionales, aquellos trabajos basados más en la fuerza o en la rutina que en la preparación, la técnica o el estudio vayan cediendo ante los progresos continuos y apabullantes de la civilización. No es raro, pues, que cada vez nos encontremos con mayores bolsas de desocupados que, por su edad o por su incapacidad para ponerse al día de las nuevas tecnologías, quedan condenados al ostracismo a la vez que constituyen un motivo de preocupación para la sociedad y una pesada carga para las arcas del Estado El hecho es que se está produciendo un abismo entre los que se han apuntado al carro del progreso y aquellos otros que, dramáticamente, se ven obligados a asumir las consecuencias de quedar marginados de la sociedad. Todas estas bolsas de desocupación, marginación, desarraigo o miseria que, curiosamente, suelen pasar desapercibidas o ignoradas por una gran parte de la sociedad y, más aún, se podría decir que pueden llegar a resultar incómodas, molestas y perturbadoras para todos aquellos que gozan de la suerte de participar de las ventajas del sistema.
Las hambrunas, el sida, la falta de medicamentos y de médicos, la carencia de agua potable o la inseguridad de cientos de miles o millones de personas que han tenido que abandonar sus hogares a causa de guerras, matanzas étnicas, sequías, catástrofes naturales o falta de trabajo, parece que resbalan sin conseguir arañar la correosa piel de los privilegiados de la fortuna que, instalados en el egoísmo que parece que se ha convertido en la nueva lacra de la sociedad moderna, gozan de sus privilegios sin que, al parecer, se sientan perturbados por sus conciencias. No obstante, son millones las personas, especialmente niños que, en diversas partes del planeta, fallecen por no tener medios para subsistir.
En Europa y otros países de occidente nos quejamos de crisis, de tener que prescindir de algunos lujos que nos parecen indispensables, de no poder viajar en vacaciones o de vernos obligados a usar la ropa que ya tenemos desde hace años; sin percatarnos de que somos unos mimados de la fortuna que podemos comer a diario, a veces en tres o más ocasiones; disponemos, a nuestro alcance, de médicos, asistencia sanitaria, medicamentos y clínicas bien dotadas de aparatos, instrumental y toda clase de adelantos que consiguen alargar nuestras vidas de modo que, aún en los peores casos de lo que nosotros entendemos por miseria, no hay comparación posible con las graves condiciones de vida y las privaciones a los que se ven sujetos los habitantes de algunas naciones africanas que padecen desnudez, enfermedades, endémicas sequías, falta de los alimentos imprescindibles y carecen de agua potable para beber. Les faltan hogares donde vivir; tienen Sida y, muchos cientos de miles de niños, están condenados a morir por desnutrición o por no disponer de los medios para tratar sus enfermedades.
Y nosotros, señores, salimos a las calles a gritar, a protestar, a quejarnos y a intentar derrocar a nuestros gobernantes porque no hemos sabido, no hemos tenido conciencia ni nos ha dado la gana pararnos a meditar un momento sobre si, aquella vida de la que estábamos gozando, aquellos bienes de los que abusábamos, aquellos desperdicios que arrojábamos a la basura; aquellos caprichos que nos permitíamos y aquellos dineros que mal gastábamos; correspondían a los méritos que habíamos hecho para disfrutarlos; si nuestro trabajo, nuestras horas en la oficina o poniendo un ladrillo sobre otro, estaban sobrevalorados y se ajustaban o no a la media de lo que la población mundial. Los ciudadanos de muchos países más poderosos económicamente que España no se podían permitir tener tantos días de vacaciones, vivir en pisos de propiedad gozar de una Sanidad Pública como la nuestra y cambiarse el coche cada tres o cuatro años. Un país de la cultura del "pelotazo" del despilfarro, del vivir al día y, gracias a las facilidades de los bancos, endeudarse hasta la coronilla para acceder a lujos que, en cualquier otra nación sólo están reservados a unos cuantos millonarios.
No queremos dirigir la vista hacia lo que nos rodea, encerrados en nuestra burbuja de egoísmo, y no nos gusta que nos recuerden que en muchos lugares del mundo, la gente mataría por vivir como lo hacemos nosotros, a pesar de padecer una grave crisis, de no poder mantener el anterior tren de vida o vernos precisados a prescindir de lo superfluo para quedarnos con lo imprescindible. ¡Si, señores, en este país se hacen huelgas por cualquier motivo aunque ello atente contra la riqueza de la nación y los bolsillos de aquellos que, en ocasiones, son obligados a la fuerza a secundarlas! En este país gozamos del ocio, de muchas horas para dedicarlas al esparcimiento y les invito a que algún día de fiesta, sábado o domingo, se den una vuelta por los bares, restaurantes, estadios de fútbol, salones de baile, etc. y vean si es posible que haya tantas personas en España que, estando en crisis, se puedan permitir gastarse el dinero en tales lujos.
Pero protestamos y nos rasgamos las vestiduras porque tenemos casi seis millones de parados. ¿Ustedes creen, de verdad que, si tuviéramos a tantas personas que sólo vivieran con la prestación de desempleo o los 425 euros que perciben, durante seis meses, los que ya agotaron el tiempo fijado o, una situación más extrema, la de que ya no reciben ninguna ayuda del Estado, la burbuja del descontento social no hubiera explotado? Sí, es cierto que tenemos desempleo y que hay muchas familias que no pueden vivir con lo que perciben, pero no olvidemos que, no sé si decir afortunadamente o por desgracia, hay muchos de estos desempleados a los que no les interesa buscar trabajo, como los hay que realizan otros trabajos y cobran el desempleo. La economía sumergida es posible que roce el 30% y, gracias a ellas, a pesar de los perjuicios que viene causando a quienes tienen sus negocios y pagan sus impuestos; nadie puede dudar que sea la válvula de escape que impide que la caldera del descontento social haya reventado en nuestras caras. ¡Un triste espectáculo y una lección para el futuro: en esta nación el llamado "estado del bienestar" ya no volverá o, si lo hace será cuando muchos de nosotros no lo podamos ver! O así es, señores, como veo la situación.
Miguel Massanet Bosch
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