Carlos Martínez Gorriarán (Publicado en elEconomista.es, aquí)
Para los viejos partidos, es mucho mejor vivir de subvenciones que de sus
afiliados.
Comencemos por una idea y un hecho. La idea es que la mejor financiación de
un partido democrático, por transparente, responsable y participativa, es la
autofinanciación a base de las aportaciones de afiliados y simpatizantes. El
hecho, que nadie sabe en realidad cuánto cuesta un partido nacional en España
-ingresos y gastos totales- ni, por tanto, cómo se financia. La excepción es
UPyD, que publica su memoria de ingresos y gastos en su web.
La autofinanciación es, hoy en día, utópica. Y no sólo por la crisis,
sino por la historia reciente de los partidos. La Transición tuvo que improvisar
a toda prisa partidos políticos que permitieran las elecciones y la
gobernabilidad de España. El franquismo dejó un páramo en el que sólo había un
partido digno de ese nombre, el PCE, más docenas de grupitos de extrema
izquierda y algunas siglas históricas sin casi capital humano ni monetario, como
el PSOE y, algo mejor, el PNV, los supervivientes de la debacle republicana. Se
improvisó con dinero público y aportaciones de correligionarios extranjeros
socialdemócratas, comunistas, liberales o demócrata-cristianos. Naturalmente,
con cero transparencia y bajísimas exigencias para reclutar afiliados y
candidatos: España tenía una sociedad civil anémica sin experiencia
democrática.
Salió bien, pero los partidos se acomodaron a la excepcionalidad y la
convirtieron en un traje hecho a medida: vivir de donaciones ilegales y
subvenciones públicas, con autofinanciación marginal y sin ninguna
transparencia, cobijando la corrupción y practicándola para financiarse.
Naturalmente, ese delictivo modus operandi ha contaminado la democracia a través
de las instituciones que controlan.
A finales de 2012 se aprobó en el Congreso una nueva Ley de
Financiación que ha corregido algunos vacíos legales. Los partidos estarán
obligados a presentar sus cuentas en su web, y el Tribunal de Cuentas podrá
sancionar las irregularidades a costa de las subvenciones. Bien, pero quedan
lagunas: sólo conoceremos la contabilidad de la organización central, no las
de las agrupaciones locales. Este detalle seguirá impidiendo saber en
detalle lo que ingresa y gasta un partido en una campaña electoral compuesta de
miles de actos y gastos locales. Y la financiación ilegal sigue sin ser un tipo
penal. La ley nunca ha impedido a un partido político buscar su autofinanciación
o exhibir sus cuentas: el mío, UPyD, lo lleva haciendo desde 2008, con
detalle y de la totalidad de la organización. La reciente publicación de las
cuentas del PP, a cuenta del caso Bárcenas, es muy insuficiente, y de los demás
nada sabemos. Tanta resistencia a un cambio necesario y urgente no sólo revela
una mentalidad opaca poco democrática, sino que augura problemas al cumplimiento
de la Ley de Financiación (que será de nuevo papel mojado si el Tribunal de
Cuentas no es realmente independiente, en vez de estar nombrado por quienes debe
controlar).
La autofinanciación es el otro capítulo de esta historia. Lamentablemente,
hoy es un objetivo casi quimérico. La crisis ha retraído la escasa propensión
ciudadana a afiliarse a un partido. Padecemos una tradición histórica de
irresponsabilidad, que todo lo espera del Estado, y también la pésima imagen
colectiva de los partidos, que no han hecho nada por atraer e implicar a los
ciudadanos. En realidad, para los viejos partidos es mucho mejor vivir de
subvenciones, que ellos mismos aprueban, que estar en manos de cientos de miles
de afiliados que aporten una cuota suficiente -no sólo simbólica, o para
participar en una elección interna- y exijan a cambio responsabilidad, calidad,
transparencia y dación de cuentas. Es lo que ha permitido a PP, PSOE, CiU y
compañía convertirse en oligopolios cada vez más ajenos a la ciudadanía.
En resumen, es indispensable profundizar en las normas de transparencia y
dación de cuentas, pública y obligatoria: esto redundará en la indispensable
democratización de los propios partidos. Pero todavía estamos muy lejos de tener
reguladores independientes que vigilen el cumplimiento de estos objetivos. Y,
por supuesto, debemos incentivar la autofinanciación, tanto reduciendo las
subvenciones a partidos y fundaciones asociadas -se ha hecho, pero por la
crisis- como, quizás, estableciendo un mínimo obligatorio de ingresos propios
incentivados con más ventajas fiscales, con la vista puesta en mejorar de verdad
la autofinanciación. También se deben regular y reducir el coste de las campañas
electorales, subvencionadas o no, y quizás el tamaño del aparato de liberados.
Como se ve, queda mucho por hacer.
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