(Publicado por Carlos Martínez Gorriarán, aquí)

Desengañémonos: la corrupción es tan vieja como las propias sociedades. En Roma estuvo muy extendida la creencia de que la República se la llevó la corrupción de los Catilina y similares, mientras que en China se culpaba a la corrupción de la Corte Imperial de los desastres enviados por el Cielo. La propensión al abuso, la rapacidad, la injusticia, el engaño, la codicia y otros vicios está profundamente arraigada en la naturaleza humana. Es parte de nuestra herencia natural. Para comprobarlo basta con ver un buen trabajo sobre la gobernanza de una banda de simios, como los debidos a la gran Jane Goodall y tantos primatólogos. La diferencia es que los chimpancés no saben que sus robos, engaños y abusos son conductas corruptas. Si en algo hemos avanzado es en comprender que son tendencias espontáneas y que la corrupción debe ser corregida por la educación, las leyes y las instituciones sociales, es decir, por nuestra cultura. Maldecir una ola de noticias sobre corrupción como la de estas semanas es tan comprensible como a la larga inútil si no sirve para hacer algo efectivo y tratar de que no vuelva a repetirse.
¿Y qué es la corrupción política? A decir de algunos, por ejemplo del mismísimo Rajoy -y de Rubalcaba o Durán en situaciones similares-, es simplemente una conducta personal reprochable, inmoral e ilegal. Que es inmoral sin duda, porque la ética pública reprueba la corrupción, pero no es tan claro que sea ilegal en todos los casos: en nuestro Código Penal ni la financiación ilegal de un partido ni el enriquecimiento ilícito en el desempeño de un cargo son delito. Sí lo son el cohecho, la prevaricación, el tráfico de influencias o el alzamiento de bienes que hayan dado esos resultados, pero no lo es financiar ilegalmente a un partido, ni salir de un cargo mucho más rico de lo que se era antes, aunque la retribución percibida y la fortuna previa resulten completamente insuficientes para justificar el nuevo patrimonio. En resumen: hay mucho que hacer en materia de prevención y tipificación legal de la corrupción. Para sancionarla, naturalmente.
Cierta extendida mentalidad política considera que la financiación ilegal de un partido no es “corrupción” porque se sale de la categoría de “enriquecimiento individual”, y porque busca apoyar un proyecto político que no beneficia a nadie en particular (o que nos beneficia aunque no queramos, como piensan muchos). Algo de esa mentalidad inspiró los duros alegatos de nacionalistas y socialistas contra la extensión a los partidos y sindicatos de la responsabilidad jurídica colectiva que tuvimos que oír al aprobarla este diciembre último (por cierto, ya ha entrado en vigor este mes, con el resto de la reforma del Código Penal, y ahora un fiscal o un juez podría emplearla contra los partidos que toleran la corrupción en sus filas y se financian con ella: el gremio de las togas y puñetas ya tiene el balón en su tejado).
Pero hay un momento en que el robo, el cohecho, la prevaricación o el tráfico de influencias dejan de ser conductas personales delictivas o hechos excepcionales para convertirse en la forma habitual de hacer política, y es el momento en que un partido -o un sindicato o patronal- favorece y organiza ese tipo de cosas para financiar sus actividades sin tener que cambiar las reglas legales de juego (la hipocresía y la mentira habitual surgen así de la corrupción económica y acaban impregnando todo). Entonces hablamos ya de corrupción organizada como delito político, no como de una actividad lucrativa de unos pocos sujetos.
Y no se trata sólo de la financiación ilegal: si la traigo a colación es precisamente porque, aunque parezca increíble, todavía no es un delito en sí misma. Y no es delito por efecto de la vigencia de un viejo dicho: el fin justifica los medios. Si la causa invocada es legítima, se pretende que todo lo que se haga por la causa será a la larga igual de legítimo, aunque sea ilegal o se trate de actos incompatibles con ese fin que pretende justificarlo. Y esto ocurre tanto en el caso más extremo del terrorismo que asesina para obtener ventajas políticas, como en la corrupción más vulgar del comisionista que se lleva su mordida por un contrato o una licencia de obras.
Tolerar la corrupción política acaba impregnando y corrompiendo la totalidad del sistema. Si en algún sitio abundan las pruebas de la lógica implacable de esta regla es en España, con las conexiones entre corrupción política, despilfarro de recursos públicos, mala gestión, opacidad, manipulación de la información y tolerancia social de todo ello. Son los ingredientes del cóctel en que consiste esta crisis económica, política y social sin precedentes. Los casos Gürtel, Pallerols o de los falsos ERES no son simplemente la guinda que corona el pastel, sino expresiones y ejemplos de un modo de hacer las cosas profundamente instalado en la vida pública y con ramificaciones en toda la sociedad a través de la economía sumergida, el fraude fiscal o las “puertas giratorias” entre gobierno y empresas.
Repasemos lo sucedido en entidades como Bankia: se crearon con engaños y trampas para salvar unas Cajas de Ahorros en pésima situación financiera, encubriendo de paso las responsabilidades de quienes las habían llevado a esta situación o lo habían permitido (a menudo los mismos). Los responsables son los gestores de esas Cajas, nombrados directa o indirectamente por los partidos políticos, sindicatos y patronales. Los reguladores independientes, como el Banco de España, fallaron en su labor de supervisión porque también estaban dirigidos por gestores de idéntica procedencia a los de las Cajas (mientras la fiscalía, por su parte, actúa como una delegación del Gobierno); los auditores privados no ofrecieron hasta el final una información más fidedigna por sus propios intereses mezclados. Las Cajas se arruinaron porque se dedicaron a financiar la Burbuja Inmobiliaria que sirvió también para financiar entidades y ayuntamientos deficitarios gobernados por los mismos partidos presentes en las Cajas -también muy favorecidos por éstas-, con lo que el círculo de corrupción, opacidad y despilfarro, quedaba cerrado. No ha habido manera de discutirlo siquiera hasta que el castillo de naipes ha caído, porque también los medios de comunicación estaban interesados en la continuidad e intocabilidad de ese 51% del sistema financiero español y de sus gestores (que a menudo son sus socios políticos).
Unos partidos políticos mejor controlados por una sociedad más exigente en materia de transparencia, ética pública y buen gobierno (y también financiados por medios enteramente legales y transparentes) no habrían podido ir tan lejos ni ser el vehículo de esta gigantesca metástasis. Una sociedad mejor habría exigido instrumentos legales eficaces para prevenir la corrupción y sancionarla, impidiendo que las falaces “actividades personales” de los políticos corruptos agravaran la crisis como ha ocurrido en España. También estamos pagando una oscura culpa social: la tolerancia de la corrupción, que explica la facilidad con la que políticos y partidos enteros acusados de corrupción eran reelegidos una y otra vez. La última, en Cataluña con CIU.
No es ninguna casualidad que los países más exigentes en estas materias sean también los que mejor se han defendido de la crisis, porque disfrutan de mayor seguridad jurídica, transparencia y rendición de cuentas de todas las administraciones. Tres factores en los que estamos muy atrasados. Viceversa, los países más burocráticos, opacos y corruptos son los que peor preparados están para superar sus crisis y hacerlo con equidad. Como huida hacia delante, dedican la política a causas ilegítimas, como el procesos de secesión de Cataluña o, en el resto de España, a aprobar leyes que restringen derechos fundamentales como el acceso a la justicia, o al reparto muy desigual de una gigantesca deuda pública resultado de la nacionalización de las Cajas hundidas por ellos mismos, que asciende a 260.000 millones €.
Acabando: si PP, PSOE, CIU y los demás partidos viejos de todos los ámbitos -por no hablar de los creados directamente para delinquir, como Unió Mallorquina o el GIL- hubieran sido sancionados por sus electores por ser agentes o cómplices de la corrupción, es muy probable que ahora sufriéramos una crisis económica y social mucho menos dura, y que pudiéramos superarla con mayor equidad, eficacia e inteligencia. Pero si no ha sido así hasta ahora no es tarde para cambiar: si no podemos cambiar la historia reciente sí que podemos cambiar el futuro inmediato, y para eso un buen comienzo es acabar con esa forma de hacer política mediante la corrupción. Una ética más exigente y una mejor educación ciudadana, unas leyes mejores y más seguras con una justicia independiente, unos partidos más abiertos a la sociedad y una administración más transparente y eficiente: son los requisitos para arrinconar de verdad a la corrupción.
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