Sin representantes públicos nos ahorraríamos sueldos y algunos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y aspiraciones de igualdad los que no tienen otro medio de hacerse valer
Daniel Innerarity (Publicado en El País, aquí)

EULOGIA
MERLE
Nos recuerdan las encuestas que este es nuestro principal problema. La misma
expresión “clase política” incluye un desafecto, alude a una distancia, a una
falta de coincidencia entre sus intereses y los nuestros. No es nueva esta
crítica; lo novedoso tal vez sea que, gracias al poder multiplicador de los
medios y las redes, la crítica ha adquirido las dimensiones de un auténtico
linchamiento. Además de las causas objetivas que justifican este malestar (que
van desde la incompetencia hasta la corrupción), se ha producido una
constelación desfavorable hacia la política por muy diversos motivos, a veces
incluso contradictorios, como es frecuente en las coincidencias reunidas en
torno a la indignación: unos están seducidos por el éxtasis de la democracia
directa; otros tienen aspiraciones más modestas en torno a la reforma electoral;
los hay que hacen un cálculo de rentabilidad y se preocupan porque tal vez los
políticos sean demasiados y ganen en exceso; otros se frotan las manos porque
una sociedad con un sistema político débil les beneficia…
Cabe destacar entre las expresiones de nuestro malestar la
performance de rodear el Congreso, un gesto que tiene menos sentido que
la vieja ley británica que prohibía a los representantes morir en el edificio
del Parlamento. ¿No habría que rodear más bien al resto del mundo —especialmente
a los poderes económicos o mediáticos— para que el Parlamento ejerciera las
funciones que esperamos de él en una sociedad democrática?
Que los políticos y las políticas dejen mucho que desear es una evidencia en
la que no merece la pena perder demasiado tiempo. Tampoco es algo que debería
sorprender a quien conozca cómo funcionan otras profesiones, ninguna de las
cuales se libra de un serio repaso, con mayor o menor dureza. Ocurre, sin
embargo, que esos otros oficios también manifiestamente mejorables tienen la
suerte de estar menos expuestos al escrutinio público. La pregunta que yo me
hago es cómo pueden encontrarse todavía candidatos para una actividad tan
vilipendiada, dura, competitiva, discontinua, escrutada y poco comprendida.
Estoy convencido de que, en general, los políticos son mejores que la fama que
tienen. Pero el problema, adelantando un poco mi posición, no es
exactamente este. Si así fuera, sería más fácil de resolver con una
simple sustitución. A lo que estamos aludiendo cuando tomamos nota de la
desafección política es a la crítica hacia cualquiera que esté desempeñando esa
tarea (“todos son iguales”, etcétera) y aquí el problema adquiere una naturaleza
más grave.
De entrada, conviene advertir que la actitud crítica hacia la política es una
señal de madurez democrática y no la antesala de su agotamiento. Que todo el
mundo se crea competente para juzgar a sus representantes, incluso cuando estos
tienen que tomar decisiones de enorme complejidad, es algo que debería
tranquilizarnos, aunque solo sea porque lo contrario sería más preocupante. Una
sociedad no es democráticamente madura hasta que no deja de reverenciar a sus
representantes y administra celosamente su confianza en ellos.
Una buena parte de la desafección política tiene su origen en un error de
percepción. En cualquier democracia asentada hay multitud de representantes
políticos que realizan honradamente su trabajo, pero solo es noticia la
corrupción de algunos. La sensación que nos queda es que la política es sinónimo
de corrupción y no advertimos que el escándalo es noticia cuando lo normal es
que las cosas se hagan moderadamente bien. Ocurre lo mismo que con los errores
médicos: nunca se habla en los medios de comunicación de las operaciones bien
hechas, sino las fallidas y de ahí a sacar la impresión de que los médicos lo
hacen mal no hay más que un paso. Gracias a los medios de comunicación el poder
se ha hecho más vulnerable a la crítica, pero su lenguaje crispado y el mensaje
de fondo que así transmiten ha extendido una mentalidad antipolítica. Una cosa
es desvelar la mentira, ridiculizar la arrogancia y dar cauce a las voces
diferentes; pero esa insistencia en lo negativo tiende a ocultar otras
dimensiones de la política tan importantes como, por ejemplo, el valor de los
acuerdos o la normalidad poco espectacular de los comportamientos honrados.
Supuesto lo anterior, y sin dejar de reconocer que la mayor parte de las
críticas están justificadas, propongo invertir el punto de vista y preguntarnos
si tras algunas de sus versiones menos matizadas no hay una falta de sinceridad
de la sociedad respecto de sí misma. En una democracia representativa están
ellos porque no estamos nosotros o para que no estemos
nosotros. Seguramente es cierto que a la política no van los mejores, pero eso
debería preocuparnos más a nosotros que a ellos.
La crítica ritual hacia los políticos nos permite escapar de ciertas críticas
que, si no fuera por ellos, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos. ¿Tiene
sentido mantener al mismo tiempo ciertas críticas hacia nuestros representantes
políticos y exhibir la inocencia de los representados? Hay una contradicción en
pretender que nuestros representantes sean como nosotros y al mismo tiempo
esperar de ellos cualidades de élite. Es imposible que unas élites tan
incompetentes hayan surgido de una sociedad que, por lo visto, sabe
perfectamente lo que debería hacerse. Aquí se pone de manifiesto que el
populismo es un “igualitarismo invertido”, es decir, un modo de pensar que no se
basa en la creencia de que el pueblo es igual que sus gobernantes, sino de que
es mejor que sus gobernantes. Si los políticos lo hacen tan mal, no puede ser
que los demás lo hayamos hecho todo bien.
Hay una paradoja tras la crítica de la política que podríamos llamar “la
paradoja del último vagón”. Me refiero a aquel chiste acerca de unas autoridades
ferroviarias que, tras descubrir que la mayor parte de los accidentes afectaban
especialmente al último vagón, decidieron suprimirlo en todos los trenes. De
acuerdo, supongamos que la política no funciona. ¿Cómo se suprime a toda la
clase política? ¿Quién la podría sustituir? ¿Quién mandaría en un espacio social
sin formatear políticamente? ¿A quién beneficiaría un mundo así? La política es
una actividad que se puede mejorar pero, sobre todo, algo inevitable. Los
populismos ignoran u ocultan esta inevitabilidad; extienden la desconfianza
hacia los políticos como si fuera posible que de su actividad se hicieran cargo
quienes no lo son o actuando como si no lo fueran. Hay quien en el fondo tiene
una aspiración de suprimir la mediación que la representación política supone:
consultas sin deliberación, marcos constitucionales irrevisables, imposición sin
reconocimiento, mandatos imperativos… Una cosa es introducir procedimientos para
contrastar la voluntad popular o para impedir que los representantes se
eternicen —participación, rotación en los cargos, prohibir la reelección— y otra
pretender una superación de la democracia representativa.
En el desprecio a la clase política se cuelan no pocos lugares comunes y
algunas descalificaciones que revelan una gran ignorancia acerca de la
naturaleza de la política y promueven el desprecio hacia la política como tal. A
estos críticos deberíamos recordarles el principio de que siempre que se impugna
algo estamos en nuestro derecho de exigir que se nos diga qué o quién ocupará su
lugar. Para ser razonable la crítica debe medir a quién favorece en ocasiones su
desproporción. Estamos hablando de incompetencia y de este modo favorecemos que
los técnicos se apoderen del Gobierno; criticamos su sueldo y justificamos así
que se entregue la política a los ricos; la descalificamos globalmente y
asienten con entusiasmo quienes no le deben nada a la política porque ya tienen
un poder de otro tipo.
¿Hay algo peor que la mala política? Si, su ausencia, la mentalidad
antipolítica, con la que se desvanecerían los deseos de quienes no tienen otra
esperanza que la política porque no son poderosos en otros ámbitos. En un mundo
sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y algunos espectáculos
bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y sus
aspiraciones de igualdad quienes no tienen otro medio de hacerse valer. ¿Que a
pesar de la política no les va demasiado bien? Pensemos cuál sería su destino si
ni siquiera pudieran contar con una articulación política de sus derechos.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía
Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y
profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del
Instituto Europeo de Florencia.
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