El descenso del consumo es también una forma de rebelión contra el expolio
La palabra ilustración resume el siglo XVIII y la palabra
revolución caracteriza el XIX. El siglo XX cabe en la palabra
guerra y en estos momentos nadie duda que el XXI será recordado con la
palabra crisis.La crisis del sistema capitalista y de su Estado del
bienestar, en todos sus extremos: político, económico y moral. El mundo sigue
partido en dos mitades, como siempre, a un lado los ricos y al otro todos los
demás, en un arco que va desde la clase media, hoy en vías de extinción, hasta
los pobres; pero la distancia entre ellas es cada vez más grande y los puentes
que las comunicaban se han ido destruyendo hasta construir una sociedad sin
esperanza, en donde la otra orilla vuelva a ser lo contrario del río. Mientras
el desempleo afecta ya al 25% de la población activa y amenaza con llegar hasta
40%, un estudio llevado a cabo por Credit Suisse augura que en el año 2017 el
número de millonarios en España —es decir, el de personas que tengan una fortuna
superior al millón de dólares— se multiplicará por dos y pasará a ser de
616.000.
Los palacios han caído, pero eso no significa que sus dueños no puedan hacer
un buen negocio con la venta de sus ruinas, y para demostrarlo no hay más que
ver las montañas de dinero que se han llevado a sus casas los directivos de
algunos bancos y cajas de ahorro, mientras con una mano estrangulaban a sus
clientes y con la otra le pedían dinero al Estado para no caer en la quiebra. Un
agravio comparativo nada raro, por desgracia, en un país donde, según The
New York Times, mientras los impuestos y los recortes masacran a
los ciudadanos normales, los más acaudalados defraudan a Hacienda 45.000
millones de euros al año, una cantidad que si no se perdiese en paraísos
fiscales, sicav y cuentas offshore, alcanzaría para financiar la
sanidad y la educación públicas del país.
Aunque el saqueo es global: en su último libro, El precio de la
desigualdad, el premio Nobel de economía, Joseph E. Stiglitz, explica que
la razón de que el 1% de la población posea lo que el 99% necesita es la manera
en que los mercados no distribuyen los beneficios, sino que los ponen en manos
de una minoría para la cual el resto de los habitantes del planeta sólo podemos
ser tres cosas, dependiendo de si sus negocios van bien, regular o mal: mano de
obra, bestias de carga o, en los peores casos, carne de cañón.
La reacción general ante el naufragio del sistema ha pasado de la
incredulidad al desánimo y de ahí al miedo, la parálisis y la ira. Pero
sobrevivir es ir aprendiendo las reglas nuevas según cambia el juego y mucha
gente empieza a ver que, aunque el ajuste de cuentas del que le hablan día y
noche a veces tiene que ver con la economía y a veces con la ideología, resulta
evidente que aquí de lo que se está hablando es de dinero, y se extiende la idea
de que la única forma de enfrentarse al dinero es pagarle con la misma moneda.
El descenso brutal del consumo, especialmente desde que el Gobierno hizo lo que
siempre hacen los ejecutivos sin recursos ni argumentos, subir el IVA, se puede
interpretar como un método de ahorro, pero también como un modo de protesta. Es
lo que podríamos llamar ahorro ideológico: reducimos hasta el límite de
lo soportable los gastos y el plan le sale mal a estos legisladores abusivos que
lo basan todo en la explotación de los contribuyentes y cuya única medicina es
dejar sin trabajo a medio país, como si el modo de que el barco no se hunda
fuera tirar a los remeros por la borda. Han engañado a todo el mundo, decían que
eran cirujanos, pero sólo son leñadores. Y ahora ha llegado el momento de
defenderse de ellos a su modo: nuestras tijeras contra las suyas.
El primer indicio de este comportamiento se vio cuando fue anunciada la
reducción de la velocidad en las autopistas de 120 a 110 kilómetros por hora.
Los conductores, hartos de que los esquilmen con ese método de recaudación bajo
cuerda que son muy a menudo las sanciones de tráfico, levantaron de forma tan
masiva el pie del acelerador y la recaudación de las multas cayó tan en picado,
en torno al 25%, que la DGT puso de nuevo el límite donde estaba. Los sermones
sobre la seguridad de los usuarios y las reservas de combustible pasaron a mejor
vida.
Un segundo ejemplo notable de este proceso de rebelión ante el expolio es el
de las carreteras de peaje que se quisieron implantar, entre otros sitios, en la
Comunidad de Madrid, y que han supuesto un fracaso absoluto: las previsiones
eran que pasarían 35.000 coches diarios por ellas, pero no lo hacen ni 2.000,
con lo que el supuesto buen negocio ha sido un desastre y la deuda que han
acumulado las empresas del sector ya supera los 4.000 millones de euros. El
precio de la gasolina, por su lado, no deja de subir, pero el repostaje ha
descendido, hasta el momento, más de un 11%.
El último episodio, por ahora, de esta insurgencia de bolsillos hacia dentro,
que trata de resistir el ataque de un Gobierno despiadado cuyo presidente solo
sabe hacer dos cosas, las que le mandan y las que juró que nunca haría, ha sido
la caída de un 12% en las ventas del pequeño comercio, que acumula veintiocho
meses consecutivos de pérdidas, lo cual ha impedido que la subida del IVA esté
siendo tan rentable como esperaban sus gestores, pero también es un drama que
pone al borde de la desaparición a muchos empresarios autónomos. Las previsiones
de cara a las fiestas de Navidad no pueden ser más lúgubres, ni más profunda la
convicción de que, hoy más que nunca, los justos pagan las culpas de los
pecadores, salvo para el presidente de la Conferencia Episcopal, quien opina que
el déficit cae del cielo como una plaga de langostas al servicio de Dios y es
nuestro castigo por darle la espalda a la iglesia y adorar al becerro de
oro.
Y ya hay otras iniciativas en marcha, como la de que miles de clientes saquen
todo el dinero que tengan en cualquier banco que desahucie a una familia sin
recursos. O la de no comprar lotería de Navidad para reducir las ganancias del
Estado en ese terreno. Todas ellas dejan claro que el dinero se ha acabado, pero
la paciencia, también. Porque estamos empezando a recordar que la mejor manera
de resistencia es defenderse con las mismas armas con que te atacan. Aunque sean
de doble filo. El ahorro ideológico es hacer que cada euro que no se gasta sea
un mensaje: hasta aquí habéis llegado.
Benjamín Prado es escritor.
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