(Publicado en vozpopuli.com-Reggio´s, aquí)
El enemigo somos nosotros
La crisis económica nos ha situado ante una terrible realidad. El edificio de nuestro bienestar estaba construido sobre arena y con las primeras turbulencias financieras se vino abajo con estrépito. El panorama no puede ser más desolador e inquietante. El pesimismo se ha adueñado de la sociedad española cuya esperanza en este momento se reduce a que las cosas no lleguen a peor.
Pero la crisis ha tenido otro efecto demoledor. Los españoles somos muy dados a buscar culpables y se ha extendido la idea de que la responsabilidad la tiene “el sistema”, que así se denomina al régimen político que los españoles nos dimos en 1978, cuando por vez primera en nuestra historia España dejó de ser diferente para asimilarse al resto de los países democráticos del mundo. Un sistema al que acusan de haber creado una “clase política” privilegiada y corrupta, que comienza a ser denostada por un número cada vez mayor de ciudadanos.
Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Quienes descalifican el sistema difieren a la hora de proponer soluciones. Unos quisieran, por convicción o por oportunismo, acabar con la Monarquía. Otros con el Estado de las autonomías, al que culpan de todos nuestros males, para volver al centralismo decimonónico. Los hay que, sin llegar a tal extremo, reclaman la devolución de competencias autonómicas al Estado. No faltan quienes reniegan de la democracia representativa para instaurar modos utópicos de participación, so pretexto de que los “políticos” no nos representan. Y lo peor es que quienes incitan a sacar a los diputados del Congreso a boinazos para iniciar por las bravas un proceso constituyente hayan encontrado el amparo de un juez de toga teñida de bermellón, al que este amago al menos intelectual de golpe de Estado le parece un simple desahogo contra la “decadente clase política” amparado por la libertad de expresión. En ciertos ámbitos sindicalistas se utiliza el viejo lenguaje propio de la lucha de clases, que aquí acaba siempre como el rosario de la aurora. En medio de tal guirigay alguno ha llegado a decretar el “agotamiento” del régimen –como si la democracia envejeciera con el transcurso del tiempo- y profetiza la revolución si no se reforma a fondo la Constitución. Y para completar este turbio panorama, los nacionalistas catalanes –a los que no tardarán en sumarse los vascos- tratan de aprovechar la actual coyuntura para buscar la puerta de salida de la comunidad nacional y marcharse dando un portazo.
Pues bien, cuando todos estos nubarrones se ciernen amenazadores sobre nosotros, en vez de tratar de salvar la “marca España” no se nos ocurre nada mejor que retransmitir en directo los asaltos a los supermercados y las algaradas frente al Congreso de los diputados, anunciar urbi et orbi que Cataluña quiere irse y proclamar a los cuatro vientos que el país se le cae de las manos al gobierno. Habrá que llegar a la conclusión de que el enemigo somos nosotros.
Una lanza a favor de la Constitución
Antes de hablar de Navarra, permitidme romper una lanza a favor de la Constitución de 1978, porque no es cierto que en ella esté el problema sino que, por el contrario, en el respeto a sus valores, principios y normas está la solución. Debiéramos tener muy presente que nuestra Carta Magna es demasiado joven como para llevarla al cirujano plástico y que, en cualquier caso, todo retoque o remiendo ha de hacerse con el mismo consenso que presidió su elaboración y a sabiendas de que si se remueven sus cimientos el edificio entero puede derrumbarse sobre nuestras cabezas.
Los españoles –incluidos catalanes y vascos- refrendamos la Constitución de 1978 y, por tanto, la idea de España que subyace en ella, que no es otra que la afirmación de que el sujeto del poder constituyente es el pueblo español, porque en él reside la soberanía; que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho; que los valores superiores del ordenamiento jurídico son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político; que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles; que somos una nación plural, de modo que el derecho a la autonomía de los diversos pueblos españoles es consustancial con la idea de España; que el idioma oficial del Estado y lengua común de todos los ciudadanos españoles es el castellano -el español por antonomasia-, que el reconocimiento de la pluralidad lingüística no puede conducir a la imposición del monolingüismo; que la forma de gobierno es la monarquía parlamentaria; que los españoles somos iguales en derechos y obligaciones; que el Estado autonómico implica que todas las comunidades autónomas tienen derecho a acceder al mismo grado de autonomía, sin perjuicio de los hechos diferenciales derivados de la existencia de una lengua propia, de la posesión de un derecho civil secular, de la foralidad y de la insularidad; y, por último, que para el cumplimiento de los grandes objetivos nacionales se requiere un Estado fuerte y eficaz, lo que es incompatible con la pretensión de convertirlo en un Estado residual.
Frente al federalismo
Con motivo de las maniobras secesionistas en Cataluña, se ha introducido de matute el debate sobre el federalismo. Los estados federales surgieron para encauzar procesos de integración, cuando un grupo de estados preexistentes renunciaban a su soberanía para conferirla a la federación. En el momento fundacional, la soberanía reside en los estados miembros dispuestos a transferirla a la federación. No tiene sentido que frente a la peligrosa deriva nacionalista se proponga como fórmula taumatúrgica el federalismo, ni aún con el calificativo de asimétrico que no deja de ser un estrambote fruto de la ignorancia. El nacionalismo pasa olímpicamente del federalismo porque sólo anhela la independencia. Además, para asegurar la asimetría no hace falta entrar en un proceso constituyente, pues el Estado autonómico ya refleja la pluralidad de España al respetar las singularidades derivadas de los hechos diferenciales de algunas comunidades.
La transformación de España en un Estado plurinacional, de carácter confederal o federal, afecta al núcleo esencial de la Constitución. Un proceso de tanta trascendencia no puede hacerse por la presión de los nacionalismos ni de grupos extremistas de cualquier signo, unos y otros espoleados por la devastación económica. No se puede dinamitar la Constitución de 1978 si el conjunto de los ciudadanos españoles no consienten en ello, pues no olvidemos que el pueblo español es el único titular del poder constituyente.
“En tiempos de tribulación, no hacer mudanza” (Iñigo de Loyola)
Lo peor que podemos hacer es dejarnos llevar en estos momentos por el pesimismo. Para levantar el vuelo hay que estar convencidos de poder volar. Sería muy lamentable que la catástrofe económica nos arrastre a una nueva crisis nacional. En momentos como éste cobra mucho sentido la máxima de Ignacio de Loyola: “En tiempos de tribulación no hacer mudanza”. Ello no significa ninguna concesión al inmovilismo y que no podamos exigir a nuestros gobernantes y representantes políticos que sean ejemplares en su comportamiento, luchen de forma implacable contra la corrupción, acaben con cualquier privilegio irritante, limpien la Administración de corruptelas, pongan punto final al despilfarro y trabajen esforzadamente para recuperar el prestigio perdido ante los ciudadanos.
Pretender el derribo del sistema constitucional sin consenso y sin tener ideas claras del rumbo a seguir representa una irresponsabilidad y un salto en el vacío. Lo que hay que hacer es restablecer la pureza de nuestra Constitución. La politización de la justicia –por poner algún ejemplo- es directa consecuencia de la perversión de la Constitución y de quien sancionó que el Consejo General del Poder Judicial fuera elegido íntegramente por las Cortes y consintió que los jueces pudieran demostrar sus preferencias ideológicas a través de asociaciones altamente politizadas. En materia autonómica el problema principal reside en que el Estado ha abdicado del ejercicio de muchas de las competencias que la Constitución le atribuye para garantizar la libertad, la igualdad básica de los ciudadanos españoles y el cumplimiento de los grandes objetivos de la nación española. No es congruente con la Constitución que el funcionamiento de los partidos y de los sindicatos no sea plenamente democrático. Tampoco la Constitución impone que las listas electorales sean cerradas y bloqueadas. Y por supuesto no es la Constitución un freno, sino todo lo contrario, para la regeneración de la vida pública y la ejemplaridad de nuestros gobernantes.
“Nosotros esta vez no podemos fracasar” (Jordi Pujol)
Los españoles no podemos permitirnos un nuevo fracaso colectivo. Es muy doloroso comprobar que en el barco de España hay quien, en medio de la tempestad, en lugar de ayudar a soltar lastre se dedique a abrir nuevas vías de agua, olvidando que o nos salvamos todos o pereceremos todos. Es lamentable que haya líderes políticos que quieran conducir a su pueblo al limbo europeo y a la insignificancia internacional, con la excusa de que el Estado le niega un puñado de euros o, lo que es peor, diciendo que “España nos roba”. Qué irresponsable es la pretensión de romper esta vieja nación que, en palabras del propio Jordi Pujol, aunque ahora reniegue de ellas, es “una realidad no puramente administrativa, sino afectiva, de sentimientos entrelazados, histórica”, [porque] “hay una serie de vivencias históricas comunes muy importantes, de contacto de la población, de intereses, de memorias comunes. Todo eso forma una comunidad y España lo es”. No cabe mejor definición de la idea de España. ¿Vamos a romper dos mil años de vida en común por una cuestión “de pelas”?
En 1978 la Minoría Catalana, por boca de Pujol, expresó su satisfacción por la aprobación de una Constitución que además de reconocer los anhelos de la nacionalidad catalana garantizaba la existencia de un Estado equilibrado y fuerte. “Pensamos –dijo el su intervención ante el pleno del Congreso el 21 de julio de 1978- que la Constitución persigue un Estado equilibrado, un Estado fuerte, no en el sentido autoritario de la palabra, sino en el de la eficacia y el de la capacidad de servicio”. Y concluyó con esta sabia reflexión: “Muchas veces en España se ha fracasado. La historia de los dos últimos siglos… es la historia de los fracasos, del intento de estructurar, de construir, de estabilizar, de poner las bases para el progreso del país, de todo el país. Nosotros esta vez no queremos fracasar. Desde nuestra perspectiva catalana, desde la cual a veces hemos fracasado doblemente, doblemente en nuestra condición de españoles y, además, porque hemos fracasado en aquello que nos afectaba directamente como catalanes, desde esta perspectiva… nosotros aportamos aquí, por una parte nuestra firme decisión de no fracasar esta vez, y nuestra aportación para que, ente todos, consigamos eso que la Constitución nos va a permitir; un país en el que la democracia, el reconocimiento de las identidades colectivas, la justicia y la equidad sena una realidad.”
Cualquier agravio histórico quedó saldado en el pacto constitucional de 1978 que ahora no se vacila en romper mediante la puesta en marcha de un proceso revolucionario de desbordamiento institucional por la vía de hecho. Es una tremenda ingratitud para el conjunto de los españoles que una comunidad cuyos representantes han sido copartícipes para bien o para mal de todo cuanto en este país ha ocurrido desde que vivimos en democracia, se presente ante la comunidad internacional para anunciar “sí o sí” un proceso de emancipación, como si fuera una colonia oprimida por una potencia imperialista y los ciudadanos catalanes fueran objeto de discriminación en el seno de España. La autodeterminación pretendida viola la Constitución –que votaron los catalanes- y además no tiene respaldo alguno ni en el derecho de la Unión Europea ni en el derecho de la comunidad internacional. Todo es fruto de un gran engaño. Incluso la misma pregunta es mendaz: “¿Quiere que Cataluña sea un Estado dentro de la Unión Europea?”. ¿Y qué pasa si falla la premisa mayor?
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