(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)
La libertad de elegir y la igualdad de oportunidades son dos de los fundamentos de la democracia moderna. Sin libertad de elección o “valor de elegir” no se puede hablar propiamente de libertad personal ni de ninguna otra clase –como explica magistralmente Fernando Savater en este ensayo-, y sin igualdad de oportunidades tampoco, porque la desigualdad deja en agua de borrajas la libertad de elegir cuando determinadas elecciones se hacen imposibles para el sujeto. La educación es un campo donde esta mutua dependencia se expresa con gran claridad: si alguien quiere elegir leer o escribir tal libro deberá haberse alfabetizado. No vale de nada decir que los analfabetos literales o funcionales son libres de leer o escribir lo que quieran, porque esa libertad formal está anulada de facto por la carencia de los requisitos mínimos para hacer efectiva su elección: saber leer y entender lo que se lee. La mutua dependencia de libertad de elegir e igualdad de oportunidades está en la base de la creación de la escuela pública, una institución ilustrada consagrada a que libertad de elección e igualdad de oportunidades se afirmen mutuamente para todos. ¿Cómo?: haciendo que todo el mundo tenga la oportunidad de adquirir la formación indispensable para poder elegir educadamente. Es bastante fácil comprender por qué la escuela pública no existió, en cambio, en sociedades esclavistas muy cultas donde la igualdad de oportunidades estaba restringida a una aristocracia o minoría ilustrada que casi siempre también excluía a las mujeres, como las del mundo clásico.
Dicho esto, conviene recordar que el vínculo entre libertad de elección e igualdad de oportunidades no es pura armonía y beatitud, sino más bien tenso y problemático. A grandes rasgos, el liberalismo insiste en preservar y cultivar la libertad de elección, y la socialdemocracia en la igualdad de oportunidades. Poner el énfasis en uno u otro valor no implica que no se reconozca a su partenaire dialéctico, sólo expresa la convicción de una preferencia. Fuera de estas grandes corrientes democráticas hallamos las extremistas o antisistema (de valores democráticos) que o bien niegan la libertad de elección o bien la igualdad de oportunidades, negaciones compartidas como tantas otras cosas por fundamentalismos y totalitarismos que, francamente, importa un comino que se definan como de izquierdas o de derechas. Ni en Cuba ni en Irán hay libertad de elección y por tanto tampoco igualdad de oportunidades, y viceversa, pues ¿qué igualdad de oportunidades espera a quien no comulgue con las reglas de la respectiva dictadura?; ¿qué se puede elegir en un menú de plato único?
Entre las corrientes totalitarias y las democráticas hay espacio para corrientes conservadoras o tradicionalistas, o sencillamente excéntricas, que aceptan –digamos- la libertad de elección y la igualdad de oportunidades “por imperativo legal” (como prometen la Constitución los nacionalistas y paleoizquierdistas que estarían mas felices derogándola). Estas corrientes aprovechan las complejidades y paradojas de la relación entre ambos valores para colar su propia interpretación restrictiva del uno o el otro. Y están en su derecho, porque la libertad de elección que desarrolla la democracia permite estirar mucho el significado de este valor. Están, por ejemplo, los tradicionalistas católicos aferrados al principio de la segregación educativa por sexos. Enemigos de toda relación estrecha de hombres y mujeres fuera del matrimonio (indisoluble y sagrado) y la familia creada sobre su base bajo la tutela de la Iglesia, procuran restringir al máximo la convivencia cotidiana entre los sexos o, en todo caso, someterla a convenciones de formalidad e impersonalidad lo más eficientes posibles. Es el sistema educativo que mi generación sufrió durante el franquismo como el único prácticamente posible, salvo que –contra el principio de igualdad de oportunidades- la familia tuviera los recursos suficientes para matricular a sus vástagos en los raros colegios privados con coeducación que, al menos en el San Sebastián de los 60 y 70, era casi todos colegios bilingües franceses, ingleses o alemanes adaptados a los planes educativos de sus países de referencia. Los demás, incluidos los institutos de enseñanza media y secundaria, íbamos a centros de chicos o de chicas. La elección era imposible, la igualdad también. Y la que sufría era la educación, como podria testificar aquella pobre profesora nativa de francés que nos duró sólo unos meses ante el acoso de una panda de salvajes de 12 años que no estaban acostumbrados a más mujeres con autoridad que las de su familia.
Algunos estudios pedagógicos insisten en las bondades psicopedagógicas de la segregación sexual enfocando toda su atención en el hecho constatado de la diferente evolución cognitiva de los sexos: las mujeres maduran antes en muchos e importantes aspectos, pero los hombres les superan –de media- en operaciones abstractas de tipo simbólico-matemático. Concluyen que para el rendimiento escolar es mejor mantener separados a chicos y chicas sin que se distraigan con la atracción de sus no menos importantes –y tan atractivas- diferencias. Pero la educación es más que el rendimiento escolar, y el aprendizaje y asimilación de la diferencia sexual es tan importante, o más para determinados supuestos, que la media de notas de un grupo en matemáticas o lengua. Por no decir que los escolares de inclinación gay serían inmunes a las supuestas ventajas escolares de esa segregación…
En resumidas cuentas, algunos conciudadanos consideran deseable por diferentes motivos segregar a los sexos durante, al menos y ya que no tienen el poder de sus colegas teológicos en los países islámicos, la etapa escolar. El problema no radica en la convicción privada, que puede responder a muchos argumentos o preferencias, sino en cuando la convicción privada se convierte en asunto público y por tanto en problema legal y político. Pues aceptado que algunos pueden tener sus razones para creer mejor la segregación sexual a la coeducación, y que por tanto es aceptable que existan centros escolares donde puedan poner en práctica sus convicciones ejerciendo su derecho a elegir, ya es otra cosa si la aplicación de la igualdad de oportunidades a su elección implica su derecho a que el Estado (las administraciones) subvenciones los centros segregados. Cierta lectura “liberal” (estilo Esperanza Aguirre) del derecho a elegir como derecho absoluto conllevaría que el Estado se hiciera cargo del costo económico de esa elección para que tanto pobres como ricos partidarios de la segregación escolar por sexo tuvieran la misma capacidad de elegir. Ahora bien, ¿se puede contraponer el derecho a elegir a la igualdad de oportunidades negada, por ejemplo, a una niña que quisiera matricularse en un centro o curso sólo para niños, y viceversa?
Una sentencia muy reciente del Tribunal Supremo (tanto que aun no se ha publicado) ha establecido que ese derecho no existe, pues los centros que discriminan por sexo incumplen la exigencia legal de que “en ningún caso habrá discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (LOE 2006, art. 84). Así pues, el Tribunal Supremo confirma que si el ejercicio de la libertad de elección de centro escolar choca con lo que la ley exige a los centros escolares para desarrollar la igualdad de oportunidades, y por tanto ser considerados públicos o subvencionables como si lo fuesen –mediante un concierto u otra fórmula-, el Estado (o las CCAA) no está obligado de subvencionar esa elección.
La sentencia dará que hablar porque señala paradojas tales como el reconocimiento legal de centros educativos que, sin embargo, incumplen la literalidad de la ley vigente. Esto podría solucionarse fácilmente con una reforma de la Ley Orgánica de Educación que sí permitiera la segregación por sexo, y en esa dirección apuntan, parece, las declaraciones de Wert. Pero el problema es otro: una vez hecha la excepción, otros criterios de discriminación pueden llamar a la puerta de la ley. Nos encontraríamos así con centros concertados cerrados a minorías, o a niños con determinadas características, o a cualquier otro rasgo discriminatorio. ¿Es eso deseable? Sin duda, no. Porque el resultado sería liquidar la igualdad de oportunidades en nombre de una libertad de elección convertida en… libertad de discriminación, que es algo muy diferente.
El desarrollo práctico de la igualdad de oportunidades exige sin duda que la libertad de elección se ejerza entre las posibilidades que la Constitución admite, es decir, las que no prohíbe expresamente. En la actualidad se puede elegir centro educativo con cargo al erario público –en teoría- en la red pública o en la de centros concertados (y ambas son de muy diferente calidad y cantidad dependiendo de la CCAA, ciudad o barrio). Pero fuera quedan los centros privados que estiran al máximo la libertad de elección mediante filtros aceptados por la Constitución, como matrículas y costos escolares a cargo íntegramente de los particulares, que de algún modo están financiando la libertad de elegir más allá de lo que el sistema público considera básico, pero no tan allá que se dediquen a una educación contraria a los principios constitucionales (como haría, por ejemplo, una escuela islamista que propugnara la sharia). En esta especie de limbo educativo se encuentran muchos centros privados que seleccionan a sus alumnos por criterios de renta, procedencia social, nivel educativo o confesión religiosa de la familia. Deben poder existir para que la libertad de elección no sufra restricciones indeseables –como son muchas de las ideológicas-, pero no hay que subvencionarlos porque no lo exige la práctica de la igualdad de oportunidades que ellos mismos excluyen al filtrar su alumnado con diversos criterios de selección (o sea, de discriminación). Es elemental que el Estado no debe subvencionar centros escolares a los que no pueda acceder cualquier niño o niña, aunque tampoco debe prohibirlos si su enseñanza no es inconstitucional. Y este es el caso de los centros con educación segregada por sexo. En esta democracia tan confusa y perpleja, la sentencia del Supremo aclara las cosas y las pone en su sitio.
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