Álvaro Anchuelo (Publicado en Cotizalia.com, aquí)
Comencemos resumiendo los hechos. El jueves 22 de septiembre, el Congreso convalidó el restablecimiento del hibernado Impuesto del Patrimonio. El mínimo exento se eleva a 700.000 euros (multiplicando por 7 el anterior). Se establece una exención de 300.000 euros por vivienda habitual, que duplica la previamente existente.
Los tipos se mantienen inalterados, con una escala progresiva entre el 0´2% y el 2´5%. Se prevé que el impuesto afecte a 160.000 contribuyentes, frente al millón que lo pagaba antes de ser suspendido. La recaudación esperada está en torno a los 1.000 millones de euros anuales. El restablecimiento durará, en principio, sólo dos años: 2011 y 2012.
Todo lo anterior puede ser más o menos criticable pero, a primera vista, parece responder a una decisión gubernamental propia de un país desarrollado. Por desgracia, esa reconfortante sensación se desvanece al profundizar mínimamente en los detalles de la medida.
¿Por qué se restablece el impuesto? Porque el candidato socialista se lo ha pedido al presidente del gobierno de España, con los fines de disminuir el déficit público, crear empleo para los jóvenes y que paguen más “los ricos”. Cuando estos argumentos se desmenuzan, resulta asombroso que importantes medios de comunicación y sesudos analistas los avalen, o que se genere un debate social que dura semanas en torno a la propuesta.
Lo primero que sorprende, aunque el conjunto de la ciudadanía lo haya asumido con tal naturalidad, es el procedimiento. Un ciudadano privado, candidato de un partido, da instrucciones al presidente del gobierno de todos los españoles, encargado de velar por el interés general. El presidente acata sumisamente esas órdenes ilegítimas y las pone en práctica apresuradamente. Que todo esto pueda suceder (y que a casi nadie le llame la atención) debería alarmarnos, por el deterioro de la calidad de nuestra democracia que implica.
Sigamos glosando lo sucedido. Puesto que, por desgracia, a tantas personas las formas les parecen poco importantes (pese a su papel esencial en el funcionamiento adecuado de la democracia), pasemos a los fines. ¿Qué importa el procedimiento, si con lo recaudado se va a reducir el déficit público y a crear empleo para los jóvenes? Bueno, en primer lugar habrá que elegir uno de los dos usos para la recaudación: o se dedica a reducir el déficit o se gasta en algo, pero ambas cosas no parecen compatibles a la vez.
Supongamos, por introducir alguna racionalidad en el debate, que lo que se quisiese es reducir el déficit. Éste asciende actualmente en España a unos 60.000 millones de euros. La recaudación prevista equivaldría, en consecuencia, al 1´5% del déficit (o, si se prefiere, al 0´1% del PIB). No parece la solución del problema, si acaso un pequeño alivio.
Por lo demás, ni siquiera esa cifra es cierta, pues este impuesto se ha cedido totalmente a las comunidades autónomas. Éstas pueden bonificarlo (incluso al 100%), modificar el tipo, las deducciones o el mínimo exento. Si algunas comunidades donde se concentran los potenciales contribuyentes (como Madrid, Navarra y País Vasco) decidiesen seguir sin aplicarlo, la recaudación podría no superar los 500 millones (es decir, el 0´75% del déficit y el 0´05% del PIB). Supongamos ahora que lo que se desea en realidad es reducir el desempleo juvenil.
Confieso mi incapacidad para racionalizar esta propuesta alternativa. Los impuestos no son finalistas, lo que ingresan se puede utilizar para cualquier fin. En el caso que nos ocupa, será cada comunidad autónoma la que decida a qué destinarlo.
El carácter autonómico de este impuesto, que se ha pretendido obviar, da lugar a otras paradojas. Por un lado, habrá diferencias de trato a los ciudadanos según la comunidad en la que vivan, lo que puede dar lugar a fenómenos de competencia fiscal y de deslocalización.
Por otro lado, los grandes patrimonios se concentran en algunas comunidades de forma que, si todas recaudasen el impuesto, un 30% de lo ingresado se localizaría en Madrid y un 25% en Cataluña; poco llegaría a las comunidades más pobres. La paradoja final: como un decreto no puede modificar una Ley, la que fija el sistema de financiación autonómica sigue vigente sin cambios.
Esto implica que las comunidades autónomas van a recibir tanto la compensación de 2 100 millones anuales que se les concedió al suprimirse este impuesto como lo que ahora se recaude al restablecerlo. Tiene lógica jurídica, pero carece de cualquier otra.
Otra cuestión importante es el carácter retroactivo de la medida: se aplica al ejercicio de 2011 desde el 1 de enero. Esto crea inseguridad jurídica, pues los contribuyentes han tomado ya decisiones a lo largo del año sin saber que tendrían que pagar este impuesto. Respecto a los mecanismos que utilizan los verdaderamente ricos para eludir legalmente el pago del impuesto, no es necesario explicarlos gracias a que Eduardo Segovia ya ha señalado los principales en este mismo periódico: la exención de las participaciones empresariales que superan el 5% del capital y el límite conjunto en la tributación por IRPF y Patrimonio.
Es una pena que este gobierno haya hecho las cosas tan mal hasta el final, porque una de nuestras grandes asignaturas pendientes es la de la fiscalidad. Debería iniciarse urgentemente en España un debate serio sobre el tema, que culminase en una profunda reforma fiscal.
El incremento de la recaudación debería lograrse ampliando la base del sistema y simplificándolo, de forma que la carga no recayera con tanta fuerza como ahora sobre los trabajadores por cuenta ajena. El objetivo no debería ser sólo recaudar, sino simultáneamente incentivar el crecimiento.
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