(Publicado en El Mundo-Reggio´s, aquí)
La carta del director
Hay debuts que no defraudan. Han bastado los primeros días de Rubalcaba al frente del aparato de agit prop socialista para que la izquierda española -medios de comunicación afines incluidos- haya quedado retratada como un colectivo obsesionado por criminalizar la grosería desde el mismo instante de su insinuación y blanquear groseramente el crimen mil veces consumado. Tal cual: Código Penal para el alcalde de Valladolid, facilidades políticas para el retorno de Batasuna. No hay más que repasar la resolución del Comité Federal del PSOE sobre lo uno y las declaraciones de Blanco, Benegas o el propio presidente sobre lo otro.
Empiezo a agradecer a Zapatero su afán clarificador al convertir a Rubalcaba ya veremos si en su sucesor o sólo en su profeta. Después de aquella etapa de confusión en la que lo del «republicanismo cívico» podía hacer tilín a casi cualquier demócrata, ahora ya sabemos todos a qué atenernos: represión e intransigencia extrema contra lo políticamente incorrecto, condescendencia otra vez ante lo que legal y éticamente debería ser reprimido. De nuevo el fin justifica los medios.
Ha sido la semana de la charlatanería, del guirigay de voces confundidas con sus ecos, sobre los «morritos» de Pajín, el «plumero» de Rajoy y los «huevos» de Moratinos. Pero nadie ha dicho que para morro el de los de Batasuna cuando su portavoz encarcelado aduce que si ETA cometiera nuevos asesinatos ellos «se opondrían» -como yo me opongo al cambio climático, al hambre en el mundo o al bajo rendimiento de Benzema, claro-; nadie ha dicho que es al PNV al que se le ve el plumero soberanista bajo los acuerdos políticos camuflados que ahora desarrollará Ramón Jáuregui desde La Moncloa; y nadie ha dicho que el Gobierno de Zapatero no tiene lo que hay que tener -coraje institucional- para blindar la lucha antiterrorista frente a sus urgencias electorales.
Es tan banal, tan zafio, tan ramplón todo lo que hemos oído y tan tremendo lo que se nos calla que éste es uno de esos domingos que requieren de un buen libro de poesía para reconciliarnos con la capacidad de expresión del ser humano. Yo he recurrido al mejor de nuestro antepenúltimo Nobel y ya en su primer poema he topado con «ese decir palabras sin sentido/ que ruedan como oídos caracoles/ como un lóbulo abierto que amanece/ (escucha escucha) entre la luz pisada».
Y es que en efecto enciendes una mañana la radio y escuchas al tal León de la Riva proclamar que siempre que contempla los labios prominentes de la nueva ministra de Sanidad piensa en lo mismo. Y a continuación se oye, o al menos se intuye, un jolgorio de procacidades, un coro de asentimientos tabernarios que ofende a millones de mujeres: «Esas risas/ esos otros cuchillos/ esa delicadísima penumbra».
No todos tenemos reflejos paulovianos tan rotundos, pero ¿cómo negar que vivimos en una zona gris en la que la mayoría de los varones somos incapaces de hacer compartimentos estancos entre la capacitación profesional de una mujer, su competencia para ejercer un cargo y el impacto emocional que nos produce su atractivo tantas veces físico, tantas veces intelectual o sobre todo psicológico, casi siempre mezcla un poco de todo ello?
¿Cómo negar que vas más contento a hacer el programa de Veo7 cuando has invitado a Cospedal, Trujillo y Lucía Figar -o cuando vengan Trinidad Jiménez, la propia Leire Pajín o no digamos Beatriz Corredor- que cuando los convocados son Corbacho, Tomás Gómez o mi querido Enrique Múgica?
¿Cómo fingir ignorar que de toda la galería fotográfica de la crisis de Gobierno donde más se ha parado esa mirada masculina ha sido en la imagen de la nueva ministra de Sanidad cogiendo por el talle y besando en la boca a su nueva subordinada Bibiana Aído? ¿Verdad que lo único que nos habría llamado mucho más la atención a todos es que Celestino hubiera dado el relevo a Valeriano recurriendo al mismo código expresivo? ¿Será frivolidad, machismo o esnobismo decir que, por mucho que las caliente Rubalcaba, las sesiones de control del Parlamento nunca serán lo mismo sin las toilettes fucsias, violetas o malvas de la vicepresidenta De la Vega, siempre perfectamente combinadas con su maquillaje y complementos?
Que no quede el equívoco. Que a base de tanto hablar de políticas de igualdad, no lleguemos a creernos que los hombres y las mujeres somos iguales, excepto en derechos; o, menos aún, que debamos serlo, excepto en oportunidades. De hecho, en esa imposibilidad profunda, no de asumirla a efectos dialécticos, sino de interiorizar como propia la perspectiva del otro sexo, radica una de las complejidades más centelleantes de la especie humana.
Esta semana les han llovido bofetadas a Pérez-Reverte y Sánchez Dragó por sus transgresiones más o menos irreverentes o sacrílegas pero, afortunadamente, la marea inquisitorial no ha llegado a alcanzar a lo declarado el pasado domingo por el nuevo Nobel Vargas Llosa: «Para mí, el sexo aún no es algo natural. Ver a una mujer desnuda en una cama es la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo trascendente». Ya sé que esta frase no es asimilable a la insinuación de que llorar en público es de maricas o a la evocación de algo escandaloso que quién sabe si pasó o no pasó hace 40 años en Japón. Pero no recuerdo haber leído una declaración equivalente de una escritora, en un soporte familiar como un suplemento dominical, sobre el desnudo masculino.
Y no sólo es que lo que dice Vargas Llosa sea cierto sino que permítaseme la obviedad, la cursilería, de matizarlo: ni siquiera es preciso que esté «desnuda en una cama» para que «ver a una mujer» pueda ser «la más inquietante y turbadora de las experiencias». A partir de ahí todo el problema reside en la necesidad de gestionar bien los silencios o hallar un código expresivo que nos rescate de la vulgaridad. No es que León de la Riva sea un enfermo -ése es el tópico al uso- por pensar lo que, según él, piensa «cada vez» que ve a Leire Pajín, ¿cómo no va a ser libre la imaginación?, sino que su zafia locuacidad le hace indigno de representar a una ciudad como Valladolid, tan ligada a las más bellas texturas del idioma. O dilo de otra forma o ten cerrada la boca.
Comprendo que si nunca es fácil encontrar las palabras adecuadas para nada, menos aún lo sea para una pulsión tan febril como la que dice sentir el edil pucelano. Todos y cada uno de los 41 poemas del libro que tengo abierto este domingo tratan sobre esa urgencia por encontrar formas de decir acordes a lo que turbia o claramente bulle a borbotones en el corazón de los humanos. En el que más se hace patente es en el primero de los dedicados a García Lorca, titulado El vals, cuando el poeta anuncia cuáles serán su máscara y su atuendo: «Unas faldas largas hechas de colas de cocodrilos/ unas lenguas o unas sonrisas hechas con caparazones de cangrejos/ Todo lo que está suficientemente visto/ no puede sorprender a nadie».
Ése ha sido el pecado de León de la Riva: lo manoseado de su código verbal, lo requetesobado de su juego del escondite. Motivo suficiente, a mi entender, para que la dirección de su partido le hubiera sacado tarjeta amarilla y, dados sus antecedentes, le hubiera dejado sin jugar el partido de las municipales por acumulación de amonestaciones. Pero los políticos se protegen los unos a los otros y ninguno, llámese Camps o Pedro Castro, paga por ser torpe, soez, imprudente o vulgar. Ni siquiera a Nacho Uriarte le han retirado el carné de presidente de las Nuevas Generaciones del PP mientras el Supremo le juzga por conducción temeraria. No es ni mucho menos de lo peor que circula por Génova, pero tiene que haber un código que estimule la ejemplaridad aun a costa de penalizar la mala suerte.
Pero a la vez que insisto en que el alcalde de Valladolid era un claro acreedor al castigo político, no puedo dejar de salir al paso de quienes barajan aplicarle el Código Penal -«medidas judiciales necesarias», pedía el PSOE- y están a dos pasos de exigir su castración química. Los pensamientos y deseos impuros se perseguían en el catecismo y si con tanto esfuerzo hemos logrado limitar la incidencia en nuestras vidas de los clérigos de la verdadera fe, no es cuestión de permitir ahora la intromisión de los obispos y obispas de todas estas nuevas iglesias falsas.
Además, y esto es lo esencial, la grosería tiene cura. Sin ir más lejos yo le recetaría a León de la Riva este mismo poemario que a mí me está haciendo mejor esta mañana. Enseguida comprendería que lo horroroso no han sido sus fantasías sino sus expresiones. Incluso que, puesto que nadie puede pedir perdón por sus sueños, sus disculpas serían más sinceras si fueran acompañadas de una verbalización alternativa: «Bajo el sollozo un jardín no mojado/ Oh pájaros los cantos los plumajes/ Esta lírica mano azul sin sueño/ Del tamaño de un ave unos labios/ No escucho/ El paisaje es la risa».
Y ya metido en faena podría hasta permitirse concretar un poco más: «Todos los aires azules/ No/ Todos los aguijones dulces que salen de las manos/ todo ese afán de cerrar párpados de echar obscuridad o sueño/ de soplar un olvido sobre las frentes cargadas/ de convertirlo todo en un lienzo sin sonido/ me transforma en la pura brisa de la hora/ en ese rostro azul que no piensa en la sonrisa de la piedra/ en el agua que junta los brazos mudamente/ En ese instante último en que todo lo uniforme pronuncia la palabra: ACABA».
Estoy seguro de que si el alcalde de Valladolid cogiera recado de escribir, copiara estos versos, firmara «por la trascripción» y se los enviara al ministerio, lo peor que podría decir de él una mujer sensible e inteligente como Leire Pajín sería algo así como: «Este hombre está como un cencerro». Y la fuerza regeneradora de semejante piropo le ahorraría en adelante escenas tan oprobiosas como la plasmada en esa foto terrible en la que como un can apaleado en el arroyo se retiraba con el rabo entre las piernas tras serle negado -oh tormento cruel- el dulce saludo de la ministra de Cultura.
Las mujeres no pueden pedirnos a los hombres que no sintamos lo que sentimos pero sí que demostremos que la Literatura, la Filosofía y las Bellas Artes no han pasado de puntillas ante el umbral de nuestras cavernas interiores. Porque como tanto nos gusta repetir a los liberales, todo lo que no está prohibido está permitido y una vez aceptado ese principio lo único decisivo son los modales.
Es exactamente lo contrario de lo que ocurre con los actos inequívocamente criminales. Zapatero debería ser consciente de que pretender zanjar las secuelas que para los hijos de Caín han de tener todos esos coches bomba, todos esos tiros en la nuca, todas esas horas de angustia en sus lóbregas mazmorras subterráneas -recordad a Ortega Lara-, todas esas carnes desgarradas, todas esas lágrimas derramadas durante medio siglo de infamia con uno o varios comunicados, con tal o cual adjetivo, con notas y declaraciones en la prensa, sería metafísicamente imposible incluso si sus redactores fueran los más eximios literatos, los más hondos pensadores y los políticos más hábiles.
Produce tanta indignación la frivolidad con que el Gobierno se está embarcando en la tarea de cauterizar antes de tiempo esas heridas insondables con el cínico apósito de unos fonemas, unos remiendos gramaticales, que dan ganas de azotar al propio látigo con la furia con que de repente, ya en la sección dedicada a Manuel Altolaguirre, lo hace el poeta, pateando las comas, derribando o levantando las mayúsculas y minúsculas a base de sonoros puñetazos: «La palabra esa lana marchita…/ la palabra esa arena machacada/ La palabra la palabra la palabra qué torpe vientre hinchado…/ Papel Lengua de luto Amenaza Pudridero/ palabras palabras palabras palabras/ Iracuandia Bestial Torpeza Amarillez/ palabras contra el vientre o muslos sucias/ No me esperes ladina nave débil…/ palabra que se pierde como arena».
¿Qué más se puede añadir tras quedarse sin aliento? Que nada me produce mayor satisfacción que encontrar lectores que aprecian mi afán por envolver estas crónicas de actualidad con ciertos celofanes bellos, tomando prestado de aquí y de allá lo que otros han explicado ya mejor, tanto por su talento como por la ventaja de ignorar el episodio concreto al que se estaban refiriendo. Asomar hoy a esos lectores al fértil valle de Vicente Aleixandre es uno de esos privilegios que de cuando en cuando puede permitirse el director. Sigan esa senda, olvídense del intermediario y verán cuánto mejora el original. No en balde la publicación en 1932 de Espadas como labios supuso la inmersión definitiva de la Generación del 27 en el surrealismo. Y respecto a todo lo anterior, querido presidente, «Yo no sé si me has comprendido/ Es mucho más triste de lo que tú supones/ Esta música sapiencia del oído».
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