(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)
El follón montado en torno al nuevo Estatut de Catalunya era perfectamente previsible, y de hecho fue previsto por muchos de nosotros. La irresponsabilidad manifiesta de Zapatero, un trilero de la política; el auge del pensamiento único nacionalista en Cataluña, promovido por un establishment incómodo con la democracia; la chapuza constitucional de que no exista un recurso previo de inconstitucionalidad para las leyes orgánicas (fuimos el primer partido que puso su implantación en el programa y que lo llevó al Congreso de los Diputados); la puesta de la administración de justicia al servicio de los partidos, cuya máxima expresión es la incompetencia e inoperancia del Tribunal Constitucional; la ambigüedad y oportunismo del PP al aprobar en otros estatutos de autonomía lo que ha recurrido en el catalán (como la “cláusula Camps” del estatuto valenciano), dando así razones a quienes claman que los catalanes son discriminados porque se les niega lo que se aprueba para otros, todos estos y otros factores han coincidido y puesto de manifiesto en el conflicto suscitado por la tramitación del nuevo estatuto catalán. Nadie debería sorprenderse por un drama perfectamente anunciado y cuyos elementos de explosiva mezcla estaban a la vista de todos.
Es verdad que ahora la cosa se ha enriquecido con el manifiesto titulado, con esencialismo nacionalista, “Por la dignidad de Cataluña”, publicado unánimemente por los periódicos catalanes en papel y algunos digitales. Esta sospechosa unanimidad es la consecuencia de la desaparición práctica de la prensa independiente, pues los grupos de comunicación actuales no sólo forman parte ellos mismos del establishment que debería ser objeto de su escrutinio crítico, sino que sencillamente es una prensa comprada mediante subvenciones y dádivas de todas clases, sea en forma de subvención directa, de gravosa publicidad institucional o de créditos de las cajas de ahorro que controlan los partidos (además de los anuncios de prostitución que encubren conductas delictivas). Es solamente la guinda que corona la pringosa tarta en que ha devenido la democracia fundada en la Transición. Hora es ya de cambiarla, pero para eso hace falta tener un plan.
Desde luego, no hace falta ni decir que negarse a acatar la resolución del TC, sea la que sea, es un ataque directo a las bases de la democracia. Incluso si aquella fuera favorable, lo que procedería es pedir la reforma de la Constitución para que no cupiera la maniobra a la que llevamos tantos años asistiendo: la reforma subrepticia y por la puerta trasera –y ahora, mediante los hechos consumados- de la ley suprema. Esta es, por cierto, la cuestión política más grave implicada en el proceso de reformas estatutarias iniciado en Cataluña: que a los ciudadanos españoles, a la nación constitucional, se le está cambiando la forma del Estado, y por tanto sus derechos y obligaciones, sin consultarles ni explicarles claramente lo que pasa. Con el Estatuto catalán, y con todos los demás aprobados en su huella y a su estilo, España se está convirtiendo en una confederación, ni más ni menos.
El “Estado de las autonomías”, ese eufemismo de urgencia para eludir la palabra “federal” (palabra maldita para cierta mentalidad intolerante demasiado extendida todavía en nuestro país), se está convirtiendo en algo completamente distinto, un agregado confederal de entidades de distinto poder, viabilidad y futuro, flojamente hilvanadas por un Estado cada vez más débil. Esto es lo que hay, y sobre lo que nadie nos ha preguntado nunca. En cualquier caso, Cataluña no es La Rioja ni Extremadura, para citar dos socios menores de la chapuza confederal en curso de gestación. Y si la minoría que domina Cataluña mediante el control de todos sus resortes institucionales, de la prensa “independiente” a los clubs de fútbol –minoría, sí, pues recordemos que el Estatut fue aprobado por menos del 36% de los catalanes con derecho a voto-, decide seguir adelante en la política de hechos consumados, negándose a aceptar cualquier resolución del TC que juzgue contraria a su “dignidad” (a su poder), ¿qué haría el gobierno del Estado presidido por Zapatero, un hombre de ilimitada capacidad para el error, la manipulación y el ridículo? Mejor no dar ideas.
Y aquí me parece oportuna una pequeña reflexión sobre la utilidad de ese Estado federal cooperativo que hemos aprobado en nuestro Congreso como modelo a debatir cuando se abra una verdadera reforma constitucional.
En un Estado federal nunca se habría abierto un proceso de reforma estatutaria como el que hemos sufrido, ni sería posible considerar siquiera el tipo de bilateralidad Estado-Cataluña que instaura el Estatuto recurrido. Para entendernos, es como si Texas, o California, aprobara una nueva Constitución estatal instaurando la bilateralidad confederal con el resto de los Estados Unidos: allí ya tuvieron una guerra civil por algo parecido, así que ¿se imagina alguien una situación semejante? En cambio, en la república federal de Alemania hemos asistido hace poco a una cesión de competencias de los lander en beneficio del gobierno federal, a pesar de que algunos de ellos podrían alegar haber sido en un pasado reciente auténticos Estados soberanos, como Baviera o Sajonia, por no hablar de Prusia. Esa es la ventaja del federalismo sobre el caos autonómico español: hay unas reglas claras, con límites a los que todo el mundo sabe que deberá atenerse salvo que desee dinamitar el país. Precisamente lo que está ocurriendo en España por carecer de reglas constitucionales claras e iguales para todos, y de límites inviolables para la rapacidad localista. Y que todavía haya quien no quiera entenderlo…
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