Fernando Savater (Publicado en Tiempo - UPyD, aquí)
Soy de los que se alegran sin mayores circunloquios de que el secuestro del atunero Alakrana por piratas somalíes haya acabado sin víctimas mortales…en ningún bando. Que el gobierno español haya pagado o ayudado a pagar el rescate no es sin duda una gesta gloriosa de nuestra diplomacia pero lo prefiero a la nueva batalla de Trafalgar que reclamaban algunos matasietes de esos que tanto abundan en despachos y redacciones periodísticas. A fin de cuentas, el barco pesquero estaba donde no debería haber estado y que todos sus tripulantes hayan vuelto sanos y salvos a casa es un alivio…aunque desde luego no constituya un triunfo. De las aguas procelosas en las que falta la ley y todos se aprovechan de su ausencia, es difícil salir con la cabeza muy alta.
Porque efectivamente Somalia es un estado fallido, un nudo de corrupción y violencia desesperada en que impera el sálvese quien pueda y la rebatiña: situación de la que todos se aprovechan, los pescadores europeos y los piratas que pescan pescadores. Los principales perjudicados de este desgobierno son naturalmente los propios somalíes, que tienen que padecer a los señores de la guerra en tierra firme y a quienes esquilman sus aguas territoriales (probablemente utilizando artes de pesca que no se aceptarían en otros casos) en el mar. Por no hablar de los intermediarios interesados que en sus confortables despachos londinenses sacan tajada de las fechorías ajenas (de estos intermediarios “altruistas” algo sabemos ya en el País Vasco, aprendido de los secuestros de ETA). Los somalíes más jóvenes se apuntan a la patente de corso y, según cuentan los que más saben, no todos derrochan el dinero mal habido en orgías: bastantes lo ahorran para pagarse el viaje a Canadá o cualquier otro paraíso remoto y empezar allí una nueva vida, más prometedora.
El sector pesquero está en crisis, los caladeros de Europa y Norteamérica padecen sobreexplotación y la vida laboral y familiar de los pescadores de altura es de extrema dureza. Sin embargo, que más de ochocientos barcos europeos faenen en las costas de Somalia sin encomendarse a Dios pero pidiendo al Diablo de las armas guerreras que los protejan de revanchas tan peligrosas como comprensibles no es cosa para enorgullecerse. Suena a lo de siempre: oímos por todas partes lamentos por la triste suerte de los países africanos pero seguimos con la misma política expoliadora de los tiempos coloniales, aprovechándonos de la desunión tribal para obtener beneficios lucrativos.
Está muy bien defender la seguridad de nuestros barcos en el Indico pero ¿qué hay del tan publicitado comercio justo? ¿qué pensamos hacer para favorecer también la seguridad y la prosperidad de los somalíes abandonados a mafias de uno y otro color? Nosotros, españoles, ¿aplicaremos en esos mares la misma política cínica e hipócrita que en el Sahara occidental? Y luego está la pregunta del millón: ¿cuando asumiremos de manera efectiva, como norma de política realista sin cinismo, que la mejor garantía de seguridad internacional es favorecer la justicia en las relaciones entre los países, así como fomentar económica y socialmente la democracia allí dónde apenas apunta…sin rentabilizar maquiavélicamente su déficit?
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