Pilar López Marco (Publicado en UPyD, aquí)
La versión digital del diario El País incluía hace unos días una encuesta sobre la siguiente cuestión: «¿Habría que aplicar los recortes al Estatuto de Cataluña que estime el Tribunal Constitucional?». De las primeras 1.189 respuestas, nada menos un 31%, es decir, 368 personas, afirma que «no», no hay que cumplir el fallo, sino que «debe prevaler lo aprobado por el Parlament.»
Dejando a un lado la fiabilidad de este tipo de encuestas y lo exiguo de la participación, resulta realmente alarmante que se haga con toda naturalidad esa pregunta y que un elevado porcentaje de ciudadanos considere que las sentencias del máximo intérprete de nuestra Constitución no deben acatarse. Alarmante pero comprensible porque son los propios cargos públicos quienes vienen abonando impunemente dicha tesis, como Joan Ridao, diputado nacional y por lo tanto representante de todos los españoles. En una reciente entrevista de La Cope el portavoz de ERC en el Congreso rechazaba la legitimidad del Tribunal para decidir sobre la adecuación del Estatuto de Cataluña a la Constitución afirmando que «en Derecho comparado,nohay ningún tribunal ni ninguna corte suprema que pueda decidir en última instancia una ley de esta naturaleza, porque de hecho no hay ninguna ley en el mundo de esta naturaleza; no es cualquier Ley Orgánica, es un pacto político».
Por su parte, el consejero de Gobernación y Administraciones Públicas de la Generalitat y secretario general de ERC, Joan Puigcercós, aun va más allá, al considerar al Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, nada más y nada menos que un «prevaricador» por recurrir el Estatuto de Cataluña.
A ello cabe añadir el desafortunado llamamiento del Vicepresidente del Gobierno Catalán, Carod Rovira, a manifestarse en contra de la sentencia, antes siquiera de conocerla, en lo que la opinión publicada ha dado en llamar “manifestación preventiva”, para impedir que el Tribunal Constitucional «acabe anulando la voluntad libremente expresada por el pueblo catalán».
La realidad es que la Ley de reforma del Estatuto Catalán podría en todo caso considerarse fruto de la voluntad del «pueblo español» puesto que se trata de una Ley Orgánica aprobada en las Cortes Generales a iniciativa de los Parlamentos Autonómicos, que también son órganos estatales, les guste o no al señor Carod y al señor Ridao. Eso en teoría, pero, en la práctica, lo que tenemos en España es un «Estado de Partidos», en el que las leyes que se aprueban no son el fruto del estudio, el análisis concienzudo y orientado al interés general de todos los españoles, sino al interés del partido gobernante de perpetuarse en el Gobierno a costa incluso de ceder al chantaje del nacionalismo radical. De ahí que sus representantes se permitan el lujo de decir que engendros como el Estatuto de Cataluña son más que una Ley Orgánica; «un pacto político entre el Gobierno Central y el Gobierno catalán», al estilo de los pactos mafiosos que nadie se puede atrever a romper, porque te juegas la vida, en este caso la buena vida de que disfrutan muchos cargos públicos por apretar el botón que previamente se les indica cuando suena el timbre para ir a votar normas cuyo texto muchas veces sus señorías ni conocen y en cuyo debate no han estado presentes.
Un Presidente del Gobierno digno de ese cargo debería salir inmediatamente a deslegitimar este tipo de comentarios sediciosos y pedir la dimisión de sus autores. Porque aunque es cierto que el Tribunal Constitucional adolece hoy más que nunca de falta de credibilidad por la excesiva politización de sus magistrados, la solución pasa por cambiar el sistema de acceso o la composición del Tribunal. Lo que no podemos permitir es que cargos públicos deslegitimen sin consecuencias las eventuales decisiones del máximo intérprete de nuestra Constitución, y además sólo cuando no favorecen sus intereses, porque, seguramente, los mismos políticos que lo critican hoy, alabarían la sentencia y el buen hacer de los magistrados que secundasen el fallo favorable al Estatuto.
Así sucedió, por ejemplo, en el llamado «caso LOAPA», Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, fruto de un pacto de Estado entre UCD y el PSOE (que muchos calificaron como deriva centralista del partido socialista y que hoy produce más que añoranza). La LOAPA, basada en el trabajo de expertos juristas, entre otros el hoy eurodiputado por UPyD Francisco Sosa Wagner, pretendía evitar que la entonces incipiente diversidad de disposiciones normativas de las CCAA produjera una desarmonía contraria al interés general (como efectivamente sucede hoy en día, con 17 leyes distintas para casi todo).
El 5 de agosto de 1983 el Tribunal Constitucional estimó parcialmente los recursos formulados entre otros por el Parlamento y el Gobierno catalanes contra dicha Ley y declaró inconstitucionales 14 de los 38 artículos. Lo que sorprende al leer dicha sentencia es que uno de los principales argumentos de los nacionalistas era entonces que las leyes orgánicas emanadas del Parlamento que pretendan incidir en el reparto de competencias entre el Estado y las CCAA «pueden y debe ser corregidas en última instancia por el propio Tribunal Constitucional.»
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