Carlos Martínez Gorriarán, responsable de Comunicación y Programa de UPyD (Publicado en UPyD, aquí)
En 1959 nació ETA y, lo que son las cosas, también un servidor; me hubiera gustado infinitamente más cualquier otro tipo de coincidencia, pero no nos dan a elegir. En efemérides no fue un año demasiado bueno para las libertades: es también la fecha de la toma del poder por Fidel Castro. Y Franco inauguró su monstruoso Valle de los Caídos, tampoco es como para tirar cohetes… Pero por razones obvias, de todas esas desgracias la que me afecta a mí más que ninguna es la del nacimiento de ETA. Como a tantos y tantos.
La pregunta, obvia, es que cómo es posible que ese aparente anacronismo sangriento haya sobrevivido tanto tiempo. O que la democracia le haya ido mejor mucho tiempo, para actuar y reproducirse, que la dictadura bajo la que naciera. Pues conviene recordar que la gran mayoría de los asesinatos y atentados de los etarras fueron perpetrados en el régimen democrático. Aunque nacieran en 1959, su primer asesinato deliberado tuvo que esperar hasta 1968. Lo cometió su gurú y dirigente conocido como Txabi Etxebarrieta, un espabilado estudiante y joven profesor procedente de la pequeña burguesía nacionalista de Bilbao, existencialista obsesionado por la muerte y simpatizante del maoísmo además de abertzale integrista; su gran temor era que el tiempo pasara sin que ETA recibiera y diera su bautizo de sangre. Todo indica que tomó la decisión, anunciada crípticamente en sus escritos, de matar y morir él mismo para asegurarse de que el camino al terrorismo, sellado por su propio cadáver, no tuviera retorno. Para conseguirlo, asesinó a sangre fría a un joven guardia civil de tráfico que examinaba la matrícula de su coche (robado por Mario Onaindía), José Pardines, y al día siguiente él mismo resultó muerto en un tiroteo emprendido mientras intentaba la fuga, en un control de la guardia civil. Etxebarrieta se convirtió de inmediato en un héroe mítico de la resistencia vasca asesinado por el franquismo, y consiguió póstumamente lo que no consiguió vivo, una paradoja que dice mucho del carácter de este asunto: puro culto a la muerte heroificada y odio a la vida tal como es.
Sirva esto para recordar la extraordinaria futilidad con la que arrancan grandes tragedias. Y la insondable fuerza de la sangre vertida a la hora no sólo de desencadenarlas, sino de mantener su fanática deriva hasta la nada. Porque a estas alturas está bastante claro que ETA desaparecerá más temprano que tarde sin haber conseguido realmente nada, aparte de un rastro inmenso de dolor, odio y fanatismo. Cierto que ha condicionado de un modo u otro la política vasca y de rebote la española, beneficiando al PNV de modo muy especial y, a la cola de éste, a los demás nacionalistas. Pero también es verdad que si hubiéramos tenido un modelo electoral más justo e inteligente, el PNV y sus socios no habrían podido explotar a fondo el chantaje del “conflicto político” del cual el terrorismo sería “expresión”. O si existiera en España algo parecido a una justicia independiente. En resumidas cuentas, el papel del terrorismo nacionalista vasco ha sido más contingente de lo que se ha tendido a aceptar, o dicho de otro modo, su papel como agente político se ha exagerado: algo normal desde el punto de vista de las víctimas y de los enemigos jurados de la banda, pero que la perspectiva histórica dejará bastante claro a medida que pase el tiempo, que todo pone en su sitio. No es tampoco de extrañar: el sinsentido, el absurdo y la estupidez son parte esencial de la tragedia, especialmente de esta.
El papel de ETA ha sido y sigue siendo más criminógeno que otra cosa. ETA corrompe. Corrompe y fanatiza el corazón de la gente –la banda ha producido una cantidad ingente de cobardes y colaboracionistas en el País Vasco y Navarra, para nuestra vergüenza colectiva-, corrompe y saquea la política y las instituciones cuando las toca –siempre-, corrompe los valores más elementales y pervierte el lenguaje más llano y claro embarrándolo con su basura intelectual. ETA es, simplemente, basura, inmundicia, hez del género humano. Algunos de sus miembros históricos han sido capaces no sólo de reciclarse, sino de consagrar su vida a ir contra sus antiguos compañeros; son demasiados nombres para hacer siquiera una lista breve, pero es de las pocas cosas relacionadas con la banda que alientan la esperanza en el género humano, tan difícil de sostener. Pero el resto, los que hoy se empeñan en el juego lúgubre de la amenaza, el atentado y el comunicado vindicativo, no tienen ya remedio ni rescate. Se pudrirán en la cárcel, qué duda cabe. O permanecerán escondidos para eludir la justicia, como los infames de Juana o Iosu Ternera. No hay más.
O sí, siempre queda algo. Las tragedias totalitarias dejan un residuo inevitable. Ahora el residuo se llama ANV, presente en un buen montón de ayuntamientos vascos y navarros para corromperlos a fondo y con plena conciencia. Misterios de la vida, ¿o no?, el nuevo Gobierno Vasco que quiere liderar el final de ETA no se atreve con esto. Con marrullerías trapaceras, han logrado que nuestra moción en el Parlamento Vasco para solicitar la expulsión de ese residuo de los ayuntamientos quede aplazada hasta septiembre. Y es que la cosa que mata sigue dando, pese a todo, mucho miedo. Perdérselo del todo será la fase última de esta batalla.
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