
A FLORA otra vez el debate sobre la mal llamada Memoria Histórica que día a día proporciona nuevas perlas. Ahí están las últimas declaraciones de José Blanco afeando al cardenal Rouco su apelación al olvido sobre la Guerra Civil y la dictadura franquista mientras promueve la canonización de las víctimas de la persecución religiosa durante la contienda. Este debate me produce cierto cansancio, amén de que me parece un buen método para desviar la atención de la aguda crisis que nos asola, pero, por otro lado, es un asunto al que colectivamente España debe enfrentarse de una vez.
Lo primero que hay que señalar es que, contra lo que algunos pretenden sostener, en España se ha producido ya una condena explícita de la dictadura franquista, de su génesis, de su desarrollo y de todo lo que ese régimen supuso. Una condena social y política de la que es buen reflejo nuestro actual sistema democrático, diametralmente opuesto a aquél y construido sobre la voluntad libre y consciente del pueblo español. Pero también se han producido a lo largo de todos estos años de democracia diversas condenas institucionales, como la resolución unánime del Congreso de los Diputados de 20 de Nnoviembre de 2002, en la que no sólo se condena al franquismo, sino que se reconoce moral y materialmente a las víctimas de su represión.
Lo que ha faltado a lo largo de todos estos años de democracia es el coraje político para prestar, desde las instituciones, el apoyo necesario a los familiares de tantos muertos que aún hoy descansan en innominadas fosas comunes, con el fin que puedan recuperar sus cadáveres y su historia y darles, si ése es su deseo, el digno reposo que se merecen. Hubiera sido necesario, como en tantas otras cosas, un gran acuerdo nacional para no convertir ese innegable derecho individual a la dignidad y la memoria en una oportunidad de revancha política. Una oportunidad que ahora algunos pretenden aprovechar para reescribir la historia más reciente, desde el poder y a golpe de mayoría parlamentaria.
Nueva lectura histórica que por ejemplo pretende convertir a la Transición en un proceso absolutamente vigilado y fraudulento y a uno de sus frutos, la Ley de Amnistía del año 1977, en una consecuencia de presiones militares y de la oligarquía franquista, desconociendo lo que era la doctrina oficial del Partido Comunista de España, casi la única fuerza de izquierda de entonces y por tanto de oposición, desde 1956. Cuando lanza su apuesta por la superación de la Guerra Civil y por la política de reconciliación nacional, ¿alguien se acuerda de Fraga presentando en sociedad a Carrillo en el Club Siglo XXI, en el año 1977, sólo seis meses después de la legalización del PCE?
Tenemos derecho a exigir a nuestros dirigentes un esfuerzo para no jugar con los muertos, para no destruir el esfuerzo de reconciliación trabado tras esfuerzos de muchas generaciones. Y es que una cosa es la Memoria y otra la Historia. Cada uno tenemos nuestra Memoria, pero deberíamos admitir que la Historia debe ser común y su fijación corresponde fundamentalmente a los historiadores. Y de ella deben formar parte los ciudadanos cuyos nombres aparecen recogidos en la placa de mármol instalada en el atrio de la Iglesiona, como caídos por Dios y por España, y los republicanos cuyos restos reposan en la fosa común del cementerio civil de Ceares.
Todos ellos deberían ser los muertos comunes, reconocidos como propios por Rouco y José Blanco, los muertos de todos.
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