Carlos Martínez Gorriarán, responsable de Comunicación y Programa de UPyD (publicado en UPyD, aquí)
A menudo se nos solicita que dejemos las decisiones en manos de expertos cuando se trata de temas de los considerados altamente complejos. Sin duda es una decisión muy acertada si se trata de diagnosticar un cáncer o de diseñar un motor de avión, pero no tanto cuando el asunto es si estamos de acuerdo con la política económica o con el currículo educativo obligatorio. Estos dos últimos temas son ciertamente complejos, pero sin embargo partimos de la base de que pueden ser decididos por el voto de la mayoría: sin este principio no habría democracia. Dicho de otra manera, la democracia es un sistema que confía en el juicio de las mayorías para decidir sobre cuestiones tan complejas que, en realidad, es posible que las entiendan a fondo muy pocas personas. Esta es, por cierto, una crítica clásica del pensamiento reaccionario y del burocrático, resumida en aquella boutade de Borges sobre que la democracia es un abuso de la estadística. Sin embargo, ni los reaccionarios ni los burócratas aciertan: no sólo la razón, sino que también la experiencia ha probado de modo satisfactorio que las “soluciones democráticas”, por criticables que sean, son a menudo mucho más satisfactorias que las puramente burocráticas o elitistas para resolver determinadas cuestiones.
Un ejemplo relevante, ahora que estamos en una crisis económica que muchos comparan con la desastrosa del 29: Estados Unidos y Gran Bretaña, dos países que se mantuvieron democráticos a pesar de los pesares, resolvieron finalmente mucho mejor la crisis económica que los que adoptaron soluciones autoritarias y totalitarias (en buena parte justificadas por razones de economía política). Fueron los cambios de gobierno decididos por los electores los que elevaron a la administración a políticos decididos a emprender nuevas soluciones económicas que superaran el desastre. Compárese el New Deal de Roosevelt o la economía de Keynes con las “soluciones” de Hitler, o también de Stalin, y entenderemos de qué estamos hablando: que las decisiones de mayorías de ciudadanos poco o nada expertos sirvieron para elegir a expertos mejores, mientras los expertos totalitarios nombrados por el dictador emprendían absurdos experimentos de coste desastroso. El caso español es también ilustrativo: gracias a la política autárquica de los primeros gobiernos de Franco (el dictador inmundo, sí), inspirada en absurdos modelos fascistas –que nadie impuso desde fuera, sino que el régimen adoptó porque quiso-, España no consiguió recuperar el nivel relativo de desarrollo económico de 1930 hasta 1959 (cito de memoria, tengo el dato por ahí para quien esté interesado). La economía española no despegó hasta que el régimen no renunció a sus veleidades ideológicas de corte fascista en materia económica; y el despegue hubiera sido mucho mayor y más temprano si Franco hubiera renunciado y convocado elecciones, consiguiendo el apoyo de los países democráticos.
La razón profunda por la que las decisiones democráticas sirven para solucionar temas complejos es que el debate político libre, a condición de que esté bien desarrollado, puede aportar claridad donde reina la confusión, luz en las tinieblas deliberadamente cultivadas por mucho “experto” que vive del oscurantismo. Por el contrario, ese experto medra y progresa en sistemas autoritarios si sabe ganarse la confianza del poder. En consecuencia, el régimen que siga los consejos de tal “experto”, en realidad un oscurantista, acabará empeñado en políticas irracionales, absurdas o contraproducentes. Por ejemplo, la prohibición de la genética mendeliana en la URSS, decidida por Stalin, en beneficio de los disparates de Lysenko, un típico “experto” burocrático. Esta demostración de la sabiduría estaliniana tuvo un costo altísimo para la economía soviética.
La conclusión es que las decisiones de la mayoría basadas en debates de calidad que aporten luz tienen muchas más probabilidades de acertar en cuestiones complejas que las adoptadas en regímenes dictatoriales u oscurantistas. Una democracia oscurantista, por cierto, puede acabar adoptando también pésimas decisiones. Algo que habría que tener muy en cuenta con el nuevo sainete zapateril de Repsol, los rusos, los amiguetes de Sacyr y el Santander, sin olvidarnos de los grupos de comunicación conchabados. No son temas complejos, son temas oscurecidos adrede. ¿La solución?, la de Goethe: más luz.
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