Nacionalismo sin democracia
Hay un viejo aforismo de la política vasca que dice -y enseña- que los más variados esfuerzos de entendimiento con el nacionalismo vasco terminan dándose de bruces con la realidad de este último y, así, fracasan. Una y otra vez. Hay siempre un periodo intermedio en el que los que esgrimen el aforismo pasan por ser unos radicales antinacionalistas, pero las cosas son como son. Fue Mario Onaindía, por cierto, el que insistió en los últimos años de su vida que la desgracia del nacionalismo vasco era que, en su seno, había diferencias evidentes pero no un proyecto democrático.
Ninguno de los intentos del Gobierno por entenderse e ir de la mano del PNV en estos últimos años ha terminado bien. Hay ocasiones que la necesidad de apoyos parlamentarios produce el espejismo de la moderación, la centralidad y los acuerdos, pero siempre es un espejismo, como se constata en este fin de año. Tras tantas carantoñas, terminamos con el proyecto de autodeterminación de Ibarretxe, con la estrategia de «acumulación de fuerzas nacionalistas» y el enfrentamiento con la Audiencia Nacional esgrimiendo la burda trampa de que quienes son considerados parte de ETA son encarcelados «por sus ideas».
Ni hacía falta ser adivino, ni tampoco esperar mucho, para ver a Iñigo Urkullu, nuevo presidente del PNV, como un pelele del conglomerado nacionalista por el que se inclina su partido. Urkullu dijo ayer a Carlos Herrera en Onda Cero que no cree que todos los condenados recientemente por la Audiencia Nacional sean de ETA, por lo que «hay personas privadas de libertad que tienen un cariz político». Se podrían llenar contenedores con las referencias de hemeroteca en las que, cuando conviene, los líderes del PNV reconocen que la banda terrorista no es un grupo aislado de pistoleros, sino una trama organizada y dependiente en la que juegan su papel los protectores, los secuaces, los buscadores de dinero, los encubridores y los teóricos. Pero cuando su nacionalismo no avanza, ni tiene nada democrático y nuevo que aportar, se modifica la estrategia y se trata de salvar a Batasuna-ETA para salvarse a sí mismos.
La última sentencia de la Audiencia Nacional (como la ilegalización de Batasuna como parte de ETA) no tiene nada que ver con el enjuiciamiento de ideas, como puede muy bien saber Urkullu que es independentista, pretende esa maraña anticiudadana de «construir un pueblo de manera diferenciada» y parece entregado a la vieja máxima de coincidir con ETA en los objetivos aunque no en los medios. Se podrá recurrir y discutir pero los condenados lo son por formar parte de una trama terrorista en mayor o menor medida, y no por lo que piensan, si es que piensan. Cualquier otra interpretación es una mistificación para salvar los trastos, es decir, para unir a los nacionalistas aunque sea tomando el discurso de los más radicales (del partido) y de los violentos (de los aledaños).
Nada más claro, en este sentido, que el lamentable lenguaje de Urkullu. Nunca estuvo dotado para la oratoria ni para la claridad intelectual, pero su descripción de la situación actual y de los objetivos políticos inmediatos es ciertamente pasmosa: «Tenemos que erradicar de la noria política la posibilidad de estrategias de acción y reacción que puedan existir». Pasmoso, insisto, más allá del tan rancio modo de expresión. Este afán era llamado antes «equidistancia», pero es más bien «equiparación» porque el PNV no quiere colocarse a la misma distancia de ETA y del Estado de Derecho, sino en el lado de la unidad nacionalista, en el que está y se quiere que siga estando ETA y los suyos.
La «equiparación», en el imaginario nacionalista, pretende colocar a ambos, y al PNV entregado a la Izquierda Abertzale, en el mismo nivel de legitimación, como si fuese lo mismo el sistema de garantías de una democracia como la española a la ensoñación totalitaria de los violentos con los que se quiere pactar o, en todo caso, arrebatar los votos. Recordemos a Onaindía: sigue sin haber, en el nacionalismo vasco, un proyecto democrático.
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