Hoy, intentando distraerme, sin conseguirlo en ningún instante, después de varios días fuera de esta tierra y alejado de sus aires, procuro al menos hilvanar un réquiem por mi madre, fallecida el sábado pasado. Sólo dolor me traigo de Lérida, donde esta parreña descansa junto a su esposo –un gran padre- en la última estancia que el destino les ha reservado para partir hacia el más allá. ¡Qué renegada es la muerte!
Entre paradojas, no me abandonan las tristes horas pasadas en el tanatorio, mientras, ya en Cuenca, el invierno es tozudo en recordarme que, desde los propios antiguos, es la época del sueño y del silencio: Koré, la diosa fértil, la muchacha que lleva en su mano una granada, desciende al mundo de los muertos para cumplir su contrato con Hades, señor del subsuelo. Cuando Koré concluya su hibernación y asome de nuevo a la superficie, las simientes reventarán y los jugos vitales volverán a correr por la médula de los chopos. Pero ahora, en enero, los rastrojos duermen cubiertos por una manta verde de moho y musgo. El mundo de los muertos, para los antiguos, era el invierno perpetuo. Silencio, movimiento escaso, palidez, luz vaga. Un lugar en eterno reposo. Pero siendo la eternidad una inmutable constante, la presencia cíclica de Koré, la inmortal que reside seis meses en el Averno, ha de traer consigo una transfiguración del hogar de los muertos. Metamorfosis que, sin embargo, yo no tengo a la vista con ninguno de mis padres. Empiezo, sin duda, a ser mayor. Por esto también, mientras agradezco los muchos pésames que me trasladan, tengo la esperanza de que haya una primavera silenciosa para Isidora, esa madre querida por todos sus hijos y sus nietos, que ahora sabe más y ya conoce todo lo que nosotros ignoramos. ¡Dale muchos besos a padre!, tan querido como tú, que, exactamente igual, se fue sin hacer nada de ruido, después de haberse entregado con generosidad a los suyos toda su vida, sin demandar nada a cambio.
Mientras comíamos todos sus descendientes en el Club de Tenis de la ciudad catalana, ahora que escribo este réquiem –o lo que dé de sí- a modo de composición cantada a mi hermana Emilia, la más próxima a la amada difunta, me viene a la memoria ese bello retrato de vernos a todos juntos y, cuando a la orilla del Júcar, pienso en esos dos emigrantes que nunca más volverán a La Parra de Las Vegas, entiendo mucho mejor que, destellado desde el sufrimiento de toda la familia, la soledad es lo que produce el llanto.
La vista de la casa de nuestros padres en ese pueblo me inspira melancolía, por ser el resto venerable de un par de personas, hombre y mujer, que tenían ese carácter sencillo que las costumbres españolas van perdiendo a pasos agigantados al día de hoy.
Tengo ganas de tomar los aires de La Parra, y por sus caminos, acompañado en alma de todos los hermanos, hijos y sobrinos, seguir las sinuosidades de los senderos, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos y cuyo efecto general tiende a sumirme en maquinal meditación. De ésta sale uno cuando ve un lozano claro, en cuyo lugar se afirma la puerta de entrada a la casa de “la” Isidora y “el” Saturnino, mis inolvidables progenitores, a los que tengo necesidad de parecerme, aunque sólo sea para ser en todo instante tan bueno como ellos. ¡Gracias por traerme a este mundo! Llevadme con vosotros cuando llegue el momento, por favor, y cubrid a mis hermanos también de felicidad.
Juan Andrés Buedo
Últimos comentarios